Parece, pero no es una foto de pasaporte. Un día José Luis Rodríguez, cuando ya era un cantante famoso en Venezuela y, además, el marido de Lila Morillo, la diva del momento, fue al estudio de Tito Caula para hacerse un portafolio fotográfico, tal como hacían muchas figuras del espectáculo, la política y la publicidad. Y ésta es la imagen que el fotógrafo guardó de aquella sesión. Nada de poses románticas, exhibición de sensualidad audaz y desbordada ni actitudes de showman. Nada que permitiera siquiera augurar lo que está a punto de ocurrir en la vida de este muchacho, que aquí parece captado para la foto de un carnet de la universidad.
Esta foto fue tomada alrededor de 1970. José Luis Rodríguez, quien nació en Caracas el 14 de enero de 1943, para ese momento tenía unos 27 años. Ya había sido bolerista de la Billo’s Caracas Boys en sustitución —ni más ni menos— de Felipe Pirela, quien había desertado de la orquesta para volverse solista. Este reemplazo ocurrió en 1962, cuando Rodríguez todavía no había cumplido los 20 años. Estuvo en Billo’s sólo cuatro años porque, según cuenta la leyenda, el propio Frómeta lo animó a seguir su camino de cantante en solitario cuya cima a todas luces alcanzaría. Ya antes de integrarse a la Billo’s había formado parte de Los Zeppis, un conjunto compuesto por Estelita del Llano y tres zagaletones que interpretaban en español las canciones de The Platters. Había pasado también por el programa de televisión de Chelique Sarabia, que fue donde Billo lo vio para luego contratarlo rápidamente.
En 1965, cuando José Luis Rodríguez todavía cantaba “Frío en el alma” y “Vida consentida” con la voz temblorosa que tenía en los tiempos de Billo’s, conoció a Lila Morillo. “No me cansaré de decir que tropezamos en el umbral de la puerta trasera de RCTV”, ha contado ella. Un año después se casaron. Lila era una estrella, pero él también tenía sus contraticos en comedias ligeras y ya empezaba a ser ficha segura para representar a Venezuela en festivales de canción. Al abandonar la orquesta de Billo dejó también los boleros e incursionó en la balada y otros géneros pop. En esa tónica grabó, en 1968, el LP Lo Romántico de José Luis. Éste fue su segundo disco, después de José Luis… ¡Favorito!, en 1967. Luego vendrán Grito al mundo(1969), El guía (1971) y El hombre en la cima (1972) y muchos más. Pero detengámonos en estos dos últimos títulos: ambos son religiosos, con muy hermosas composiciones, por cierto, del autor zuliano Édgar Alexánder. Esos dos discos fueron grabados por José Luis Rodríguez después de este día en el cual mira con tanta concentración al lente de Tito Caula.
Podemos ubicar este instante en la época en que se ha convertido en baladista. Ahí su popularidad va en ascenso, no sólo porque es la tendencia previsible dadas sus habilidades, sino porque es el hombre de una de las divas más voluptuosas del país. La imagen de ambos está constantemente en la prensa, en portadas de revistas y en publicidades. Entonces, ¿por qué Caula no retrata a un tipo seductor, envidiado, machito, sobrado, sino a este joven concernido por angustias que asoman a una mirada febril?
Caula nos muestra a un muchacho peinado por propia mano y no por los peluqueros que más tarde constituirían enjambre de planta; uno que olvidó afeitarse y deja ver esos pelos mustios en el bigote que no están ahí como comprobante de virilidad, sino en prenda de dejadez; uno cuyas patillas nadie se cuidó de emparejar y parecen una del mariscal Sucre y otra de Pecos Kanvas; uno que no ha tenido el miramiento de arreglarse el cuello de la camisa, por lo que las puntas han quedado asimétricas.
Tito Caula ha captado el tormento de un hombre que batalla con los excesos a los cuales se ha entregado. Quizás por eso esta foto no tiene la atmósfera de una carátula de disco, sino un cierto aire de prontuario. Casi podríamos decir que le cuadra aquella leyenda que solíamos poner en el pleistoceno del periodismo: “Foto en vida del infortunado”. Quizás Caula vio que el hombre que tenía adelante estaba en el fin de un ciclo y prueba de ello son esas ojeras que documenta, tenue rastro de resaca, sombra huidiza de un paraíso artificial.
Y efectivamente, muy pronto, en 1973, José Luis Rodríguez da un volantazo. “Ya va, ya va”. Se abraza al evangelio, llega incluso a predicar en diversos lugares del país junto a Lila Morillo. En 1974 lo llaman para sumarse al elenco protagónico de la telenovela Una muchacha llamada Milagros, escrita por Delia Fiallo, dirigida por Orangel Delfín y producida por José Enrique Crousillat para Venevisión. En este seriado, Rodríguez, quien compartía cartel con Rebeca González, José Bardina, Ivonne Attas, Humberto García y Haydee Balza, interpretaba a un personaje apodado”El Puma”. Era un rol salvaje, desbordado. Y ya Rodríguez tenía otra estampa: se había dejado crecer el pelo, se soltó dos botones de la camisa y se hospedó unos días en una clínica para que le afinaran la nariz y le borraran esas marcas en la piel que Tito Caula contempla con fascinación de entomólogo.
Dos años después, en 1976, el empresario argentino Héctor Maselli se convierte en su mánager y lo pone en los escenarios del mundo. Ya en los años ochenta era famoso: las audiencias deliraban por “El Puma” de Venezuela. Pero ésa es otra historia. Ya no la del hijo del inmigrante, ese padre que era un comerciante español que murió cuando él tenía apenas 6 años. Fue una historia con otro peinado, otra forma de cantar, otro vestuario. Y otra esposa.