La foto es furtiva. La mirada de Tito Caula, el fotógrafo, reparó en la reiteración de la postura del hombre y los dos niños, con la pierna derecha recta y la izquierda flexionada, y rápidamente hizo la composición de acuerdo con la proporción áurea. El borde izquierdo de la columna y el contorno del cuerpo del adulto delimitan los tercios verticales, sabiamente cruzados por dos diagonales, la que dibujan las tres cabezas, y la del techo.
Lo hizo rápidamente. Por impulso. Por reflejo de gran fotógrafo. Sin hacer notar su presencia y la de la cámara, que hubieran mediatizado la imagen, restándole naturalidad. El hecho de que los tres estén de espaldas denota que el autor no quería alterar el momento ni distraer a los participantes de su concentración. La presencia de los niños le hizo extremar su discreción. No quiso agredir abiertamente (“Todo uso de la cámara implica una agresión”, recuerda Susan Sontag) y por eso actuó con la delicadeza del coleccionista (“Fotografiar es apropiarse de lo fotografiado”), encantando, quizá, con ese amago de coreografía. ¿No es como si estuvieran bailando al mismo son, suavecito?
La situación parece ser la de un padre, ¿un hermano mayor?, que estudia la oferta de la rocola. El niño mayor observa las teclas, la ranura por donde se deposita la moneda, los números y letras con que se identifican las canciones… Y el más pequeño se asoma por detrás de la máquina como para desentrañar el misterio de esa caja de luces con un brazo, de cuyos altavoces surge una orquesta. En el vidrio lateral se proyecta una cuarta figura, también masculina, que parece formar conjunto con los tres que vemos en primer plano, solo que este tiene una especie de sustancia fantasmal, de aparecido. Hay muchas canciones que vienen aparejadas con espectros, con seres del pasado, con sombras inexplicables… como la fotografía.
Gracias a este robo venial podemos asomarnos a un instante de nuestro pasado (“El fotógrafo saquea y preserva, denuncia y consagra a la vez”, insiste Sontag). Para el momento de esta foto (alrededor de 1962) el Club Puerto Azul estaba recién inaugurado, como la democracia venezolana. La imagen nos trae un país relajado, dominical; claro que las rejas tienen sus alambres. No olvidar que la naciente democracia sufría mil asedios. La cerca no es bonita, pero tiene sus ventajas: además, desde luego, de dejar fuera los indeseables, permite ver el paisaje circundante, así como la picante brisa del Caribe. Para muchos de los asistentes, este es el segundo o tercer día del paréntesis vacacional, lo sabemos por el cabello de las señoras, dejado al desgaire, estropeado ya el peinado por el baño de mar. Visto a una distancia de medio siglo, nos sorprende la falta de aprensión, el hecho de que nadie vire para ver quién anda por ahí. Esa distensión le ha servido al fotógrafo para merodear sin consecuencias. ¿Es concebible, en estos días, ignorar de tal modo al extraño que se deslice por ahí, entre tus hijos, tan cerca de tu mujer despeinada y sin afeites, como recién salida de la ducha?
La imagen está dividida por el centro por la columna donde vemos el enchufe de la máquina. Pero, además, por esos azares que las fotografías adoran, también están segregadas las mujeres por el afán en su arreglo. Las de la izquierda se sienten cómodas y bonitas con su incipiente bronceado, y las de la derecha, presuntamente recién llegadas, lucen maquillaje y acabado de peluquería.
El techo que vemos ya no existe. En el deslave de 1999, el club quedó enterrado bajo una capa de dos metros de lodo, piedras y escombros. Los socios se organizaron para reconstruirlo y lo volvieron a hacer, cuando otra vaguada, en 2005, causó nuevos destrozos. Es una comunidad organizada que se ufana, con razón, de su apertura a gentes de todos los credos. Entre ellos se cuentan miembros de 22 nacionalidades y hay, además de católicos, judíos y musulmanes. Por esa unidad pudieron superar también el colapso del viaducto de la autopista Caracas-La Guaira, que privó a los socios residentes en Caracas del acceso al club, con lo que la tasa de morosidad volvió a poner a esa comunidad en crisis.
Y la rocola, llamada en otros países, como el de Los Picapiedras, gramola, y en otros, sinfonola, es una Wurlitzer modelo 2100, capaz de reproducir 200 canciones en cien discos de 45 RPM, que se daban la vuelta mediante un mecanismo de carrusel (lo que el niño pequeño trata de espiar), dado que se escuchaba ronronear entre canciones. Tenía también un mecanismo para llevar la cuenta de las reproducciones de cada canción, así se podía saber cuáles eran las más requeridas. Es lo que explica, entre otras cosas, que cada rocola fuera singular, una combinatoria única. Siempre música popular, desde luego.
En cuanto el joven termine su tarea, se escuchará un leve crepitar y luego una pieza conocida por todos (esa era otra, las rocolas no estaban para moderneces ni melindres). Y entonces, el mundo era otro, rítmico, divino, memorable y memorizable, confiable.
«Únicamente tú / eres el todo de mi ser / y nada iguala la pasión / que siento yo por ti…».
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