Espera un momento…–me dice Bernardo Neher cuando le pido que me explique cómo podía estar el monumento a Cristóbal Colón en una empalizada tan amplia, que pudieran pasearse por ella varios hombres y aún quedar espacio para muchos más. Mi planteamiento partía de una confusión. Yo pensaba que la estatua del Navegante que aparece en esta fotografía era la que había sido vandalizada el 12 de octubre de 2004, la del Paseo Colón.
Déjame echarle otro vistazo a la foto –me pide mi amigo, pensativo. He acudido a Bernardo Neher por su condición de caraqueño absoluto. Si Hitler reviviera entre nosotros para mandar a los campos de exterminio a los falsos caraqueños, entre el puñadito sobreviviente estaría Bernardo (refiriéndose a alguien como “mi tercio”).
Esta foto, le explico, fue tomada por un corresponsal de la agencia United Press International, el 10 de octubre de 1954. De hecho, en el envés tiene una leyenda que reza: “La estatua de Cristóbal Colón observa la marcha del progreso en las nuevas torres de acero de 28 pisos que se levantan como parte de un proyecto de $300.000.000 entre edificios y vías terrestres en Caracas. La próspera ciudad industrial, rica en petróleo, se parece poco a la naturaleza virgen que Colón visitó en su tercer viaje al nuevo mundo en 1948”. Pero no establece desde dónde fue captada la gráfica. Es decir, ¿dónde estaba el monumento?
No puede ser la estatua del Paseo Colón –conjetura Bernardo- porque desde allí no se verían tan próximas las torres del Centro Simón Bolívar. Pero hay otro detalle… el brazo de Colón. Cuando yo estudiaba segundo año de bachillerato, en el colegio San Ignacio, solía llevar hasta su casa a Chimpolo Ambart, un compañero que vivía en el oeste de Caracas. Y en alguna ocasión, Chimpolo me señaló el brazo de Colón, extendido hacia un lado, y me dijo que con ese gesto Colón estaba diciendo: “Hasta aquí llegó la mierda”. Se refería a la mierda que vivía en el este de Caracas. No. Definitivamente, este no es el Colón de Plaza Venezuela.
En Caracas había al menos dos estatuas del gran almirante de la mar océana. Una era el Monumento a Colón en el Golfo Triste, que se levantaba en el entonces llamado Paseo Colón, en las inmediaciones de Plaza Venezuela, obra del escultor venezolano Rafael de la Cova, que el 12 de octubre de 2004 fue derribada, destrozada y pintada de rojo, como si hubieran querido verla humillada y sangrante. Dos años antes, el 12 de octubre de 2002, Chávez había decretado que el Día de la Raza de toda la vida ahora se llamaba Día de la Resistencia Indígena. En la víspera de esta fecha en 2014, el portal chavista Aporrea propuso la realización de una “fiesta de la resistencia” en Plaza Venezuela y arengó: “Trae tus 500 años de arrechera”.
Una vez destrozada, la centenaria estatua, que formaba parte del patrimonio artístico de la nación, fue llevada a rastras hasta el Teresa Carreño, donde Chávez era anfitrión de una de las fastuosas cumbres a las que era tan aficionado, y fue colgada por los pies. Los miembros del Tribunal Popular de la Pachamama se entregaron, entonces, a una “danza indígena”, que según dicen los testigos estaba basada más en versiones de Hollywood que en algún baile aborigen auténtico. Hay que recordar, como puntualizara el crítico Roldán Esteva Grillet que los vándalos eran indigenistas pero en modo alguno indígenas. Los restos de la pieza todavía están desaparecidos y los expertos temen que hayan ido a parar a las manos de los recicladores de metal para ser fundidos.
Cinco años más tarde, Chávez persistió en su manipulación de la historia. «Cristóbal Colón”, bramó, “fue el jefe de una invasión que produjo no una matanza, sino un genocidio». Le había llegado la hora a la otra estatua caraqueña del genovés. Precisamente esta de la foto, una efigie de bronce del escultor Arturo Rus Aguilera, que se alzaba en el paseo de El Calvario. El 27 de marzo de 2009, Chávez secundó, en cadena nacional, la idea del entonces alcalde Jorge Rodríguez, de arrancar del Parque El Calvario la estatua que desde su pedestal estiraba el brazo, esta vez hacia delante, quizá para señalar con dolorida sorna un esfuerzo de construcción que en medio siglo sería revertido con tal furia que se llevaría por delante incluso al que un día desembarcara, encandilado y perdido, en Guanahaní.
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