La noche que se derrumbó el edificio Mijagual, en Caracas

Fecha de publicación: agosto 20, 2017

Por Milagros Socorro.-Cuando Gino Carrer Artico se sentó a cenar aquella noche tuvo que disimular su molestia porque, aunque venía con mucha hambre, tendría que posponer su comida porque no había pan en casa. Apenada por su descuido, Dora, la empleada doméstica de los Carrer, se secó las manos apresuradamente y cogió las llaves para correr a la panadería. Sería cosa de minutos, puesto que la panadería estaba a pocos pasos. Gino permaneció en la mesa y, para no empezar su condumio sin pan, trató de interesarse en lo que su familia miraba por televisión.

Gino Carrer había emigrado a Venezuela poco después de concluida la segunda guerra mundial. Venía de Salgareda, provincia de Treviso, en la región del Véneto, al norte de Italia. En este país encontró trabajo como obrero especializado en la construcción de carreteras. Y nunca estaba desempleado. Podía recorrer con su dedo casi todo el mapa de Venezuela, por dondequiera había estado trazando líneas de asfalto. Aquí se había casado con Dora –sí, patrona y asistenta eran tocayas-, una diligente muchacha de Curiepe, de quien la separaban 18 años de diferencia. Dora de Carrer, que en la actualidad vive con su hija mayor en Barcelona, España, se desempeñaba como ejecutiva de la empresa alemana Zander, importadora de materiales para la industria textil, con tal talento y responsabilidad que estuvo en la organización por 35 años.

Esta noche no va a sentarse a cenar con su marido. Es posible que hubiera perdido esta costumbre, porque Gino pasaba mucho tiempo en el interior haciendo tajos en el paisaje para poner carreteras. Con una oreja atiende el asunto de la falta de pan para acompañar la pasta del musiú y con la otra sigue las incidencias del concurso de Miss Universo, que se transmite en diferido, pero nadie conoce el resultado por una cuestión de diferencia horaria. La prensa ha divulgado que la representante de Venezuela, Mariela Pérez Branger, está dando guerra. De hecho, quedaría de primera finalista.

Rose Marie Carrer es la menor de los tres hijos de Gino y Dora. Esa noche de julio de 1967 está a seis meses de cumplir los 7 años. Sería mucho pedir que se estuviera quieta y se interesara en un certamen de belleza. Lo mismo ocurre con su hermano, apenas un año mayor. De manera que no están sentados ante la televisión en el momento en que los ganchos de ropa empiezan a tintinear en el clóset. Con risitas y sin mayor inquietud, los niños juegan por un instante a que su apartamento rentado en el primer piso edificio Humboldt, en Altamira, este de Caracas, famoso porque en sus bajos está la auto-escuela Rossini, hay fantasmas.

Acaban de pasarse una larga temporada en el pueblo de su padre. En Salgareda murieron tantos en las dos conflagraciones mundiales que el lugar está plagado de espectros, así que los niños Carrer debieron habituarse a esas presencias juguetonas. Un año entero estuvieron con la abuela. Por esa época, sus padres estaban construyendo una casa en El Cafetal, al sureste de la capital venezolana; y, como suele suceder en estos casos, los gastos excedieron con mucho el presupuesto inicial,  así que los Carrer se encontraron en aprietos económicos. Como había que trabajar muy duramente, lo mejor era mandar a los dos niños más pequeños al pueblo paterno –que resultaba estar en otro continente-, pero el viaje había concluido y ya los niños estaban de regreso, aunque con la cabeza llena de fábulas del Véneto.

Los aparecidos movían las perchas en el clóset, para diversión de los chiquillos Carrer, cuando la hermana mayor de Rose Marie soltó un grito aterrador. Al momento se oyó una especie de interminable trueno y todo empezó a moverse. Eran las 8 de la noche.

–La sala del apartamento del Humboldt –recuerda Rose Marie desde su casa en Long Island, Nueva York- tenía una lámpara de cristal con esos bombillos que parecen velitas, que colgaba del techo con una cadena. De pronto empezó a pendular con tal fuerza que chocaba con el techo y venía a batirse contra la pared. El televisor, que mi madre había estado mirando hasta hacía un segundo, quedó desenchufado al echar a correr sobre la mesita con ruedas donde lo teníamos, de manera que iba de un extremo a otro del apartamento, se daba contra la pared de la cocina y retomaba su carrera con gran afán.

“Mi padre nos agarró para sacarnos del apartamento”, sigue Rose Marie. “Pero al tratar de salir, el movimiento que había hecho presa al edificio nos devolvía hacia atrás. Al tercer intento, logramos salir. Al llegar a la escalera, encontramos mucha gente, que ya había bajado de los otros pisos. Era difícil ingresar a la escalera por el gentío que venía, corriendo y gritando. Los gritos eran desgarradores. A empujones, como pudimos, llegamos a la calle. Por la acera corría agua, porque el tanque del edificio se había roto. Los vecinos gritaban que era el fin del mundo porque al torrente de agua se sumaba la grieta que se había abierto en plena calle. Una nube de polvo blanco, denso y abrasivo, se extendía por todas partes. No podías ver a un metro de distancia. Pero había que hacer un esfuerzo, porque del cielo llovían lozas de mármol, que se desprendían de los balcones”.

Era imposible caminar sin tropezar con algún obstáculo o topar con alguien que vagaba sin rumbo. Como pudieron, los Carrer cruzaron la avenida para ir hacia la plaza Francia, un descampado que lucía inofensivo. Al llegar allí se abrazaron y, sin soltarse, miraron alrededor. Veían gente cubierta de polvo gris, fantasmas horrorizados de los que solo los ojos despedían chispas de vida. Algunos deambulaban sin saber qué estaba pasando. En ese momento, exactamente, la otra Dora regresó de la panadería. En la entrada del Humboldt se detuvo a preguntar por los Carrer, pero nadie estaba para dar informes de condominio. Optó, pues, por salir de aquel infierno e irse al barrio donde vivía su familia, que esa noche oyó un relato espeluznante mientras disfrutaba del delicioso pan del este de Caracas. Un par de meses después, cuando se atrevió a regresar, narró que acababan de entregarle la tibia busaquita llena de pan, cuando la mitad posterior del edificio San José, donde estaba la panadería, se vino abajo y solo quedó la fachada. El resto se desplomó, como un acordeón, un piso después del otro.

–Todo estaba muy oscuro –recuerda Rose Marie Carrer-. Costaba ver algo. Mi mamá, habituada a tomar decisiones, resolvió que nos iríamos para la casa de su comadre Hilda Toro (la mamá de la cantante Nancy Toro), en una urbanización cerca de Los Chorros. Concluyó que las casas eran más seguras que los edificios. Y logró parar un taxi. Ha debido ser el único taxi que andaba por allí. El taxista estaba en la luna. Creía que habían dado un golpe de Estado. No entendía por qué había tanta gente a la calle. Creo que nos recogió más por recabar información que por hacer su trabajo. Pero no tuvimos que decirle nada. Vino a comprender lo que pasaba cuando entró a la zona de Altamira y Los Palos Grandes…

El taxi avanzaba a paso de funeral. Lo era. Comenzaron a subir por la avenida Luis Roche. En el edificio Neverí o, mejor, en el lugar donde hasta hacía unos minutos se había levantado el Neverí vieron una montaña de escombros de la que emanaba un inmenso velo de polvo.

“Cuando llegamos a la esquina donde hoy está Miga’s, el Palace Corvin, ese segundo edificio a la izquierda, se estaba terminando de caer cuando nosotros pasábamos frente a él. Después sabríamos que se había derrumbado el bloque Este (las escaleras y el bloque Oeste no se cayeron), pero en ese momento nos pareció que ahí no había quedado piedra sobre piedra. Se veía el movimiento de masas de concreto que en su caída levantaban como olas de polvo”.

Mucho rato después, cuando consiguieron transitar unas pocas cuadras, llegaron al edificio Mijagual, “que parecía que se lo había tragado la tierra. Solo se veía la terraza, que estaba a ras de la tierra. Era impresionante”.

Lo que Rose Marie Carrer y su familia vieron esa noche, del 29 de julio de 1967, cuando un evento sísmico de magnitud 6,6s, y 35 segundos de duración, originado por el sistema de fallas de San Sebastián, causó destrozos en el municipio Chacao, es lo que los fotógrafos de prensa captarían al día siguiente. Las dos imágenes del edificio Mijagual reducido a ruinas, que acompañan esta nota, son parte del fondo perteneciente al Archivo Fotografía Urbana, fueron publicadas en la prensa de esos días.

La historia ha recogido el hecho de que en el Mijagual, que tenía 10 pisos y estaba en la cuarta avenida de Los Palos Grandes, (donde ahora se levanta el Anpagra, muy cerca de Parque Cristal), se celebraba una fiesta. Solo dos personas sobrevivieron.

Los Carrer volvieron a casa unos días después de la aciaga noche que cruzaron una ciudad puntuada de camposantos. “Mi mamá tenía terror de regresar. Por todas partes se hablaba de posibles réplicas del terremoto”, dice Rose Marie.

El edificio sobrevivió bastante bien. Había grietas entre la planta baja y el primero piso, pero aparte de eso había soportó bien el remezón. Al entrar en el apartamento encontraron un gran desorden. Lo que no habían regado los fantasmas lo habían esparcido ellos, en su huida presurosa del primer piso del Humboldt, vecino del San José y el Neverí. El televisor había terminado por caer de la mesita. Y la comida de Gino, que se había rodado de su puesto, estaba muy quieta en el borde de la mesa, “ya cubierta por ese musgo que tiene como pelitos”. Era la vida. La vida terca de vuelta en Caracas.

COMPARTE:

Facebook
Twitter
LinkedIn
Email