Por Milagros Socorro.-
“Yo estaba asomado a la ventana junto a mi hermano Omar y las mujeres de la casa. La calle era la misma por la que veíamos pasar diariamente a los pregoneros vendiendo carbón, tierra para matas o lechugas frescas para dormir. La misma calle apacible del pescadero, de la gente que va al mercado en la mañana o la que sale en la noche, al finalizar la película del cine Colón. Las ventanas tenían unas celosías que permitían, sin ser vistos, observar lo que ocurría en la calle. Pero lo que veíamos ahora era una multitud violenta. Asistía por primera vez a un saqueo. La gente gritaba y corría de un lado a otro arrastrando toneles de vino, pocetas, muebles, ollas, un piano, lámparas, alfombras. Lo primero que apareció en el zaguán de la casa fue el enorme escritorio de caoba. Luego, su silla giratoria. Mis hermanos mayores metieron rápidamente el escritorio en el interior de la casa, a pesar de las protestas y los gritos de las mujeres, alteradas por los violentos acontecimientos callejeros. Fue la primera manifestación de violencia social que me tocó ver a los cinco años porque estaba asistiendo al saqueo de las casas gomecistas a la muerte del Benemérito en diciembre de 1935”.
Este fragmento pertenece a una larga entrevista que sostuve con Rodolfo Izaguirre.
Esta fotografía de autor desconocido recoge exactamente esos hechos.
Después de varios días de rumores y falta de información oficial con respecto a la menguante enfermedad de Juan Vicente Gómez, por fin el 18 de diciembre de 1935 la bandera de la cárcel amaneció a media asta. Los lecheros de Caracas fueron los primeros en divulgar el fenómeno, pero ya al clarear el periódico traía la noticia en grandes titulares. Entonces estalló la algarabía. “¡Murió el Bagre!” se oyó decir. En muchas plazas del país echaron candela a los retratos de quien habían gobernado con la enguantada mano de hierro por 27 años. Y hubo saqueos en las residencias y otras propiedades de los familiares de Gómez, así como de personeros del gobierno que moría con él. En Caracas y en Maracay, principalmente, hubo casas arrasadas, tiendas donde no quedó nada y automóviles quemados. Por cierto, según ha narrado Cristina Gómez, hija del dictador, quien los robó a ellos ese día “no fue el pueblo, sino los amigos de confianza”.
A la hora en que los niños corrían detrás de las turbas de saqueadores o posaban con el resto de un piano ya inservible y mudo para siempre, los presos políticos salían de las prisiones y muchos venezolanos en el extranjero se pegaban al aparato de radio para escuchar la noticia que marcaría el fin de su exilio.