Por Luis Pérez Oramas.- Pero nadie nos dice –y nada en la imagen lo sugiere– quién es ella. Precisamente, Elizabeth aquí no tiene nombre: no es Elizabeth. Lo radicalmente osado de este https://elarchivo.org/wp-content/uploads/2022/07/037929.jpgvo, de este sistema de imágenes, de este atlas para una sola persona, es que la soledad del personaje –si así podemos llamarlo– es equivalente a su anonimia. Elizabeth es ella: lo sabemos porque hemos tenido acceso a una información privilegiada, que nada tiene que ver con la fotografía. Pero –me atreveré a decir: Elizabeth somos todos. Y todos somos nadie. Y Elizabeth es nadie y todos. No existe, en mi modesta opinión, en Venezuela, antes de este monumental ejercicio de silencioso imaginarla a ella en todos los mundos de este mundo, nada parecido por su radicalidad u osadía: no existe, nadie imaginó nunca, nadie compuso un repertorio sistemático de lo humano medio, de la humanidad ordinaria, de lo que es ser humano y ser cualquiera, más allá del nombre y la familia, más allá del nacimiento y la posición, como esta maravillosa enciclopedia de lugares que Alfredo Cortina fue capaz de hacernos ver con ella, detrás de ella, a través de ella. Sin nombre.
Ambos: ella y el mundo.
Pero era menester escapar al estereotipo y a lo pintoresco, era menester enfatizar lo ordinario, colocar –osadamente–, más allá de todo juicio estético, más acá de todo juicio moral, más allá de toda jerarquía, más acá de cualquier historia del gusto, juntos, a lo “sublime” y a lo “deleznable”, como si entre ellos no existiese –porque en rigor no existe factualmente– ninguna diferencia.
Este tipo de decisión ha tenido varias eventualidades en la historia del siglo XX, y hay aún quienes se ocupan en repetirla –no sabemos para qué, pues sus efectos son ya institucionales e indiscutibles. Alfredo Cortina, que no era “fotógrafo”, encarnó por primera vez esta decisión en Venezuela, muchas décadas antes de que –digamos– Claudio Perna se pusiera a coleccionar la fotografía anónima de Venezuela, y lo hizo, como éste, en el oficio donde se encuentran la imagen y el territorio. Como en Duchamp –acaso el más claro representante de este tipo de osadía, y el mayor revolucionario de las artes durante el siglo pasado- el asunto pasa por un urinario. Por la foto de un urinario.
El urinario, a más de ser un mensajero transparente de todo aquello que nos parece indigno de ser visto, alejado de las ficciones románticas que se cristalizan en la fantasiosa palabra ‘arte’, sirve para evocar brutalmente nuestra ordinaria condición animal. Dice Fréderic Bruly Boaubré, gran maestro de las artes alfabéticas del África negra, que la tierra absorbe nuestros excrementos para ofrecérnoslos luego convertidos en frutos y alimentos, y también en nubes, oleajes, tempestades. El urinario, ante el cual esta ella detenida como si leyese atentamente su inscripción, con su brazo a medio plegar y la palma de su mano abierta al cielo a la manera de una Venus de Botticelli, señalándolo con elegancia a contraestilo, viene a recordarnos que lo que Alfredo Cortina hace en su atlas para Elizabeth no está motivado por la búsqueda de un ‘canon’, de un arquetipo de belleza: más allá de lo pintoresco y lo sublime, se trata de construir un repertorio en el que todo lo que existe cabe, con su ordinaria dignidad inexorable. Ella está ante el urinario, en un lugar cualquiera, en un conuco. Su perfil de ninfa moderna, con ignorar de nuevo a quien la mira, no hace más que resaltar esta arquitectura provisoria, precaria, heteróclita, esta modesta arquitectura de todos los días, de todos los lugares.
En el Renacimiento a una imagen como esta Sebastiano Serlio la llamaría una escena satírica.