A la memoria de Elizabeth Salazar
Éramos más de lo permitido por las normas del hospital. Nos hicieron pasar al consultorio, pero la doctora se tardó un poco. Todavía podía ser que no, que se trataba de una sombra, una lectura errada de una máquina torpe.
El día que fui a hacerme la prueba, Henry y yo teníamos un año en Madrid. Un año, por cierto, de atraso en la revisión de rutina. Era poco para conocer la dirección del hospital y mucho para retrasar el requisito. Yo iba mirando los altos de los edificios con la sensación de superioridad moral de quien acude al médico sin necesitarlo, sin haber registrado ningún malestar, sino solo para confirmar que uno integra la élite risueña de elegidos a quienes no les pica ni coquito. Henry, hombre al fin, evitaba hasta el límite preguntarle a alguien por la dirección.
—Ustedes siguen derecho –nos indicó el chofer de una ambulancia estacionada en la plaza España–. ¿Derecho? ¿Me entienden? –y abría la boca como si en su interior hubiera un mapa impreso en pergamino luminoso.
—Señor, por caridad –le dije con el aire de superioridad de quien habla un español sublime–. Nosotros somos venezolanos…
Salí de la sala de mamografía sacudiendo los hombros como si con eso disipara la memoria de los apretones. Caminaba mirando al piso, una contravención a las enseñanzas de mi madre, quien se pasó mi infancia desmesurando los ojos en mi dirección para que me pusiera derecha. Experimentaba una vaga sensación de vergüenza: había confesado al personal médico que estaba nerviosa, que era la primera vez que este estudio me producía aprehensión.
Más de un año antes, en el verano de 2021, la doctora Hargitay, mi sicoterapeuta, me había recomendado que fuera al médico para hacerme ver esas como lentejas que me había palpado en la clavícula como niñitas asomadas al palco del teatro. Era la época en que vivíamos en Aarhus, Dinamarca, y una mañana de enero al despertar fui incapaz de levantarme de la cama. De cara a la pared, rechazaba los intentos de Henry de hacerme salir a dar un paseo o hacer una llamada por zoom a mi hijo. “Verlo te animará, hazme caso”. Todo inútil. Me creía pasmada de lucidez. Había comprendido que nunca seguiría el curso de la vida para la que me había preparado; ya en Venezuela no había periódicos ni editoriales; y las universidades autónomas habían sucumbido a la mandarria de la barbarie. La noche anterior se me había abierto paso la certeza de que el país había querido destruirse, que había algo en la esencia de Venezuela que nos arrastraba a procurar la ruina, que el desastre de aquel momento –hoy agravado, desde luego– era el logro de una vocación nacional de asolamiento, de degradación, de primitivismo. Había visto, como a mis propias pálidas manos, que Venezuela había buscado al peor, al más abyecto, para entregarle el garrote con que la devastación quedaría servida. El felón de las ocurrencias, el saqueo y los contubernios con otros monstruos no era sino la excrecencia de un anhelo venezolano de vagar entre la demolición.
En la mañana, la derrota me atenazó en su mar de sábanas, ese paisaje tan cónsono al fracasado. Fue Henry quien hizo la cita en el centro de salud. Me hicieron ir al día siguiente (en Escandinavia se toman muy serio estos balances catastróficos).
Eran los meses en que al preguntarme, yo decía ser de South America (el nombre de Venezuela era como una hojilla nueva que hubiera instalado en mi garganta su pasarela).
—¿South America? –repitió la médica danesa.
—Well, yes, I’m Caribbean –todo menos nombrar la soga en mi casa de ahorcada.
El diagnóstico fue que, claro, siendo yo caribeña, y viviendo en un país donde la mitad del año a las cuatro de la tarde ya es de noche, era normal que tuviera aquella depresión de caballo. (Un caballo que un siglo mira a un lado y al siguiente pal’otro, como oteando la ruta del despeñadero para lanzarse ávido y febril). Rogué que no me recluyeran en el hospital, que en mi casa había un hombre y una perrita, y se hablaba español, nada menos. Oculté que el hombre estaba herido del mismo mal y que la perrita paseaba entre los continentes la tristeza del animalito rescatado del maltrato justo antes de que terminaran con ella a patadas. Éramos una panda de malas compañías.
Esto ocurrió en enero y… creo que en junio sentí las arvejas en la clavícula. “No es nada”, dictaminó el médico. Ha de ser un catarro que dejó estos rastros, como Hansel y Gretel regaron mendrugos que les facilitaran la vuelta a casa. “Se irán”. Y es verdad que se fueron. Pero dos años después, en la sala de mamografía, mientras bregaba para anudarme la batica azul de los hospitales, confesé que estaba asustada.
Si la doctora nos hacía esperar debía ser porque se encontraba ante una impresora, esperando el documento donde quedaría demostrado que podía regresar a casa. Pero cuando lo sacó del sobre de manila, el papel ponía: carcinoma. Esto fue a finales de octubre de 2022. En noviembre entré por primera vez al Hospital de Día, de la Fundación Jiménez Díaz, en Madrid. Cinco horas duró la primera sesión de quimioterapia. Al salir, Henry y mi hermano Marco estaban allí. Yo caminé hacia ellos con los hombros echados hacia atrás y sonriendo, pero cuando al ascensor se cerró (por suerte, solo con nosotros tres), apoyé mi frente en el pecho de Henry y desahogué sin ruido mi humillación. Mi capitulación.
En los meses siguientes, el cabello se me cayó a bojotes, quedé calva como un bombillo; pálida, atravesada por las náuseas; el 17 de diciembre de ese año, mi madre murió en Francia, no pude ir a su funeral; a finales de año, de regreso de cumplir con ese deber, mi hermano Marco llegó con covid, que no tardé en pillar; a finales de enero, cuando ya la quimioterapia había barrido los pisos conmigo, contraje una virosis con fiebres altas y tremendo quebranto. Si no poder escribir es durísimo, no poder leer es el horror. Para marzo, yo no podía ya no digamos escribir ni leer, no conseguía seguir una película. Me pasaba los días tirada en la cama como un nabo gimiente viendo series coreanas.
Las series coreanas, por lo general, carecen de conflictos. En ella las complicaciones son del tipo “te fui a buscar y ya te habías ido”, “como te tardaste tanto en declararte, empecé a salir con el vecino, el que no saluda nunca y se baña menos”. Henry se asomaba al cuarto y fingiendo interés en la trama decía, mirando la escena en el televisor: “Ellos, ¿son hermanos, novios, qué?”. Yo, que compartía su incertidumbre, le aclaraba que veía estos seriados para contemplar el cutis de las chinitas y sus vestidos. “Muy bien”, decía Henry, quien nunca admitió que yo estaba desencajada, ojerosa. Hecha un desastre.
La única vez que lo reconoció fue de retruque. Resulta que yo ni me planteé ponerme una peluca. Usaba turbantes sobre todo para protegerme del frío (estaba, no sé si todavía estoy, inmunosuprimida), pero en cuanto me sentía sofocada, me los quitaba de un zarpazo y los guardaba en el bolso. La gente me miraba. Las mujeres, con solidaridad inmediata, algunas llegaron a sonreírme plenas de sororidad o me daban el asiento en el metro; y los hombres, con sorpresa, algunos con ostensible incomodidad. Un día, cuando volvíamos del hospital caminando, le pregunté a Henry si le incomodaba que la gente me mirara.
—Qué gente –ripostó como si estuviera peleando–. Qué carajo me importa a mí, cuál gente de mierda.
—Tu tono me hace ver que sí te molesta.
—Sí, claro, debe ser que en la Gran Vía no hay vergos raros…
Me reí a carcajadas. Lo había atrapado, pero él nunca lo ha reconocido. Jamás ha aceptado que ese día me incluyó en el conjunto de los vergos raros.
Cuando todo se puso peor (mi madre muerta; la quimioterapia muy avanzada; el virus que me llevó a pensar que ahora sí me rasparía; los antibióticos que me debilitaron más; gente con cuyo apoyo contaba, se desapareció y me dejó tirada), ocurrió algo que dio un giro a la situación. Antes de aplicar los fármacos de la quimio, “pasan”, como dicen en el hospital, una “premedicación”; esto es, un antialérgico que produce adormecimiento. Hasta aquí, yo encaraba el vendaval con cierta dignidad porque todavía estaba tomando el antidepresivo que me habían puesto en Dinamarca y que la doctora Hargitay mantenía calibrada. Pero eso que llaman “duelo migratorio” y que es mucho peor que como suena, me mantenía contra las cuerdas. No se me apartaba de la mente la imagen de Elizabeth Salazar, la venezolana aquejada también de cáncer de seno, que ocho meses después de su diagnóstico se levantó la blusa ante una cámara de televisión para mostrar su seno amoratado… a ver, no con moretones, sino como una berenjena hinchada, como un odre repleto del vino amargo del desamparo.
Cuando Elizabeth Salazar pasó por todo eso, tenía la misma edad que yo tengo ahora, 63 años. Fuimos niñas en el mismo país. Nos infatuamos con el mismo destino grandioso de la democracia de Venezuela. Pero en el momento en que yo recibía la atención de la Sanidad Pública de España, ella estaba muerta. Había sucumbido en Cúcuta, adonde tuvo que ir, por la persecución de que fueron objeto ella y su esposo, tras esa aparición en TV que nunca olvidaré. Ángel de la Guarda de teta congestionada y cárdena, ella estuvo siempre conmigo. Era –es– mi versión coñaceada de la libertad guiando al pueblo.
Aquel día en que todo iba bastante mal, la “premedicación”, sumada, me imagino, a los antibióticos, el primperán, el paracetamol y el antitusígeno, me indujo a lo que en los años 70 se llamaba “un viaje”. Yo solía hacer respiraciones conscientes y, en esta ocasión, más que relajarme, me sumí en una fantasía muy vívida en la que yo era una especie de astronauta que flotaba en un cuadro del Chino Hung… He debido explicar antes que yo recibía la medicación a través de un puerto subcutáneo que me habían insertado en quirófano. No corregiré esto. No agregaré un párrafo más arriba donde consigne esto, porque si lo releo, corro el riesgo de borrar todo. Tampoco explicaré cómo son los cuadros del Chino Hung, porque me expongo a ser presa de la nostalgia y hete aquí que me quité el antidepresivo por mi cuenta, sin preguntarle a la doctora Hargitay.
Orden. Era abril de 2023. Todo patas arriba. Los médicos venezolanos nos malacostumbraron. Solo ellos nos atienden cuando sea, a la hora que sea; y nos llaman por nuestro nombre y nos revisan por todos lados. En España tengo un médico magnífico, eso seguro, pero inalcanzable. Asisto, pues, a consulta casi diaria con Rayma. Es ella quien me asegura que todo pasará. Rayma me contiene y me hace reír. Jeannette me envía fotos de las matas de su edificio en Maracaibo. Marga me recuerda que está cerca. Son muchos quienes me acompañan en mi paso por el desierto.
Volvamos al Hospital de Día. Me han puesto la premedicación. Respiro profundo. Retengo el aire. Lo suelto poco a poco. Respiro… Estoy flotando en un espacio de colores que conozco bien, lo he visto en decenas de cuadros del maestro Paco Hung. Estoy ondeando en el espacio, pero no me siento en el aire, como me he estado sintiendo en los últimos años, como sin pisar tierra, como sin asiento, como llevada por el ventarrón. No. Estoy flotando, pero asida a algo. ¡Estoy conectada a la vida, a la tierra, por el reservorio subcutáneo como el cosmonauta a su nave! El hospital es mi patria. (El reservorio me lo instalaron muy cerca del corazón). En el pabellón del Hospital de Día me siento segura. Allí nunca, pero nunca, me han tratado como extranjera ni me han preguntado de dónde vengo o si estoy en alguna lista malaya. A lo más que llegan es a decir: ajá, pero Socorro, ¿es nombre o apellido?
La Sanidad Pública de España, el infinitamente generoso pueblo español, me ha dado lo que Elizabeth Salazar suplicó a su propio país en vano, llegando al extremo de tirar a la calle su teta negra. Pudorosa como he sido siempre, nunca he usado escotes ni faldas demasiado cortas. Mis senos, antes de ser pasto de anomalía, eran fuente de secretos deliquios: mantenerlos bien cubiertos me deparaba, cuando correspondía, el instante incomparable del pan recién horneado al ser despojado del paño que los cubre. Con ellos me apreté al pecho pétreo del varón amado, en ofrenda de tibieza y de blancura de claustro. Con ellos amamanté a mi hijo. Cómo es que ahora eran diana para el ensañamiento terapéutico, cómo es que ahora debo mostrarlos a la primera bata blanca que se me ponga delante como quien saca cachorros que vende de matute. Cómo debió sentirse Elizabeth Salazar al exhibirlos, subversivos en su belleza monstruosa.
El tratamiento terminó. El médico confirmó “los excelentes resultados”. Mi pelo volvió a salir. En noviembre tengo que volver a la mamografía. Se me han bajado los humos, eso seguro. Tengo, de momento, en el hospital, en la Sanidad Pública de España, una pequeña patria, que me cuida y me protege. Y, como se ve, he vuelto a escribir. No voy a revisar el texto. No voy a ceder a las inhibiciones. Lo voy a enviar ya mismo al Archivo Fotografía Urbana y Prodavinci, porque ésta, así como es, choreta, vulnerable y con tachones, es mi patria grande, de la que nunca me van a echar.
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