Un atlas para Elizabeth: una fotografía de Alfredo Cortina y un texto de Luis Pérez Oramas [7/12]

De nuevo ella está al borde, hierática. De nuevo esto no es un retrato: es la imagen de una esfigie, una kouré moderna.

Ella es todo lo contrario a un clavadista: ella no va a lanzarse. Ella está allí, ante la serenidad del agua que no la refleja, erguida.

“¿Qué hay en el fondo del deseo de tirarse al agua? ¿Qué hay en el fondo del deseo de sumergirse en la cosa que obsede? ¿De saltar al paso? ¿De lanzarse dejando todos los asuntos corrientes en la persecución determinada de lo que ignoramos? ¿De atravesar El Rubicón? ¿De romper las amarras? ¿De emanciparse de todas las precauciones? ¿De lanzarse a las fauces del lobo? ¿De jugar a fondo perdido? Extrañas expresiones que una misma antiguedad reúne –escribe Pascal Quignard. Todas estas metáforas de la cacería, de la danza, de la marina, del juego, de la guerra son menos proposiciones de la lengua natural que figuraciones de sueños. Todas dicen la imprudencia. Dicen todas: no ha buscado escapar al peligro que se le ofrecía. Ha salido de su escondite. Ha dejado su puesto. Ha abandonado su rango. Ha escalado los muros de la cárcel. Se ha reunido con la espontaneidad soberana de la naturaleza”.

Pero ella no es Boutès, no es ella el clavadista.

No es ella el vencido nadador que salta al agua porque no puede no escuchar el plañido de las sirenas. En cambio Orfeo cuando toca con su plecto la cítara, contra su pecho, le opone un canto al ruido acrítico de Ligea, Leucosia y Parthénope.

Pero el alma de Boutès no puede resistirse al deseo de aproximarse a aquel sonido, y salta, se sumerge entonces en el agua. Dice Quignard: “¿Qué es la música originaria? Es el deseo de saltar al agua”. Y añade, para comentar el salto: “Reunirse con la condición originaria es morir”. Y cita a Aristóteles: “Ya no es posible, para quien ha lanzado la piedra, atraparla”.

Ella no es Boutès, no es el clavadista. Ella no es Orfeo.

Y entonces, ¿quién la mira?

¿Será ella Eurídice?