Qué foto tan rara. En un restorán (la única silla que se nos muestra parece de mesa pública) han arrimado al mesón otra más pequeña para que sirva de tribuna al candidato de Acción Democrática a las elecciones de 1968, hace ahora exactamente medio siglo.
La actitud del aspirante no es lo más extraño, aunque no haya sido común en su conducta la marcada teatralidad exhibida en esta escena. Lo verdaderamente curioso, incluso inquietante, es la diversidad de reacciones de la audiencia, compuesta en su casi totalidad por mujeres. Mujeres muy compuestas. Vestidas para una ocasión muy especial y chic. Pero, aunque lo rodean, ninguna de ellas parece estar ahí por él ni reaccionar a lo que dice. De hecho, solo una (la del cuello de piqué, en la esquina inferior izquierda) lo está mirando, por cierto, con expresión en la que baila una pizca de incredulidad.
La columna que componen la dama refinada del petit noir y el collar de perlas y el hombre mal encarado que se apoya en la esquina de la improvisada tarima, sorprende por su inconexión: ella sonríe soñadora, sus manos juntas en una palmada que se resiste a la extinción, mientras que el tipo, ¿acaso guardaespaldas?, parece rumiar una venganza. Nada tienen en común, como tampoco lo tienen la muchacha de las grandes orejas adornadas con zarcillos igualmente desmesurados, abrigo blanco y labios apretados, con la morena que está justo detrás y que parece haber detectado fuera de cuadro una bandeja de tequeños. Todos tienen apetitos, algún deseo, pero nadie parece coincidir. Qué compacta a la joven del abrigo de brocado con solapa cruzada, la del corte de pelo a lo Lisa Minelli (también su perfil la evoca) y los zarcillos descomunales, con la mujer de los collares dorados pillada en un pestañeo o la del cabello negro muy liso casi líquido, que sonríe a alguien que no vemos… y qué las vincula a ellas con el hombre de la camisa blanca, reacio al shampoo, que forma una simetría de arrodillados con el otro, el de malas pulgas.
Pero no tendríamos esta sensación de elenco mal avenido si no fuera por la espléndida mujer sentada muy cerca de los pies de Gonzalo Barrios. ¿Es un traje de noche lo que lleva? ¿O es una suerte de caracterización de Cleopatra, de Nefertiti? No tiene cara de seguir el hilo a la disertación del “hombre inteligente como el que más; hombre culto, de una cultura trascendida y no bachotage, caletre de ayer noche para asombrar a la galería; que en el teatro de la política sabe tomar con talento y oficio una brechtiana distancia con su propio personaje (dicho en otros términos, que tiene sentido del humor); y que al lenguaje político, por lo general árido y fatigoso, sabe ennoblecer porque todas las anteriores condiciones le permiten que sus frases ‘broten de manantial sereno’, bien dichas y lustrosas, maldita sea la cochina envidia. Así, ¿qué duda cabe?, Gonzalo Barrios es un intelectual a tiempo completo”. Así lo vio Manuel Caballero en la semblanza que escribió en 1982, cuando el de Acarigua cumplió 80 años.
Pese a los muchos y notables atributos que Caballero le reconoce al abanderado adeco de 1968, la misteriosa dama que literalmente tiene a sus pies no parece estarlo en sentido figurado. Con perdón, no le está parando. Está adelantando las delicias del abrazo que anhela al final de esa noche. Los grandes ojos proclaman una sensualidad que las cejas y los labios subrayan con malicia. Las uñas nacaradas, los adornos del traje encompinchados con los inmensos aretes, el húmedo bozo, la nuca afeitada… Qué va, esa no está siguiendo el discurso, que, según vemos en la cara y la sonrisa de Barrios, está lleno de alusiones ingeniosas y volutas del raciocinio.
Entonces, a quién le habla el hombre de partido que hasta hace apenas un par de años era ministro de Relaciones Interiores. En esto radica la singularidad de la imagen. Rodeado de lujosa concurrencia, Gonzalo Barrios luce solo y hasta aislado. Es como un Gran Gatsby, anfitrión ensimismado de una fiesta en la que todos están en otra cosa. Otra cosa que lo excluye.
A la luz de lo que terminó pasando, se concluye que, encaramado en la resbalosa superficie de fórmica, nadie da medio por su triunfo. El 1 de diciembre de 1968 tendrían lugar las elecciones. Las terceras de la etapa democrática, que Gonzalo Barrios perdió frente Rafael Caldera por 32 mil votos, terminados de escrutar después de una semana de expectativa que mantuvo al país en vilo. “La oposición puede ganar por un voto, el gobierno no”, dijo al reconocer la victoria del candidato opositor. En 1973, cuando hubiera podido aspirar nuevamente a la jefatura del Estado, declinó.
En fin, las masas perciben la nobleza y bostezan con la boca cerrada.
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