1838 es el año en que se fecha la primera imagen producida por un daguerrotipo: Boulevard du Temple, escena urbana que se convertiría en el arquetipo por excelencia del paisaje parisino, compuesta por edificios, tejados y chimeneas. La captura de Daguerre, producto del naciente método práctico de retrato, suele considerarse como el inicio de una tradición de registro y documento (esas primeras funciones de la fotografía previa al siglo XX), que sin proponérselo marcaría también el origen de una categoría profundamente difundida a lo largo de su futura historia, la fotografía de arquitectura.
Para el mundo occidental, el siglo veinte implicó una profunda transformación política y abruptos cambios sociales; para los impulsores del Movimiento Moderno, sería un momento ideal: En su célebre publicación, Hacia una arquitectura (1923), Le Corbusier postularía que “las viejas bases constructivas están muertas”, dando por sentado que la vida moderna exige y espera un nuevo plan para la casa y la ciudad. Así, desde los años posteriores a la creación de Louis Daguerre hasta la actualidad, imagen y ciudad se han acompañado para relatar luces y sombras de la evolución del urbanismo, la constructiva avanzada, las nuevas representaciones de espacios y volúmenes antes imposibles, entre otros temas coincidentes con la premisa de Susan Sontag sobre la fotografía y “la manera ineludiblemente «moderna» de mirar: (aquella)predispuesta en favor de los proyectos de descubrimiento e innovación” (2007). Sin embargo, ¿qué queda atrás de la modernidad y sus diversas expresiones cosmopolitas y de vanguardia? ¿Quién se encarga de registrar y retratar la historia de aquello dejado en el pasado? ¿Puede la mirada «moderna» ver algo que no sea necesariamente el progreso?
En medio del pujante desarrollo de las ciudades, una noción como lo tradicional, asociada comúnmente a lo originario y lo vernáculo, es confinada a un margen, a permanecer en el interés de algunos pocos quienes encuentran (pero sobre todo quienes buscan) en nuestras urbes y territorios el valor de aquello que aún queda, bien sea en pie o en caída. Y es que, aunque para muchos la belleza de la ruina es siempre adventicia, inesperada e incluso inadvertida, en Latinoamérica un nombre resalta dentro del panorama de investigadores que miran con interés ese impreciso y enigmático concepto de lo propio: el del arquitecto e historiador Graziano Gasparini (1924–2019), quien nacido en Italia, se desarrolla notablemente en Venezuela como proyectista, restaurador, profesor, crítico y fotógrafo, hasta convertirse en un pilar fundamental de la historiografía de la arquitectura nacional.
Tras los convulsos sucesos del Golpe de Estado del 48, 1949 sería el año en que Graziano Gasparini fija su estadía definitiva en Venezuela, territorio que transitaría como el nómada que a través del andar construyó el paisaje natural que lo rodea. En este trayecto, el arquitecto italiano se dedica a recorrer remotos lugares del paisaje venezolano con el fin de retratar arquitecturas heredadas de complejos procesos históricos, perdidas por los siglos y ajenas a lo profesado por la modernidad occidental. Pero, ¿qué hay en aquella arquitectura que apunta en dirección contraria a las construcciones de mediados de siglo XX? ¿Por qué en el momento de ir “Hacia una arquitectura”, Graziano Gasparini apunta su lente hacia aquella otra?
Registrar estas formas locales de construir, complejas en su sencillez y solemnes en su austeridad, implica una acción difícil y paciente: una observación que va más allá de un pasivo ver a un ver activo, que en palabras de Ortega y Gasset “interpreta viendo y ve interpretando, un ver que es mirar” (1914). Es así como los templos coloniales, el barroco hispanoamericano, la vivienda popular y la arquitectura indígena, se vuelven algunas de las formas visitadas por la mirada activa de Graziano Gasparini, quien a través de detalladas descripciones y fotografías muestra y reaviva una de las sentencias heredadas de John Ruskin; aquella que afirma que “la memoria habita en los materiales” (1849). Materiales que como la tapia, el bahareque y la caña amarga, nos hablan de la historia de una identidad no india, no europea, sino una especie intermedia entre los aborígenes y los españoles: lo venezolano.
Nuestra arquitectura tradicional, como nuestra identidad misma, es producto entonces de la oscilación entre ambos polos, no tan lejanos entre sí, pero marcadamente diferentes. Por su parte, el desplazamiento entre los mismos crea una trama de profundas complejidades que enriquecen –o dificultan– su estudio, pues, ¿cómo se establece un discurso histórico, sin polarizarse entre ‘lo europeo’ o ‘lo local’? Como ninguna historia es aislada de otra, llegará a afirmar Braudel que la misma es la suma de todas las historias posibles. Y en nuestro caso, será una historia en la que “cada pilar de la casa, cada alero, cada muro, cada árbol frutal, marcaron el paso tan lento, a veces tan olvidado, de las generaciones” (Picón Salas, 1987).
En medio de este proceso de adición que tiene como resultado la historia de la arquitectura tradicional venezolana, la presencia de Graziano Gasparini se vuelve ubicua al lograr traducir, rescatar y plasmar siglos de tradición constructiva oral. Sin negar la herencia occidental ni mucho menos concebirla como civilización aislada, Gasparini retrata, compila y estudia aquella arquitectura que se hace a partir del mirar tanto el paisaje inmediato como otras construcciones, que se levanta por la invención de un método o la sabiduría transmitida a otros por medio del ejemplo, que evidencia la sinergia entre las técnicas extranjeras y los materiales autóctonos, del sincretismo de las formas y las creencias, de texturas y colores de esos materiales en los que la memoria habita. Una arquitectura que habla de la “adecuación de la vida al tiempo cósmico, al almanaque escrito y a aquel otro almanaque mitológico que ve en la marcha de las nubes, en las caras de la luna y la piel de la tierra el tiempo de arar, de aporcar, de sembrar” (Picón Salas, 1987) y que, si bien conocemos a través de los ejemplos sobrevivientes, pronto, ni siquiera se podrán documentar fotográficamente debido a la rápida suplantación de nuevos procedimientos y materiales.
Finalmente, nuestros ojos están hechos para ver las formas bajo la luz, y es en esta afirmación de Le Corbusier que la mirada moderna se encuentra y convierte en una con aquella, la tradicional, pues, una imagen que llega a existir con la sola mediación de la luz, puede ser tanto una fotografía como una arquitectura. Así, las fotografías, libros y estudios de Graziano Gasparini se hacen de algo más que mostrar un hecho construido, para convertirse en las posibilidades de la historia misma: preservar el pasado o vaticinar el porvenir. Gracias a ellas, y al legado de grandes investigadores de su talla, logramos dar continuidad histórica mediante la herencia de aquellos que lograron mirar la belleza de la ruina; y es ante este estado ligado al tiempo, cuando Ortega y Gasset se pregunta: ¿qué color vemos cuando vemos un color desteñido? Para responderse que, “sin necesidad del discurso, en una visión única y momentánea descubrimos el color y su historia, su hora de esplendor y su presente decadencia” (1914).
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Referencias:
BURELLI, G. Graziano Gasparini [1924-2019]: el historiador de la arquitectura colonial venezolana, en: prodavinci.com (https://prodavinci.com/graziano-gasparini-1924-2019-el-historiador-de-la-arquitectura-colonial-venezolana-1/) (en línea), (consultado: 09/03/2020).
LE CORBUSIER. Hacia una arquitectura. 1927
ORTEGA Y GASSET, J. Meditaciones del Quijote. 1914
PICÓN SALAS, M. Regreso de Tres Mundos – 1959 (1987). Moteávila Editores, Caracas.
POLITO, L. Lista de libros de Graziano Gasparini, en: luispolitoartquitecto.blogspot.com (http://luispolitoarquitecto.blogspot.com/2017/04/lista-de-libros-de-graziano-gasparini.html) (en línea), (consultado: 22/11/2019).
RUSKIN, J. Las siete lámparas de la arquitectura (1849).
SONTAG, S. Al mismo tiempo: Ensayos y conferencias (2007). Mondadori Edit, Madrid.
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