Celebro la redundancia, que iguala, repite, devuelve, regresa,
una cosa a la otra.
Todas las ciudades son iguales,
y en lo más hondo los rostros se parecen:
como tallados por la inocencia,
la misma muerte o la mentira.
Las calles rodean las tiendas de víveres: la frutería, la zapatería.
Estos locales son el final del mismo éxodo:
hay un delantal blanco
sujeto al cuello de un sirio o un libanés,
y todos se detienen a conversar lo mismo:
aquellas piedras filosas, o el ardimiento de unas dunas.
En los parques las hojas secas
se acumulan
sin otro aparente destinatario
que no sea la tierra negra.
Aunque la redundancia me habla también de una aproximación
mediada por un cierto caos,
que cada uno representa:
el cuerpo que fue mío y luego fue de otro
que fui yo.
No hay razones precisas,
y las diferencias verdaderas quedarán en el pozo
que es espejo de la divinidad.
Ser la nada para ocupar el todo, en eso quisiera creer:
y descubrir lo que no sabía:
que sabía.
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