Por Milagros Socorro.-En 1867 termina en Japón el periodo Edo, que había iniciado dos siglos y medio antes, en 1603, y que supuso la incomunicación de ese país con el resto del mundo. Llegados al poder, los shogunes de la dinastía Tokugawa se propusieron mantener el país libre de guerras… y de la influencia extranjera. Entre 1624 y 1638 se completó la expulsión de los españoles y portugueses, y apenas se autorizó la permanencia de un pequeño grupo de comerciantes holandeses y chinos en la isla de Desina. En 1635 se prohibió a los japoneses viajar al extranjero y a los barcos japoneses abandonar sus aguas costeras. Cuatro años después, en 1639, se adoptó por decreto el aislamiento del Japón. No se mantendría relaciones diplomáticas con el exterior, ni siquiera con China. Sería un par de centurias en las que Japón se abastecería casi solo y, de hecho, se hizo autosuficiente en alimentos, madera y la mayor parte de los metales. Apenas si importaban azúcar, la seda china y pieles para hacer cuero (porque Japón criaba poco ganado), plomo y salitre para fabricar pólvora; y llegó un momento en que estos rubros también registraron un descenso en las compras porque los japoneses empezaron a producir seda y azúcar, y las armas de fuego se restringieron al punto de quedar prohibidas para la gran mayoría de la población.
Este ensimismamiento, en un marco de prosperidad, paz y el consecuente aumento demográfico, resultaría en una etapa de esplendor de las artes, de manera que en 1853, cuando el comodoro Matthew C. Perry llegó con la escuadra estadounidense a aquella costas cerradas a cal y canto, con el encargo del presidente Fillmore de que Japón debía abrirse al mundo occidental y establecer tratos comerciales, consiguió un tesoro en pintura, porcelana, teatro y poesía popular. De paso, los shogunes comprendieron muy rápidamente que no podían seguir teniendo el Japón bajo candado mientras lo rondaban extranjeros con cañones y en 1968 ya ese tardío feudalismo sólo era visible por el retrovisor.
En cuestión de meses, las artes y artesanías japonesas, cuya salida había estado severamente restringida por más de doscientos años, eran el furor de los coleccionistas en Europa y Estados Unidos; y su estilo influyó de forma ostensible a los artistas de Occidente, particularmente por las vanguardias. A principios del siglo 20, el “japonismo” estaba más que difundido y, por cierto, ya Japón era una potencia industrial en Asia. El 22 de agosto de 1910, Japón ocupó Corea y la convirtió en su colonia.
Sedas, flores y peinetas a orillas del Orinoco
Quince meses después de aquella anexión, en 1912, un grupo sorprendentemente numeroso decidió conformar una comparsa japonesa en los carnavales de Ciudad Bolívar. Muy probablemente a esa ciudad hubieran llegados grabados y estampas con motivos japoneses en los baúles de los inmigrantes corsos (con pasaporte francés) que empezaron a llegar a Venezuela, por Carúpano y Río Caribe, una vez terminada la guerra de Independencia; y que en cierta proporción recalaron en la Guayana venezolana, donde contribuyeron de manera muy relevante al desarrollo de la ganadería, el cultivo de la sarrapia y el balatá, así como a la minería del oro.
La presencia del cañón con la bandera de Japón, en la esquina inferior izquierda de esta imagen, propiedad de la Fundación Fotografía Urbana, confirma que los disfraces se han compactado en torno a la idea de la expansión triunfante del Imperio de Japón, hace unos pocos meses, al imponer su dominio sobre el carbón y el hierro de Corea.
Los abonados a la comparsa tienen que ser miembros de las capas adineradas de Guayana, porque los trajes proyectan ser de ricas sedas y todos llevan pelucas y ornamentos de calidad. Para la multitud en pleno ha habido indumentaria de amplias mangas con varias capas de telas pesadas y profusamente estampadas, así como peinetas y horquillas de laca, borlas, flores de seda y abalorios para adornar el cabello, medias bien tensas (nada vencido o desmadejado), fajines de raso, zapatillas de charol para andar ligero por el shogunato, sables que no parecen de utilería, abanicos y sombrillas del mejor pergamino y ese aire sobriamente entusiasta de arlequines acostumbrados a suntuosos cortejos de carnaval.
La verdad es que debería haber más sonrisas en esta asamblea de disfraces. Las hay, pero muy escasas. El fotógrafo les habrá metido miedo diciéndoles que si se mueven echarán a perder la foto. No habrá faltado quien llegue a deshora, apresurando el paso de geisha, sosteniéndose la peluca y rogando que no la dejen fuera de la instantánea que habrá de inmortalizarlos.
Más que serios, algunos lucen solemnes. Incluso los tres niños dan la impresión de cumplir una misión trascendental. Es posible que el sol los esté acuciando: es mediodía y el calor húmedo de Ciudad Bolívar los habrá sancochado bajo los tafetanes.
Pero también puede estar pasando algo… Algo terrible.
Peregrina mortal
Las miradas de muchas de estas geishas guayanesas salen del cuadro. Están auscultando algo que está más allá. Integran una comparsa, pero no participan del jolgorio propio de las mascaradas. ¿Por qué han cargado las catanas? ¿Qué peligro inminente ha paralizado esa trompeta en el viaje a la boca de la intérprete? Quizá han percibido un sonido inquietante, emisario de grandes penurias.
Es posible que ya en febrero o marzo haya empezado a resonar el zumbido atroz de la langosta.
En 1912, poco después de tomada esta foto, va a cebarse sobre Ciudad Bolívar y sus campos adyacentes una invasión de langosta peregrina. No es la primera vez que ocurre. Al contrario, los venezolanos conocen bien el flagelo porque son muchas las plagas de langostas que han caído sobre el territorio. A fines del siglo XIX se produjo una que arrasó los cultivos, dejó inmensas zonas sin comida por muchos meses y destrozó la economía y la salud de la población. Sus secuelas se extendieron por casi una década de inestabilidad financiera, carencia de alimentos y pavor generalizado. Las plagas de langostas tienen un impacto lento y prolongado.
Ciudad Bolívar se comunicó hasta bien entrado el siglo XX solo a través del río Orinoco que conectaba con el exterior a Guayana y parte de la región sub-occidental hasta Colombia. De ese país vendría el ejército de insectos que muy pronto va a asolar los predios de estos disfraces. Serán miles de criaturas gregarias y por ello de gran potencial genético y furor reproductivo. Sobrevuelan enormes distancias y en su trayecto asolan los cultivos con una voracidad pasmosa: no tienen preferencias alimentarias. Se las denomina langosta peregrina porque pueden alcanzar una altura de 2.000 metros en su vuelo y recorrer hasta 2.000 kilómetros. Pero lo verdaderamente catastrófico es que, como toda desgracia, nunca viene sola. La plaga de langosta tiene siempre relación con malas cosechas, hambrunas y epidemias, que tardan en pasar. La de 1912 durará hasta 1914, pero sus efectos se van a sentir por mucho tiempo en la salud de gente y animales, porque, para más inri, a su paso dejan epidemias derivadas de las aguas y frutos contaminados con restos de langostas muertas o con sus heces.
En septiembre de ese año comienza la perforación del pozo Zumaque I, (que reventará en 1914). Nada será igual en Venezuela, donde nadie querrá oír hablar de insectos insaciables ni de campos peinados minuciosamente por bichos de dos antenas, cuatro alas y seis patas, que comen y se aparean a la vez.
Pero ese momento no ha llegado. Cuando el fotógrafo se planta delante de esta comparsa, el país todavía es rural y sueña con batallas lejanas. Ya despertará a la estridencia de los excesos.