Pues sí, soy Ida y soy ida. Vivo ida. Podría decirse que cuando me dieron nombre me asignaron un destino. Una palabra -escuchada, pensada, ensoñada- puede sacarme de la realidad y enviarme a un mundo paralelo del que luego me cuesta salir. Desde luego, la lectura me vuelve le-ída: no es que aprendo o me hago más culta; podría decirse, incluso que es lo contrario, cuanto más leo, más me alejo de algún objetivo.
No ha faltado quien diga que luzco siempre aturrullada “aparentemente por la falta de sueño” observó cierta periodista, quien aseguró que mi “manía de permanecer velante toda la noche y dormir cuando llega la madrugada”, me ha “rodeado de un halo de extravagancia” que, según ella, no deja de divertirme y que cultivo con cierto regusto. No es así, no del todo, aún cuando dormía de noche y despertaba al día remecida por mi madre o por tías que me extendían una fragante taza de café con leche, me costaba despejarme: siempre me ha costado distinguir el sueño de la vigila.
Nací en Puerto Cabello en 1924 y en 1928 ya había sentido las urgencias con que el verso espolea a sus elegidos. Mi madre y mi padre eran primos hermanos. Ella era Cortina Gramcko y él era Gramcko Brandt. En ese hogar nacimos mi hermana Elsa y yo. Mis bsabuelos alemanes eran protestantes. Tanto mis padres como nosotras fuimos bautizadas en la iglesia católica, pero yo no soy practicante, estoy profundamente convencida de que todos los afectos y creencias cuando se vuelven institución, pierden su esencia.
A los quince años nos vinimos para Caracas. Era la primera vez que salía de Puerto Cabello. Jamás había viajado fuera del país porque éramos gente muy modesta.
En esos primeros años tuve una vida completamente provinciana, incluso sin escuela. Yo aprendí a leer en los letreros de las calles. Me pusieron un año en el colegio y me retiraron. Y luego, cuando ya era adolescente, abrieron un instituto de comercio al que entramos una serie de muchachas que no teníamos sexto grado, pero nos aceptaron, y allí aprendí mecanografía. Cuando iba a pasar a segundo año, cerraron la escuela.
No sé muy bien por qué me retiraron de la educación formal al año de haberla iniciado. Parece que fue una cuestión de salud relacionada con la obligación de levantarme muy temprano para ir a clases. Mis padres, en vez de dejarme, de esperar a que me acostumbrara, me retiraron. Cuando yo entré a ese colegio, que era de monjas, ya sabía leer y escribir; había aprendido, digamos, sola. Mi educación posterior fue completamente irregular, puede decirse que no tuve ninguna educación. Mi madre era, para la época, una mujer bastante culta. Quizá en contraste con los niveles actuales no era nada, pero en aquel momento se podía considerar informada a una persona que, como ella, leía a Rubén Darío, a Juana de lbarbourou, a Gabriela Mistral, a Eça de Queiroz. Ella me leía poemas desde que yo era muy pequeña y eso, de alguna manera, constituyó una orientación. Luego, cuando nos trasladamos a Caracas, a nadie se le ocurrió inscribirme en una institución educativa. Yo vine a estudiar sexto grado a los 38 años, mediante el régimen de libre escolaridad, después de haber escrito varios libros. Asistí como oyente a varias clases de literatura y filosofía. Pero clases, de manera regular, solo tomé tras aprobar el sexto grado por libre escolaridad e ingresar a la universidad, donde me gradué en Filosofía.
Puedo afirmar, pues, que me formé por mí misma. Soy lo que llaman una autodidacta: leía mucho y de manera disciplinada. Me levantaba, cosa distinta a la de ahora, como a la seis de la mañana. Una parte de la mañana la dedicaba a leer lo que llaman clásicos: Góngora, Jorge Manrique, Quevedo, Cervantes, Garcilaso de la Vega… De diez a doce, leía novela contemporánea… Aldous Huxley, Stendhal, Thomas Mann… Posteriormente, cuando conocí a mi marido [José Benavides], quien sería el fundador del diario El Nacional, el que lo hizo, pues, él me dijo que la mejor escuela para dominar la prosa era el periodismo. Y así me inicié como reportera en El Nacional, lo cual no significaba que mi trabajo se restringía únicamente a eventos de carácter cultural; si se presentaba algún hecho importante y no había en el momento quien fuera, como dicen ahora “a cubrirlo”, iba yo. Yo hacía ocho reportajes mensuales, además de algunas entrevistas y crónicas de sucesos. Efectivamente, el periodismo fue una excelente escuela para mi prosa. Claro que estoy hablando de un periodismo que no se aprendía en las aulas universitarias, sino en la calle, con los hechos.
Conocí a Benavides de una manera muy graciosa. De jovencita trabajé en una opereta. No cantaba, sino que hacía el papel de una paloma. Y él, que trabajaba en un periódico, había ido a hacer una nota sobre el espectáculo. Me vio de lejos y le comentó a un amigo: «Con esa muchacha que está ahí, me caso yo». Yo tendría dieciséis años… bueno, finalizada la opereta, él entrevistó a varias personas, entre quienes me contaba, y le pareció que yo no era muy torpe, ni demasiado fea. Allí empezó todo. Él se convirtió en mi principal guía intelectual, a él le debo, entre muchos otros, el aprendizaje de la prosa; además de ser el novio de toda mi vida.
Nos casamos en 1945. Fue una unión de cuarenta años, perfectamente plena. Mis actuales hábitos de sueño, extravagantes para algunos, se formaron como consecuencia del horario de trabajo de él. Cuando él estaba fundando El Nacional, regresaba de madrugada a casa. Me acostumbré a esperarlo, a escribir o a leer mientras lo esperaba. Y ese ritmo intensificó porque la noche rinde mucho… de las diez de la noche hasta las cinco de la mañana es mucho lo que se puede escribir, pensar, idear. Él era un hombre de una gran sensibilidad critica; incluso, hasta sus últimos días, no salía de mi casa un artículo mío sin que él lo revisara. Tras su muerte lo extrañé mucho, como interlocutor intelectual y como pareja.
En 1948 viajé a Moscú como Encargada de Negocios con rango de Embajadora. Ese año, varios poetas fuimos en cargos diplomáticos a Europa. Andrés Eloy Blanco era el ministro de Relaciones Exteriores, y yo fui muy amiga suya porque él fue, digamos, el que me descubrió. Andrés Eloy fue una vez a Puerto Cabello, teniendo yo alrededor de doce años, lo llevó a casa mi tío Alfredo Cortina, leyó unos poemas unos poemas míos (yo tenía un álbum, costumbre común entre las muchachas de la época) y, tras leer mis poemas, Andrés Eloy me escribió uno en mi álbum, que decía: “¡Ah dolor! A que dolor ya es tuya/ Pero no, qué alegría/ Es una niña y ya es poeta/ A través de su palabra / Viene a llenar la tierra amanecida/ Asómate y veras qué verdes mundos/ Al otro lado de la herida…”.
En esa época era muy dificil ir a la Unión Soviética. Era un poco así como ir a la luna. Pero yo no vacilé y me fui. Solo estuve nueve meses porque el gobierno de Rómulo Gallegos fue derrocado y yo no estaba dispuesta a colaborar con la dictadura. Aunque tenía veinticuatro años, ya tenía muy claras las nociones de libertad y dignidad humana. Yo me había ido con mi marido, por supuesto. Él era corresponsal de El Nacional en Moscú y hacía una sección titulada “La semana en Moscú”.
Yo representé al gobierno venezolano ante el gobierno de Stalin. El primero de mayo de 1948 lo pasé con los diplomáticos de todo el mundo en la Plaza Roja viendo el desfile con Stalin y se nos hizo patente que él había levantado una potencia con base en una falta total de libertad. Creo, por tanto, que era necesaria una apertura, sin dejar de reconocer en ningún momento el enorme impacto social de esa Revolución: en los tiempos de los zares, a los a los campesinos rusos se les gangrenaban las piernas por el frío, no podían ni comprarse un par de botas. Y dentro de las restricciones del gobierno que yo conocí, los campesinos tenían sus botas, sus casas, sus servicios públicos, sus colegios gratuitos.
Estoy perfectamente de acuerdo en que era necesario introducir cambios. A la gente no le basta comer, tener electricidad e ir a la escuela o a los hospitales; la gente necesita pensar y crear. Pero, en fin, no me extrañaría que cualquier día apareciera un titular: Yeltsin se coronó zar. Considero que Gorbachov es una figura muy importante, pero tengo la impresión de que las ambiciones de poder de otros pueden obstaculizarle seriamente el camino, y ya hay gente soñando con San Petersburgo y con los zares… lo cual sería como resucitar momias.
Cuando yo me inicié en la escritura, aquél era un medio mucho más provinciano y difícil. Yo era una niña que escribía poesía, pero nunca fui una muchachita que hacía versos. No es lo mismo. Las muchachitas que escriben versos las sigue habiendo, acuérdate de lo que decía Antonio Machado: “no es lo mismo el poeta que el señorito que hace versos”. Yo traté desde el comienzo de no ser una señorita que hacía versos, sino un poeta, lo cual en Venezuela exigía de un enorme rigor. Fíjate que todavía hay médicos y abogados, muy competentes en sus oficios, que se creen preparados también para la poesía. Entonces uno ve en los periódicos: Fulana de tal, economista, narradora y poetisa… O gente que al final de su vida se le ocurre escribir un libro de poemas; entonces, van, lo hacen, y aquello es un horror porque no tienen noción de lo que ha pasado en la poesía desde que ellos eran muchachos; creen que están todavía en el Parnaso. ¡Ser narrador y ser poeta cuesta la vida! Y la vida es poco para eso. Pero aquí todavía tienen esa facilidad de creer que porque alguien publique un libro, aunque sea de zoquetadas, ya es poeta. Aquí cualquiera es Leonardo Da Vinci, que lo abarca todo. Eso no puede ser. El país tiene que cambiar en ese aspecto y afortunadamente ya está cambiando, desde una visión más profunda y rigurosa de todo lo que compete a la creación, aunque hay gente que todavía piensa que la literatura consiste en sentarse y volcar las emociones.
A grandes rasgos, la literatura es una forma de conocimiento. Pero no un conocer de tipo racionalista como es el que nos acerca a la ciencia. Es un conocimiento más hondo, más de la intuición, de la imaginación: es un desarrollo. Unas personas son más imaginativas que otras, pero lo que cuenta es el desarrollo de esa capacidad. No hay un don, lo que hay es un desarrollo.
En mi caso, al comienzo, como toda muchacha, también hubo un poco de espontaneidad emotiva, pero siempre con algo melodioso. Desde que era una jovencita se me plantearon interrogantes de tipo filosófico: por qué se vive; por qué se muere; por qué se ama. Eso se fue enriqueciendo, ramificando, a medida que pasaron los años. No he desdeñado, porque tengo una gran vanidad, el deseo de abarcar: me ha preocupado también lo social; tengo libros donde el problema social aparece muy claro. Me ha preocupado el teatro, la narrativa, el periodismo. He tratado de moverme en diferentes zonas, aunque lo fundamental para mí es la poesía.
Entre los años 63 y 64 publiqué los “Poemas de una sicótica”. Fueron muchos años de enfermedad, o de lo que llaman enfermedad, es más bien un desajuste. Se empezó a presentar en unos días y luego se agudizó… Pudo haber antecedentes, yo era muy dependiente de ciertas personas. Cuando admiraba a alguien, me sometía totalmente y si esa persona emitía un juicio poco favorable sobre mí o sobre mi trabajo, me preocupaba demasiado. Mi enfermedad no enriquece la poesía. Al contrario, creo que la empobrece. Yo nunca he creído que una neurosis o una psicosis son vía de de enriquecimiento para el ser humano. Lejos de eso, es una vía de estrechez. Todo lo que dañe, lo que no sea entereza psíquica, a mí me me parece que menoscaba la poesía.
Suele pensarse que las dolencias mentales son muy comunes entre los creadores. La verdad es que en esos años de tratamientos y hospitalizaciones conocí mucho loco, todo tipo. Pero sí, parece que se acentúa más entre creadores.
Y yo, bueno, claro que estoy loca. Ida, ya sabes. Pero ahora soy una loca simpática. Antes era una loca insoportable. Ahora soy una loca lúcida, hasta el punto de que no me importan los términos que puedan definirme. Creo, con alguien que leí por ahí, que lo importante no es curarse, sino aprender a vivir como se vive. No me preocupan las etiquetas.
Yo vivo una gran soledad. Las dificultades que impone una ciudad como Caracas me han ido dejando muy sola. Es muy difícil encontrarse con los amigos de noche, que es cuando uno se reúne con los amigos, por la grave inseguridad que vivimos. Y yo de día no puedo, porque duermo o estoy en mi trabajo. (actualmente en el Centro de Estudios Latinoamericanos “Rómulo Gallegos”.)
¿No tengo patrimonio económico? Ninguno, absolutamente. Apenas un apartamento del Banco Obrero. Vivo, muy modestamente, de mi trabajo.
Las fotografías de mi juventud muestran una muchacha agraciada, quizá, incluso bonita. Pero mis dolencias, la hospitalización y los tratamientos con insulina, me transformaron, quizá sería más adecuado decir que me deformaron, mi cuerpo se trastocó y mis dientes quedaron arrasados. Engordé y eso se reflejó en mi manera de andar. Desde luego, me gustaría seguir siendo bella. Pero tampoco es una tragedia. Yo fui siempre más bien desaliñada, mi marido se empeñaba en que me arreglara. Pero no. Yo digo en un libro (“Tonta de capirote”, 1972) que soy la mujer peor vestida de Venezuela. No es que no me guste la ropa, los arreglos, pero ha habido, no sé, un descuido, ahora estoy gorda, estoy mayor… bueno, lo lamento, quisiera no estarlo. Afortunadamente, en los últimos tiempos he cultivado la capacidad de burlarme un poco de mí misma, y de ver las cosas con humor. Lo cual ha sido muy importante y sano para mí, porque antes solía ser trágica y solemne. Claro que también era muy tímida, creo que lo que llaman “la docencia” me ha ayudado a aligerarme mucho de la timidez.
Ahora estoy cansada. Otro día les hablo con detenimiento de mi poesía, de mi trabajo como profesora y de mi muerte, que ocurrió en Caracas, el 2 de mayo de 1994.
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