La reina que añoraba un chinchorro: un encuentro con Susana Duijm

Fecha de publicación: junio 25, 2016

La primera reina de belleza internacional de Hispanoamérica trabajó hasta casi los ochenta años. Desde el portal de un edificio en la Av. 4 de Mayo hace señas para que quienes la buscan no confundan cuál es la entrada. A media mañana, en Margarita el sol es casi insoportable y la calle se mueve con letargo en medio de una nube de polvo que parece haber arrasado con el comercio de otras épocas. Susana sube de primera las escaleras y se ve más alta que nunca. Antes que su piel lozana paralizada en el tiempo, lo que impacta es su forma de moverse. Camina erguida, con una especie de precisión y suavidad en sus pasos propia de quien se siente joven. Sus piernas, que fueron su complejo y también su gloria, se extienden largas desde el borde de un pantalón que corta a la cintura hasta el piso. Viste una franela azul y lleva un moño apretado en la nuca que deja expuesta su frente amplia.

Su historia se inscribe, usualmente, en la retórica grandilocuente del paso de Venezuela a la modernidad, cuando la formación del Nuevo Ideal Nacional y la articulación cultural del mestizaje eran los problemas fundamentales de la República. Sin embargo, por más pertinente que sean esos análisis, la vida de Susana Duijm no la determinaron esas narrativas. Hace un par de décadas, Susana Duijm se fue a Margarita a vivir la vida tranquila. Desde ahí semantuvo ligada al espectáculo, pero bajo sus propios términos. Durante su carrera hizo el cine, la televisión y las pasarelas que le dio la gana y cuando quiso descansar también lo hizo. Fue independiente hasta el último día: cuando alguien pretendía decirle qué hacer, ella respondía que no le debía nada a nadie.

Una hora antes de que arranque la emisión del día de su programa De todo a tono con Susana, se sienta frente al micrófono y organiza la prensa en su escritorio. La agenda noticiosa está apretada. Se pone los lentes y repasa con sus dedos los titulares. “Es una revista de variedades”, así define su programa que lleva más de veinte años al aire. Vuelve su mirada al monitor que tiene en frente y en el teclado negro escribe lentamente y con fuerza el nombre de varios portales: “No-ti-cias-cu-rio-sas-punto-com”, dice mientras sus dedos recorren las letras. Lo hace con una torpeza casi tierna, pero sin desesperarse. “La Patilla, ¿dónde está? ¡Ay, como que se me perdió!”, busca en su navegador. Y, casi de espaldas, advierte la cámara de un celular: “Mira, si me vas a estar tomando fotos, me avisas…”

En una pausa, recuerda los periplos que rodearon su reinado con anécdotas vívidas y detalladas. Lo que habla concuerda, casi palabra por palabra, con los testimonios que la prensa de aquellos días recogió. Es fácil ver en la Susana Duijm de 79 años, todavía irreverente, a la muchacha de 19 que en París apodaron “Carmen La Salvaje”. Y fue así porque no permitió que el mundo de la moda, sediento de una dosis de exotismo, la utilizara para sus propósitos. En esas dos semanas que pasó en París, Susana se convirtió en una ofensa que despertaba todavía más interés. Primero, desechó la refinación de la gastronomía francesa y exclamó públicamente su nostalgia por un plato de caraotas con espagueti. “Me dicen que eso fue un escándalo, porque salió al día siguiente en la primera plana de El Nacional. ‘¡Qué bolas esta mujer! En la cuna del buen comer y viene a decir eso’. ¡Pero es que, coño, si a mí lo que me gusta comer es eso!”. Lo dice con desesperación, como si todavía estuviera librando una batalla desde la habitación del Hotel Napoleón donde se atrincheró durante su reinado.

En medio de esa resistencia, se sentía sola. “Miss Mundo añora en París la quietud del chinchorro”, advirtió El Nacional a los pocos días. “Yo quería estar en mi casa. Eran muchos compromisos”. Sin embargo, en la agenda había todavía uno muy importante: cerrar el desfile del modista francés Jacques Fath, quien junto a Christian Dior y Pierre Balmain completaba la trinidad de la alta costura que le devolvió a París la supremacía después de la guerra. Pero Susana cuenta que cuando vio el vestido que le tocaba desfilar dijo que ella no iba a usar algo tan feo. “¡Era horrible! Yo me lo quité… y por eso fue que me pusieron Carmen La Salvaje”.

En la transgresión, Susana se fue volviendo leyenda. En su piel bronceada habitaba la imagen de una nación emergente, perdida en una tierra fértil y caliente, cuya riqueza energética empezaba a transformar el adoquín en asfalto. Ella, como la patria, daba una cara misteriosa: era profundamente atractiva y elegante, pero también indomable. Su furia la hizo una reina sobreviviente. Como sucede a menudo, la fascinación de lo que plantea una ruptura despierta también los miedos. Susana recuerda con igual detalle las dificultades que una muchacha pobre y racialmente ambigua tuvo que atravesar para conquistar la corona de Miss Venezuela, un título que en sus inicios se rifaba entre señoritas de sociedad. “Los comentarios que se oían: ¡imagínate lo que va a representar a Venezuela! Esa negra, esa india, esa inculta…”

Un intercambio parecido escuchó su madre en un baño del Hotel Tamanaco la noche de la gala final. Ella no se hizo reina por consenso. La noche de la coronación el jurado estaba dividido también y, en un inusual ejercicio de participación popular en tiempos de una dictadura militar como la de Marcos Pérez Jiménez, el público eligió con sus aplausos. Esa división en los criterios que juzgaban lo aparentemente estético, y esa agresión a lo que amenazaba con ocupar el espacio de lo que había sido poderoso, son un testimonio de la Venezuela del siglo XX que empezaba a ver cómo le hacía frente a la eterna pregunta de quiénes somos. En un concurso de belleza se abría el campo de batalla para discutir, al menos, sobre clase, raza y género.

La historia de Susana Duijm está tramada por varias microépicas como éstas. Ella recuerda casi mecánicamente cada uno de los episodios: los titulares de su llegada a Londres que daban fe de una reina suramericana perdida en la neblina; su encuentro con Jacqueline Kennedy en una fiesta con dos orquestas en Palm Beach; los rumores de sus amoríos con el actor George Hamilton, con el diseñador de modas Oleg Cassini y hasta con el mismísimo dictador Marcos Pérez Jiménez.

Ese último rumor fue de los pocos que le han causado angustias: “Al principio me dolía muchísimo que dijeran eso, pero después dije: ‘¡Ay no! Me sabe a mierda, ¡que digan lo que sea! Así que cuando me lo preguntan respondo: ¡Ojalá! Tuviera yo ahorita en Margarita, allá arriba en Pampatar, en esos peñascos así grandotes, una tremenda quinta y abajo un tremendo yate”, dice con ironía. Es un rumor que encontró su verosimilitud en una asociación lógica entre la nueva ciudadanía que Susana representaba y los ideales de la patria que el general quiso patentar. Pero, así como a las autoridades de la alta costura parisina, Susana tampoco les prestó atención a las autoridades locales.

Verla en la cabina de radio es ver cómo maneja el tiempo con la destreza de una veterana. Sabe cuándo le tocan las cuñas, lee a la vez que escucha y presta atención a las direcciones técnicas. Su tono de voz se torna ligeramente más suave en el micrófono y ciertas palabras altisonantes desaparecen. Sin embargo, hay una chispa que nunca se va, que suena siempre en la carcajada ronca con la que se funden las últimas sílabas de sus comentarios. En ese espacio casi instantáneo de informalidad se deja ver de nuevo la reina que cambió el mejor coq au vin del mundo por un plato de espaguetis con caraotas y una suite en París por un chinchorro en Pampatar.

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