Gil Fortoul y su perro

Fecha de publicación: julio 12, 2015

Este hombre le da la mano a su perro como si este fuera un cónsul. Es evidente que ambos se respetan mutuamente y disfrutan de su compañía. No ocultan el cariño que los une. Parecen tener mucho en común. Los dos miran a la cámara con confianza y sin altanería. Han sido sorprendidos en trance de “aquí, con mi compadre” y es seguro que un instante después de tomada la foto habrán retomado sus cuitas.

La imagen, de 1932, pertenece a la colección del Archivo Fotografía Urbana. Fue tomada o revelada y copiada por Ramírez y Co., según consta en el sello ubicado en la esquina superior izquierda. No conocemos el nombre el nombre del perro, cuya muñeca y mano izquierda sostiene su amo como si le hubiera sido presentado un nuncio.

El fondo de la fotografía es tan amable como sus protagonistas. Se percibe con claridad dos ambientes, uno soleado, quizás un patio central con piso de mosaicos, una fuente cantarina y varias plantas, palmas y arbustos de flores; esto contrasta con el interior de la casa, de la que alcanzamos a ver una terraza sombreada con un juego de muebles, tal vez de mimbre, y una ventana alta. El conjunto bien cuidado, armonioso, recién barrido, el muro luminoso. Todo en su lugar.

–Esa foto debe haber sido tomada en Chicudamai, la casa de Gil Fortoul en La Florida, Caracas –dice el periodista y escritor Diego Arroyo, pariente de aquel.

José Gil Fortoul fue el 29.º Presidente de Venezuela, un cargo que ejerció durante ocho meses y medio, entre el 5 de agosto de 1913 y el 19 de abril de 1914. Pero se le recuerda sobre todo por haber sido el autor de la Historia Constitucional de Venezuela, en dos tomos.

Hombre culto y de sólida formación, integró las llamadas luces del gomecismo. Fue un escritor de vocación, abogado, sociólogo e historiador. Pero no un santón, como suele pensarse de los hombres con tan notables trayectorias.

No hay que dejarse engañar por esa expresión afable que luce en esta fotografía. Es un estado temporal –y raro– que debemos atribuir a la dulce compañía. Pero, por general, don José era un cascarrabias. Por un excelente perfil escrito por la periodista Maruja Dagnino nos enteramos de que: “El carácter irascible lo heredó de su padre, ‘el pelón Gil’, de quien se dice era un poderoso y déspota terrateniente tocuyano, acólito del general Páez, antes y durante su dictadura”.

Estudioso y con arrojo físico

Había nacido en Barquisimeto el 25 de noviembre de 1861, en el hogar de José Espíritu Santo Gil García y Adelaida Fortoul. Su padre, un hombre de refinada educación, se preocupó mucho por la educación del hijo. Y fue por eso que a muy temprana edad lo llevaron El Tocuyo, para que estudiara en El Colegio La Concordia, donde profesaba el gran maestro Egidio Montesinos. Allí transcurrió la infancia y adolescencia de José, con tal provecho en las aulas que llegó a ser conocido como “el niño sabio”.

Ya graduado de bachiller y habiendo publicado en 1879, Infancia de mi Musa, que, según el académico Juan Penzini Hernández, “es un primer libro, lleno de un erotismo sentimental”, decidió trasladarse a Caracas para seguir estudios de Derecho en la Universidad Central de Venezuela.

Cuenta Diego Arroyo Gil que en la familia suele recordarse que, cuando Gil Fortoul decidió irse para la Universidad, le pidió a su padre, “muy célebre por esos lares por su rudo carácter, que le diera una carta de recomendación. El viejo le dijo que cómo no, que por supuesto. A los días, El Pelón le indicó al hijo que fuera al cuarto, que le había dejado la carta sobre la cama. Cuando el muchacho llegó a la habitación, encontró sobre la cama un montón de morocotas. Esa era, en criterio del Pelón Gil, la mejor credencial”.

Egresó de la UCV 1885, con una tesis titulada El consumo se limita con la producción. Mientras estaba en la Facultad de Derecho asistía a las clases de Historia Natural de Adolfo Ernst, al tiempo que escribía columnas para el diario La Opinión, donde se trabó en polémicas ideológicas con compañeros de generación, pero también con sacerdotes. El joven José Gil Fortoul era positivista. Creía en la ciencia y en lo que se pudiera comprobar con métodos confiables. Su única religión era la objetividad científica.

En 1886 fue nombrado cónsul de Venezuela en Burdeos (Francia) y luego pasó a otros destinos en aquel continente. Estuvo diez años en Europa, entre Inglaterra, Francia, Suiza y Alemania. En esta primera etapa publicó Recuerdos de París (Crónicas, 1887), las novelas Julián (1888), ¿Idilio? (1892) y Pasiones (1892); reunió sus crónicas literarias en El humo de mi pipa (1891), y escribió los tratados Filosofía constitucional (1890), donde hace una reflexión evolucionista de las formas de gobierno y los poderes, y Filosofía penal (1891), donde aborda los asuntos penalistas desde los postulados de la escuela criminológica italiana de Lombroso y Ferri. También se lanzó con el manual La Esgrima Moderna, que publicó en 1892, en Liverpool, Inglaterra, y que el historiador Tomás Polanco Alcántara consideraba una extravagancia, habida cuenta de que su autor provenía de un país “donde se peleaba a machete”. Hay que aclarar en este punto que el propio Gil Fortoul se batió en duelo, en París, con un guatemalteco por un enredo de diplomáticos, del que salió bien librado.

Superdotado

Ya sabemos, pues, que hizo una carrera deslumbrante, pero cómo era este hombre que, si nos atenemos a la actitud de su perro, era un héroe nobilísimo.

Volvamos al texto de Maruja Dagnino: “Ostentaba un temperamento volátil. Bebía, sí, pero jamás se le vio borracho. Era introvertido, aunque mujeriego. Tal vez la clave de su éxito con las mujeres fue haber tenido un miembro muy bien dotado, y una indiferenciada sensibilidad para la belleza de las mujeres y de las rosas. Es posible que el escritor, como tantos otros, sufriera de doble personalidad: aseguraba recrearse en ‘cosas risueñas’, ‘paisajes atractivos’, apartándose ‘en lo posible de tristezas y miserias’ y cortando alguna flor fresca al lado del camino para prenderla, ‘cuando puedo’, en el “corpiño transparente de una mujer hermosa…’. Pero era tan egoísta que se encerraba durante horas en el único baño de la casa, y tan radical que no comía en Venezuela ningún alimento que no fuese producido en el país (a menos que le aseguraran que los petits-pois eran cultivados en el jardín y entonces fingía creerlo), y tan incontenible su mal carácter que cada vez que se enojaba con el chofer lo hacía poner preso aunque lo rescataba al día siguiente. Nadie supo cuánto había de ira y cuánto de diversión perversa en ese gesto.

Se casó en Europa con una francesa de nombre María Luisa Macadet que, con toda razón, vivió siempre atormentada por los celos. Su venida a Venezuela, los avatares del trópico y la melancolía, la condujeron más temprano que tarde a la enfermedad. En su “lecho de muerte” hizo jurar a Gil Fortoul que nunca más se casaría, juramento que él cumplió hasta el fin de sus días, mas no por eso renunció a los placeres de una buena compañía femenina. Tal vez había aprendido que la soltería le brindaba mayores ventajas que el matrimonio”.

Reenganchado por segunda vez

En 1897 regresó a Venezuela y emprende la segunda etapa de su trayectoria, ya a finales del siglo XIX, marcada por la elaboración de su principal obra, la Historia Constitucional de Venezuela, que en 1898 le encarga el presidente Andrade, “seguro como estaba”, señala Sanoja Hernández, “de que era el más apropiado para escribirla, en razón de sus antecedentes positivistas, sus modernos conceptos historiográficos y sus conocimientos puestos al día en los centros europeos. Castro, que derrocó a Andrade un poco más tarde, reenganchó a José Gil Fortoul en el servicio consular y diplomático”.

La completaría durante el desempeño de nuevas misiones diplomáticas. Fue  publicada en Berlín, en 1907 y 1909. En este trabajo establece los períodos Oligarquía Conservadora (1830-1848) y la Oligarquía Liberal (1848-1863), que han estado vigentes prácticamente hasta hoy.

En 1900 retomó la vida diplomática. Ocho años más tarde estaría de vuelta, no por su voluntad. Esta segunda estadía en el extranjero había empezado como cónsul en Trinidad  y de allí se fue como representante de Venezuela en la Segunda Conferencia Internacional Panamericana de México (1901) y después a Europa, para ponerse al frente de cargos consulares en Liverpool y París (1902-1905). En 1907, cuando participó en la Segunda Conferencia de la Paz en La Haya, recibió un telegrama inquietante. Su jefe, el presidente Cipriano Castro le ordenaba retirarse de aquel evento. A él y a toda la delegación venezolana. Al Cabito le había molestado la proposición de la delegación norteamericana (relativa al cobro de deudas y reclamaciones por parte de ciudadanos de un Estado con otro Estado). Gil Fortoul intentó persuadir a Castro de que abandonar la conferencia sería un error, lo que fue interpretado por la prensa caraqueña como un desacato a la voluntad del mandamás. Fue así como, de regreso a finales de 1908, lo destituyeron.

Cayó en desgracia, pero miren bien: faltaba poco para que llegara 1909 y con este Juan Vicente Gómez, quien le devolvió el cargo de ministro plenipotenciario en Berlín. Sortario el guaro. Pero no hay que ser tan malicioso. En 1909 publicó el segundo tomo de su Historia Constitucional y en 1910 regresó a Venezuela.

Ya en Caracas, se incorporó al Congreso Nacional como senador (1910-1911 y 1914-1916).

“Gil Fortoul, aclimatado”, escribió Jesús Sanoja Hernandez, “cantaba loas a Gómez en los periódicos, justificaba al caudillo, proponía la tregua de los partidos y, si acaso, en sus intervenciones parlamentarias, introducía innovaciones no aceptadas en torno a los derechos de la mujer, la educación y los contratos laborales”.

Efectivamente, como legislador Gil Fortoul, partidario del divorcio, destacó por sus iniciativas de cara a la reforma de la legislación civil sobre los derechos de la mujer y el niño, la modificación del régimen matrimonial, la adopción con normas para la emisión de cédulas hipotecarias y para la regulación de los contratos de trabajo.

En 1913 cogió el coroto. O más bien, le cayó en las manos. La Constitución establecía que, al separarse de su cargo el presidente de la República, Juan Vicente Gómez, (quien estaba al frente del Ejército por una supuesta invasión de fuerzas castristas), le correspondía al presidente del Consejo de Gobierno desempeñar la Presidencia. Y en ese puesto estaba Gil Fortoul.

Sin volver a ver un crepúsculo

En 1916 tendría que hacer maletas nuevamente. Iba a representar el país como plenipotenciario ante el Consejo Federal Suizo, en la tramitación del laudo que debía resolver el problema limítrofe entre Venezuela y Colombia (1916-1924). En esas lides, el mejor amigo del perro propuso un arreglo de la frontera en la Guajira que diera a Venezuela el control total del golfo de Venezuela, a cambio de permitirle al vecino la libre navegación por los ríos venezolanos. Esta  proposición no fue aceptada por la Cancillería venezolana.

En 1931 fue nombrado director de El Nuevo Diario, de manera que esta fotografía puede haber sido tomada por un fotógrafo de ese periódico. Es posible que antes de irse a la redacción pasara un rato con esta noble criatura.

En 1933 fue enviado a México como ministro plenipotenciario para la reanudación de las relaciones diplomáticas (interrumpidas desde 1923).

En diciembre de 1935, cuando muere Gómez, las casas de sus acólitos fueron brutalmente desvalijadas. Pero eso no ocurrió con Chicudamai. Grupos de estudiantes se turnaron durante días para custodiarla y evitar que esta dulce atmósfera fuera alterada por la canalla.

El 15 de junio de 1943 se detuvo para siempre el deambular de Gil Fortoul en su casa de Caracas, cuando preparaba el tercer tomo de su Historia Constitucional de Venezuela. Había sido objeto de todos los honores y condecoraciones que el país ofrecía en su tiempo. Murió sin haber regresado nunca a Barquisimeto, donde había tenido un fin trágico su único hermano varón, Juan Antonio, quien sucumbió a una venganza.

Tenía una casa bonita, done podían andar los perros a sus anchas, pero muy poco más. Al final de su vida carecía de fortuna y, para colmo, había renunciado a la herencia de su padre. Dejó, eso sí, sus libros y un epistolario que incluye páginas con las firmas de Rubén Darío y Miguel de Unamuno.

Quedan también unas cuantas fotografías. En casi todas aparece con pipa y monóculo. Pero solo en esta se le ve escoltado por el más fiel de los capitanes.

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