En marzo de 2016 fuimos a casa de José Sardá, Premio Nacional de Periodismo 1968, para grabar en video una entrevista que formaría parte de la serie “Maestros del Periodismo en Venezuela”, conjunto de documentos audiovisuales que aspira recoger la memoria del oficio a través de los testimonios de sus protagonistas.
Lo encontramos agotado y decaído. Era evidente que hacía un esfuerzo no solo para responder el extenso cuestionario, sino para mostrarse animado. Lo hizo, sin embargo, con gran coherencia y lujo de detalles.
Nueve meses después, el sábado 7 de enero de 2017, falleció en el Hospital Domingo Luciani de Caracas. Le faltaba menos de un mes para cumplir 88 años, la mitad de los cuales transcurrieron en la redacción y los laboratorios de fotografía de El Nacional.
–Mi nombre es José de la Trinidad Sardá Pino. Nací en Higuerote, estado Miranda, el 18 del febrero de 1929. Mi padre, descendiente de una familia de origen catalán con varias generaciones en Cuba, trabajaba en el Ferrocarril de Barlovento, un pequeño tren que recolectaba cacao entre las haciendas más importantes de la región y lo llevaba al puerto de Carenero, cerca de Higuerote, para embarcarlo en los buques de la empresa ‘Los Krasus’, llamada así por sus dueños, de origen alemán. Papá era un elemento de confianza, lo mudaban de estación en estación cuando alguno salía de vacaciones. Además de ese empleo, tenía un bar en el pueblo de San José de Río Chico, como se llamaba antes. Era el bar principal, frente a la plaza. Tenía gallera, billares y dominó; y sus cinco hijos ayudábamos en la tarde cuando veníamos de la escuela, vendíamos helado de sorbetera. Papá tenía entonces muy buena posición. Era dueño también de una vaquera cerca del pueblo, que se llamaba La Horqueta, donde había vacas lecheras y hacían queso. Pero hubo una inundación y le mató muchas reses. Entonces decidió atender el insistente ruego de mi madre de que nos viniéramos a Caracas, cosa a la que él había estado reticente. Renunció al ferrocarril, vendió el bar y la vaquera, y nos vinimos a Caracas. Aquí nos hospedamos con una tía que tenía una buena casa.
Inicios
“Mi padre era muy emprendedor y laborioso. También era músico, tocaba tres instrumentos de cuerda, entre ellos el bandolín, y era compositor. No tenía escuela, no conocía ni una nota, pero era un bandolinista excepcional. Incluso llegó a tener un conjunto de guitarra, bandolín y cuatro, que tocaba en vivo, a mediodía, en la Radiodifusora Venezuela. En Caracas tuvo un par de negocios, pero como era hombre de provincia no se supo manejar y quebró. Entonces decidió regresar a Barlovento, donde tenía un hermano, masón como él, que tenía un comercio muy importante. Ese hermano lo ayudó y papá enseguida se levantó con una hacienda de cacao. Papá nos ayudó siempre, pero nos dejó claro que dependía de nosotros que echáramos pa’ lante. Comenzamos a trabajar de jóvenes. Yo empecé a ganarme la vida como repartidor de bicicleta, distribuía pan, leche y periódicos. También fui caddie de tenis del club La Florida, donde está ahora la iglesia de La Chiquinquirá, hasta que un día me dieron un pelotazo en un ojo”.
“Yo había estudiado hasta tercer grado, porque más no daban, en San José de Río Chico. Tuve que seguir en Río Chico, una población más importante, que queda a dos kilómetros de San José. Nos íbamos caminando, almorzábamos en un sitio donde vendían un sancochito, y nos veníamos caminando en la tarde. Así lo hicimos hasta que nos vinimos a Caracas, cuando yo tenía como 10 años; y aquí terminé la primaria en el colegio Panamá”.
“Era menor de edad cuando me inicié en la fotografía. Dos de mis primas se casaron con grandes fotógrafos de prensa. Elena, con el Gordo Pérez y su hermana Aura, con Luis Noguera. Este último, fotógrafo famoso de la época, me llevó a trabajar con él en un estudio de fotografía que tenía en Jesuitas, y después se mudó para Cruz Verde. Luego fui ayudante de Bernardo Dolande, fundador del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Prensa. Era un viejo fotógrafo que necesitaba un ayudante en el diario El Tiempo, un vespertino, que duró muy poco tiempo porque vino la Revolución de Octubre, que acabó con el general Medina, dueño de ese periódico. Pasé a El Heraldo y allí empezó mi carrera como fotógrafo. Unos meses más tarde me fui a El Nacional a trabajar con el Gordo Pérez”.
El Nacional
“Entré a El Nacional en 1948. Estaría allí por 40 años, pero en dos etapas: la primera duró 23 años. Me fui para hacer otra cosa. Me hice vendedor de
Success Motivation Institute, una empresa norteamericana que producía programas de 20 minutos para inducir conductas orientadas a la perseverancia y el trabajo duro. Mucha gente tiene talento e incluso disposición, pero confía en la suerte, en los contactos, más que en sus propia iniciativa. Esos cursos eran para esa gente. Y yo me entusiasmé mucho. Pero había hecho una buena carrera en El Nacional, y siempre me estaban llamando porque no encontraban quién hiciera la fotografía que yo hacía. Yo era un cazador de fotografías. Era muy creativo y era medio periodista: yo escuchaba las entrevistas del redactor y trataba de hacer una fotografía que guardara relación con lo que se estaba diciendo. Siempre estaba pendiente de hacer una fotografía diferente a la que había hecho el otro y veía la iluminación… como la veo ahora, por ejemplo, que viene de la calle. Hacía una fotografía periodística con cierto arte, digamos. Y ahí en eso estuve 23 años, hasta que me fui a Success Motivation. Tres años duró ese paréntesis. Regresé al periódico y estuve 17 años más, hasta 1991, cuando me retiré para trabajar la fotografía particular. Era jefe de Fotografía y los domingos hacía fotografía deportiva, pero lo que ganaba no me alcanzaba”.
“Me fui a hacer fotografías para eventos. Llegué a tener una clientela de 53 empresas, pero la fui perdiendo por la edad. Nadie quiere un fotógrafo de 80 años cuando puede tener uno de 30 tan bueno como aquel. Luego vino la fotografía digital y yo no la conocí, porque mientras estuve en El Nacional hice la fotografía tradicional, con laboratorio y esas cosas”.
“Yo pertenezco a una época, una buena época. Fui un fotógrafo de cierta fama. Tenía muchos admiradores en mi oficio, esa es la verdad. Y no me faltaba el trabajo. Ahora, en mi época mala, cuando todo es tan difícil, vivo de dos pensiones, una del Premio Nacional de Fotografía [que obtuvo en 1999], que es poca, y otra del Seguro Social que es poquísima. Mis ahorros se van agotando, por suerte tengo la ayuda de mis hijos, que siempre han sido buenos hijos porque fueron bien criados”.
Maestros
“Ya he mencionado algunos de mis maestros, Bernardo Dolande, Luis Noguera… me falta nombrar a los hermanos Hueck Condado, Rafael y Antonio. Uno trabajaba en El Nacional y el otro, en El Universal. Fotógrafos muy buenos. Rafael Hueck Condado
fue el primer fotógrafo deportivo que tuvo El Nacional y con el correr del tiempo fue profesor de la Escuela de Periodismo de la UCV. Cuando se fue de El Nacional, me dieron a mí esa vacante para ver si daba la talla. Para asegurarme de que así sería,
en un comienzo copiaba su estilo. Me enseñó que debía captar un gesto, un movimiento físico, una jugada, ya fuera de beisbol, de futbol, de boxeo… Cuando me sentí seguro, empecé a hacer mi propia fotografía, la fotografía iluminada”.
Fotografía deportiva
“Luis Noguera me había enseñado un poco de iluminación. Pero la iluminación en deportes es natural, no con reflectores. Hay que saber colocarse de forma tal que la luz te dé lo que quieres, una fotografía con relieve. Muchas cosas aprendí yo de mi cuenta, por ejemplo, buscar siempre que la jugada tenga público detrás. En el fútbol hay un momento en que el sol te viene de la tribuna, sobre la que proyecta una sombra; si estás de contraluz y evistas que la luz te dañe la fotografía, consigues fotografías iluminadas mucho más llamativas. En la natación, para la foto de pecho, ellos tienen una parte está iluminada y la otra no, si te colocas en la parte iluminada obtienes una especie de halo en el pelo y las manos, y logras que el agua tenga destellos. Siempre procuraba que se viera la cara del atleta. Y, sí, tenía que aprender las especificidades técnicas de los deportes para prever la jugada o el instante singular, la emoción del atleta, la frustración, todo. Pero hay fotografías del deporte más allá del terreno donde se practican. Es cuestión del criterio del fotógrafo, no es la jugada solamente. Quizá la jugada es lo más fácil, porque siempre se va a dar. Estás alerta, y disparas y consigues una buena foto. Fuera del terreno lo que se consigue es gracias a la mirada del fotógrafo”.
“Yo era inmune a la emoción del deporte. No sentía nada en lo absoluto con la jugada ni con nada, lo único que me interesaba era la fotografía. No sé si los demás perdían oportunidades por estar emocionados con el juego, a mí nunca me ocurrió.
El deporte más difícil de fotografiar es el boxeo. O era. Ahora no, ahora filman la pelea y recortan el golpe. Antes era dificilísimo captar un golpe por la velocidad de los boxeadores. Solo una vez hice la fotografía perfecta del golpe y un colega me la pidió para hacer una ampliación, cortó el negativo y encima lo perdió”.
“Yo hacía, además, hipismo. Retratar un caballo no es tan fácil como parece. Un preparador me enseñó unos trucos: hay que para ponerle delante un poquito de hierba para que levante la mirada y las orejas; y hay que asegurarse de que las piernas estén una delante de otra, que la cola esté descansada… En fin, he tenido mucha suerte de aprender de todo el mundo”.
“Con el Gordo Pérez tengo una anécdota con el Gordo muy simpática. Cada vez que venía el Clásico Simón Bolívar, él se lo reservaba para hacerlo él. Se iba temprano, se sentaba en la tribuna con un teleobjetivo muy poderoso, retrataba el avance del caballo hasta que llegaba; y después hacía una tira gráfica y le ponía: ‘por los 400 metros, por los 800 metros, hasta la llegada’. Eso se hacía una vez al año y siempre gustaba, pero yo quería hacer otra cosa. Como yo cubría los traqueos para el suplemento hípico, me había percatado de una fotografía que podía hacerse en una pista pequeña que hay en la parte oeste del Hipódromo La Rinconada, que sirve de entrenamiento adicional. La cuestión es que se veían las tres tribunas, una detrás de la otra, en perspectiva. Si tomabas una fotografía desde ahí, de espalda a los caballos, obtendrías una monumental monumental, porque tendrías el lleno de gente que iba ese día, más los caballos, más la partida. Hice esa fotografía desde ahí y el teleobjetivo era tan potente que no quedaba todo lo que yo quería, público y carrera en una sola foto. Afortunadamente, la luz de la tarde estaba pareja. Esperé la partida, daba tiempo a que se retirara el aparato de salida y se pudiera ver gran parte de los caballos, uno al lado del otro. Tomé esa primera parte, pasé la película y tomé la parte de arriba. Me fui al periódico, revelé, copié dos grandes fotos 8×10, silueteé la parte de la tribuna, la pegué perfectamente bien sin ningún truco. Simplemente, pegada una con otra. Y se la llevé a Abelardo Raidi. ‘Cónchale, vale, qué fotografía tan extraordinaria. Tiene que ir para primera página, toda la página’. Así la publicarían al día siguiente, toda la página. El Gordo Pérez llegó después a revelar, no sabía la foto que yo había hecho y cuando la vio, dijo: ‘No vuelvo más al hipódromo’.
Los fotógrafos respetaron esa fotografía y nunca más la hicieron: las tres tribunas que parecían una sola, con la ola continental arriba y los caballos de frente”.
El terremoto de Caracas
“No solo hacía fotografía de deportes. El 29 de julio de 1967, a eso de las 8 de la noche, yo estaba en el bar de enfrente del periódico tomándome un trago cuando empezó a temblar la tierra y todo el mundo salió corriendo. Esperé unos segundos y al salir me dijeron me dijeron que del otro lado se había caído un aviso y estaba un señor en el piso. Di la vuelta y, efectivamente, había un tipo en el suelo, derribado por un aviso publicitario. Hice la foto y me fui al periódico, donde me mandaron a cubrir los destrozos de Los Palos Grandes. Al llegar allí, me puse a fotografiar un edificio reducido a escombros, apoyado en la varanda del edificio de enfrente, cuando vi que venía una pareja sosteniendo a una señora. Crucé la calle y me puse frente justo frente al edificio en ruinas y, cuando el grupo pasó cerca de mí, le metí un flash. Los tragos que me había tomado han debido darme arrestos que de ordinario no tenía. Por lo general, yo no actuaba con esa sangre fría. Esa misma noche, la Associated Press, que quedaba en el mismo edificio, vino a ver qué teníamos y el jefe de redacción les dio esa foto, que salió publicada en todas partes”.
Un mal con el que se nace
“Ya ves que en varias ocasiones he mencionado el alcohol. Fue el peor enemigo que tuve. Por más de 30 años no podía tomar una gota porque duraba tomando 24 horas bebiendo. No podía parar. El alcoholismo es una enfermedad con la que se nace. Naturalmente, no todo el que bebe tiene peligro de ser alcohólico, pero quien nace con ese problema es como alérgico al alcohol. Una alergia que te produce un placer extraordinario, desde que entra al estómago tu vida cambia y pierdes el sentido de responsabilidad. No quieres saber nada de familia, de trabajo, lo único que quieres es tomar, hablar zoquetadas con quien sea, hasta que te vence el sueño. Desafortunadamente, yo lo viví. Por eso sé que el único secreto es no tomar la primera copa. Hace 35 años que no pruebo una gota de licor y desde entonces mi vida fue completa.
Un sueño, una pesadilla y un mensaje
“Tengo un sueño recurrente. Estoy a punto de hacer una fotografía, pero hay algo que lo impide. Algo pasa, se va el momento, me falló la cámara, y yo no la puedo tomar”.
“Sí, hay algo que no me preguntaste y de lo que quiero hablar. De mi país. Nunca imaginé que Venezuela pudiera llegar a una situación tan difícil como la que está viviendo. No sabemos a dónde vamos a llegar, aunque sé por qué ha ocurrido… Venezuela se acostumbró a vivir del gobierno y del petróleo y un pueblo acostumbrado a eso tiene que pagar un precio muy alto. La vida tiene unas leyes que no fallan. Causa y efecto. Eso funciona en todo, en las cosas pequeñas y en las grandes. Y lo malo que uno haga, tarde o temprano tiene que pagarlo, así como por las cosas buenas vas a recibir un premio. Todo esfuerzo y sacrificio trae recompensa, todo negligencia un castigo, eso es así”.
“A los muchachos que están ahora tomando fotos les digo: los aparatos cambian, las cámaras pesan más, pesan menos, se hacen más pequeñas, da igual. Lo que importa es el momento que se retrata, las personas que retrates, las cosas que pasan. Lo que importa no es propiamente la fotografía en sí, porque esa técnica ya está perfeccionada de forma tal que cualquiera la puede manejar, sino captar lo que le importa a todo el mundo, lo que conmueve a todos. Y ser un poco periodista”.