Por Milagros Socorro.-En la noche, cuando me quité la camisa, vi que tenía el pecho enrojecido y rasguñado. Tal había sido el brusco jaloteo al que me había sometido El Gusano en aquella sesión de fotografía en Maracaibo, donde me inicié como asistente de fotógrafo.
En 2001, el maestro Luis Brito y yo fuimos sido convocados por Gerardo Perozo, directivo de la Fundación Seguros Caracas, para hacer un libro testimonial sobre los siniestros de tránsito. Teníamos el encargo de entrevistar sobrevivientes y familiares de víctimas de accidentes de carro. Para eso, debíamos ir a diferentes ciudades del país, porque, como todo, cada región tiene su particularidad. Mérida, por ejemplo, es puntera en sangre de bachiller regada en la carretera, por la composición poblacional de esa ciudad universitaria. Y así.
Iniciamos nuestro periplo por Maracaibo, donde recogeríamos la historia de Mariela Guillén, quien se había sobrepuesto no sin secuelas a un siniestro que cambió su vida radicalmente. Cuando la visitamos en su casa en la parroquia Manuel Dagnino de la capital zuliana, encontramos una mujer joven que se desplazaba en una silla de ruedas automática; su cara había recuperado mucho de su antigua belleza (había sido candidata a Miss Zulia), pero el habla le había quedado comprometida y a duras penas se le entendía. Quizá por ventajas del panzulianismo, yo le entendía muy bien lo que decía, pero El Gusano no. Para él eran totalmente incomprensibles las respuestas de Mariela. Hice la entrevista y luego pasamos a la sesión de fotos. La evocación de su calvario (en 1988 manejaba su chevette cuando una camioneta Dodge se le fue encima) la había dejado melancólica y con expresión de amargura en el rostro. Creo pertinente constatar que, mientras Mariela y yo hablábamos en un cuarto con aire acondicionado, El Gusano se hizo de la llave de la casa y anduvo por el vecindario detectando las queserías de fragante producto zuliano y una eventual arepera para acompañar… de manera que, al momento de hacer las imágenes, él no conocía el cuento completo, que entonces le resumí para que tuviera una idea de lo que aquella muchacha triste había pasado.
Se inclinó para rebuscar en su maletín, puesto en el piso, donde guardaba varios cortes de tela. Sacó uno de color verde musgo y lo pegó en la pared del porche de la casa de Mariela.
– Esta tela es extraordinaria –declaró con toda convicción–. Ya no se encuentra nada así. Qué va. Es una cosa verdaderamente especial que tuve la suerte de encontrar en el almacén de un árabe en Catia.
La tela, de un metro cuadrado, tornasolada y cortada sin demasiados miramientos, sería el fondo donde posaría Mariela.
Luis Brito la invitó a levantarse de la silla de ruedas y pararse de espaldas a la pared (donde la tela intercambiaba resplandores con el sol de Maracaibo). Y a mí me dio una vaga indicación: debía ponerme a su derecha y sostener La Cachapa (redondel de plástico que usan los fotógrafos para rebotar la luz). No se tomó ni un minuto para darme instrucciones o siquiera explicarme lo que esperaba de mí. Ya se ve que me consideraba tiempo perdido y que él se las arreglaría para sacar de mí lo que esperaba. A jalones.
La ex modelo de vallas de la Lotería del Zulia se paró casi pegada a la pared, mirándolo con melancolía y creciente curiosidad. Y entonces Luis Brito pasó de singular criatura mercurial, que va vestida con ropa para gente varias décadas más joven, a asombroso artista que saca lo más hermoso y noble de la brutal realidad. Con la cámara siempre pegada a la cara, empezó a conminar a Mariela a que se hiciera presente, como si reclamara desde la vida a una doncella que deambula por galerías de sombra.
– Dónde estás–le gritaba a 50 centímetros de distancia–. No te veo.
– Ven aquí–se golpeaba el pecho–. Dame aquí.
Mientras envolvía a la retratada en una nube de voces, conminación y reclamo vital, daba manotazos en el aire para buscar La Cachapa. En una de esas topaba conmigo con fuerza descomunal, me aferraba por la camisa y me arrastraba hasta el punto donde él necesitaba tener emplazada La Cachapa. Concentrado en convocar el espíritu de Mariela, que se demoraba enganchado en alguna cicatriz, ni se le ocurría decirme lo que quería que hiciera.
[Cuando le hablé de este método a la fotógrafa Ana María Ferris, compañera de correrías creativas del Gusano por tres décadas, en vez de solidarizarse conmigo, comentó con ofensivo dejo de desesperación y entre risas: “ay, qué mal lo harías”].
El procedimiento fue de menos a más. La intensidad con que acuciaba a Mariela para que acudiera a su cita con el lente, atravesando aquella maraña de dolor y analgésicos, se hizo mayor; y en el mismo grado aumentaron los tarrayazos que me asestaba con lujo de uñas. La Cachapa siempre estaba donde él quería y en esto era minucioso: podía ajustarla por varios minutos hasta tenerla exactamente donde quería. Y esto lo hacía zarandeándome con mi camisa en su puño.
Yo estaba allí, pues, cuando ocurrió el prodigio. La cámara estaba silenciosa. Luis Brito clamaba por la muchacha perdida en un bosque de huesos astillados. Yo iba de un lado a otro zamarreada por un desaforado. Y, de pronto, Mariela fijó los ojos en él. Comprendió algo. Sintió el llamado, vete a saber… Y una antigua mujer poderosa emergió en sus ojos. Se presentó allí, con una sonrisa extraordinaria. Y la cámara empezó a repiquetear como un tropel de mariposas en tacones.
A partir de ese instante, todo fue distinto. El Gusano seguía vociferando y ella se reía encantada como si los gritos fueran algodón de azúcar que pudiera lamerse en el aire.
Al final de la sesión, quizá por el esfuerzo de la garganta, al Gusano le dio un ataque de tos. Mariela, sin dejar de sonreír y de mostrarse encantadora, le ofreció un poco de agua. Traduje la oferta y El Gusano replicó carraspeando: “¿No puede venir con quesito frito?”.
La carcajada de Mariela Guillén destellando en su silla de ruedas estará siempre unida en mi memoria a la figura de Luis Brito.
Ese necio. La vitalidad de Luis Brito (Río Caribe, 5 de enero de 1945- Caracas, 1 de marzo de 2015), conocido como El Gusano por sobrenombre que le colgó su gran amigo, el cineasta venezolano Iván Feo, es, -al margen de su condición de gran artista-, la marca más prominente de su personalidad. No por nada, en el último momento de su despedida en la funeraria, sus amigos le llevaron cocuy y chicharrones.
Esta fotografía, tomada a finales de los años 70 por Tito Caula –guardada en https://elarchivo.org/wp-content/uploads/2022/07/037929.jpgvos de la Fundación Fotografía Urbana- rebosa de esa portentosa alegría. Desde luego, en las últimas dos décadas El Gusano no tenía esa cabellera ni esa estampa de carátula de la Dimensión Latina. Pero mantenía un apetito ejemplar y siempre estaba hablando de comida o de su intención de despacharla en breve.
Dado que también tenía un regusto especial por el lenguaje, estos dos amores –tres, si tomamos en cuenta que era un amiguero contumaz- se mezclaban en su imaginación con pasmosa creatividad. Son conocidas sus fórmulas expresivas: “vamos a zamparnos un cochinito con alegría sincera”.
Ante el condumio abundante: “¿No tendrás un tupper ware para llevarme un pedacito?”.
Para preguntar si había algo de comer: “¿Tendrás algo para alimentar la vida humana… porque la vegetal es otra cosa?”.
Todo el mundo tiene un mail delicioso, esbozado en su jerga. A Ana María Ferris le escribió: “Ana, el paté de pollo, estaba agrio. ¿Se lo puede comer el perro de la vecina?, digo yo. Para no botarlo”. Y, cuando ella le contestó que seguro ya estaba malo cuando se lo llevó porque tenía varios días en la nevera, él volvió sobre el asunto: “Ah, por cierto, hoy me quedé con los de mascar impolutos. No creo necesitar crema dental ni Astringosol con Zonalin, pues me dejaste esperando para zamparnos lo debido y prometido”.
Su particular diccionario iba más allá del afán comelón. Para él, la persona audaz o falta de comedimiento era un “nalgasprontas”.
La conversación intrascendente: “el julepe lingual”.
A las amigas, sobre todo para anunciarles que pronto habría que salir a hacer algún trabajo en conjunto: “ajústese los fustanes”.
Para referirse a Nelson Garrido, Ricardo Gómez o Ricardo Jiménez: “Ese necio”.
Para apelar a Gerardo Perozo: “Lérido Monroy”. A Ana María Ferris: “Genoveva”.
Asuntos: “tratativas”. Asuntos gastronómicos: “tragativas”.
A los cabecillas de gobiernos autoritarios y corruptos… bueno, eso dejémoslo así (era algo muy ofensivo). Pero el punto es que no los llamaba de otro modo.
Tito Caula y su modelo. La escritora Sandra Caula, hija de Tito Caula, autor de la instantánea que acompaña esta nota, dice que la conexión entre ambos fotógrafos era extraordinaria.
– Papá tenía en su estudio una enorme cantidad de equipos y recursos fotográficos.
Para los fotógrafos venezolanos jóvenes de los 70, ese lugar maravilloso estaba abierto para ellos. Y papá, por su parte, estaba encantado de recibirlos para hablar de fotografía, enseñarles lo que sabía, quizá prestarles equipos o dejarlos revelar y copiar en el estudio. Además, porque a veces lo ayudaban en los trabajos que estaba haciendo; y así aprendían ellos y resolvían problemas juntos. Esos muchachos movían trípodes, disparaban los flashes, arreglaban algo en el set y a veces eran modelos.
“Ese debe ser el origen de esa foto del Gusano”, sigue Sandra. “Papá preparaba una serie de fotos de gente muy distinta tomando Coca-cola para las vallas que se ponían en la parte de atrás de los camiones. La cámara seguramente era su amada Rolleiflex, que permitía tener un negativo grande para ampliaciones importantes y a la vez disparar el obturador con velocidad”.
“Esta foto forma parte de una serie grande de contactos. La cosa era sentarse en un banquito, en un set con un sinfín detrás y hacer caras, morisquetas, mostrando la felicidad del que toma Coca-Cola. ¿Y quién mejor que El Gusano para eso? La combinación del Gusano y mi papa era para morirse de risa. Su estrambótica conversación transcurría entre bromas y burlas sobre el mundo superficial, insensible y ridículo de la Venezuela nueva rica y discusiones sobre la izquierda venezolana. El Gusano venía de Río Caribe y aquella Caracas con ínfulas le parecía ridiculísima y echona”.
“Las caras del Gusano en esas fotos, de seguro, son expresión de la felicidad, de la alegría que siempre había en ese encuentro entre él y mi papá. Por el amor a la fotografía, por el amor a ese medio, por la crítica de una Venezuela conmovedoramente cursi que los dos amaban profundamente. Pero también, y esto es una especulación mía, algo que quiero fantasear, porque papá siempre supo que El Gusano tenía el ojo, la pasión y el arrojo que podían convertirlo en el gran maestro que mi padre sentía que él no podía ser. Quiero fantasear, entonces, que cuando tomaba esa foto, sabía que retrataba a un gran fotógrafo, a un maestro de la fotografía venezolana que daría mucho que hablar; y que, como una cierta voltereta irónica de esas que ambos adoraban, lo introdujo en un set, en un medio [publicitario y comercial], ajeno a esa fotografía creativa que El Gusano intentaba hacer. Era como un contrabando de la profundidad del arte en la superficialidad de la publicidad de entonces. Un contrabando de la expresión individual en el aplastamiento colectivo del ‘Tome Coca-Cola’ como la gente feliz”, concluye Sandra Caula.
Alta orgullosidad y querencia. Esta es la semblanza de un hombre visto por sus amigos. Pero, como muy bien apunta la ensayista Sandra Caula, estamos hablando de un artista magistral, Premio Nacional de Fotografía en 1996, con una veintena de exposiciones individuales en Venezuela y otros países, como Francia, España, México, Colombia, Egipto, Alemania.
El curador Félix Suazo se planta con brío: “Lo digo sin exagerar: se ha perdido uno de los ojos más inteligentes de las artes visuales en Venezuela. Tenía un modo de aproximarse a las cosas con un margen para la ironía. Luis Brito entendió que la fotografía es el acontecimiento en sí mismo y eso hace que el hecho retratado siempre esté presente”.
A su muerte, que le llegó por sorpresa en Caracas, el primer día de marzo de 2015, Luis Brito había completado 40 años exactos de oficio de oficio y compromiso estético. “En el 75”, dijo hace un par de años “asumo la fotografía no solamente como trabajo sino como cosa de vida, como aquello que me alimenta. A partir de esa fecha asumo la fotografía como una forma de lenguaje”. De ese año es su trabajo Los desterrados.
Una de las claves de esta personalidad sinigual y esta obra, capaz de conmover a las audiencias hasta el alma, puede estar en una declaración del Gusano recogida por Grisel Aveláez en Papel Literario, El Nacional 26 de mayo de 2013, a propósito de la muestra de Espíritu expuesto. Antología fotográfica de Luis Brito, (Sala TAC de Trasnocho Cultural, Caracas, abierta hasta el 16 de junio). “Yo soy”, dijo Luis Brito en la rueda de prensa “un individuo de pueblo, que vengo de un pueblo. Asumo la vida, la muerte, la religión… que es lo que asumen los pueblos”.
Hermoso y definitivo.
Cierro con la despedida que Luis Brito le dedicara a su asistente en un e-mail:
“Se le tiene en alta orgullosidad y querencia,
su bro Gusano Brito José”.