Maricarmen era hija de un torcedor de puros de la fábrica de tabacos Partagás, esa que está situada frente al sombrío edificio del mercado viejo de la Habana, donde es difícil presentir el mar aunque el salitre desgaste la herrería barroca de los balcones. Aquel día, en Caracas, quedamos en vernos en un restaurant chino, El Ermitaño del Oeste. Maricarmen vendría con el amigo Andrés Cañizales, quien es periodista venezolano y se casó con ella salvándola del cerco y la fatalidad insular. Recuerdo que nos sentamos a la mesa y casi al unísono colocamos las servilletas de tela roja sobre nuestras rodillas. Muy cerca el contorno de un enorme buda, dorado y sereno, recogía la tenue iluminación de unas bombillas. Yo saqué un tabaco popular y un encendedor de butano. Maricarmen primero miró en silencio la suave ebullición de las volutas de humo, y sonrió; luego pude enterarme que en aquel momento recordó a su padre extendiendo una hoja de oloroso tabaco sobre un mesón de madera curtida. Lo cierto es que introdujo la mano en su cartera y sacó un paquete envuelto en papel de seda y me lo ofreció. Separé el papel para dejar al descubierto una docena de habanos de tamaño lonsdale de la afamada marca Hoyo de Monterrey. Tomé uno de aquellos habanos con su capa exterior inconfundible. Un buen habano suele distinguirse por su reflejo aceitoso y opaco, y la lisura de una hoja propia de los valles de Vuelta Abajo. El fumador de estos puros, al dar una bocanada, sentirá un olor muy profundo como el de una habitación donde el tabaco cuelga de largos parales o reposa guardado en escaparates, como el añoso libro de un naturalista. De seguro así transcurría la existencia del padre de Maricarmen. Encendí el habano y la boca se me llenó de palabras dirigidas a cualquier fumador que por suerte conociera a su hija: ¡Cuídela! la pobreza nos une como el mar más profundo. Yo miré el rostro de aquella linda muchacha, mientras exhalaba la sabrosa calidez del humo, y le dije: Maricarmen, tu padre me dice que te quiere. Solo eso.
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