J.T. Welch of Louisiana, Circa 1930 | Fotografía de Autor desconocido ©ArchivoFotografíaUrbana

«Las condiciones penitenciarias en Venezuela son de las peores del mundo”

Fecha de publicación: diciembre 2, 2018

En alocución de 1936, a pocos días de tomar el poder tras la muerte de Gómez, el general Eleazar López Contreras aseguró que una de sus primeras acciones como gobernante de Venezuela sería derrumbar La Rotunda. Efectivamente, el 2 de enero de 1936 apareció en Gaceta Oficial Nº 18.843 el decreto que ordenaba la demolición del “edificio destinado a la cárcel pública, situado en esta ciudad [Caracas] en la calle Sur 2, entre las esquina de la Cárcel y Hospital, conocido con el nombre de La Rotunda. Y constrúyase en su lugar una plaza pública que se denominará Plaza de la Concordia, como símbolo del pensamiento de unificación nacional del cual están vinculados los futuros destinos de la República”. Un mes después, el 1º de febrero 1936, fueron arrojados al mar los grillos con los que Gómez había torturado a los presos políticos.

¿Cómo se explica que este hombre, rozagante y casi sonriente, pose para la cámara usando el perno con dos abrazaderas que no solo impedían –o dificultaban en grado extremo– la movilidad sino que producían un gran dolor, que el prisionero empezaba a tolerar cuando se acostumbraba a esta tortura y aprendía a vivir con ella reduciendo en cierta medida sus tormentos?

En su libro Memorias de un venezolano de la decadencia, José Rafael Pocaterra narra su llegada a La Rotunda, en 1919:

“Un ordenanza me despoja de los zapatos; colócame dos argollas sobre los tobillos, pasa luego por ellos una gruesa barra y a golpe de mandarria que despierta los ecos de aquel recinto, espaciada, comienzan a remachar la chaveta de acero… Todo aquel aparejo pesaría unas setenta o setenta y cinco libras.

–¡Trata de sacar el pie!– me recomienda el llamado Nereo [Pacheco].

Como no le hago caso, fuerza mis pies a ver si doblándolos logro sacarlos de la argolla infame. Ahoga en mi alma el dolor del esguince. Me he roto el labio inferior con los dientes. Una ira loca me invade y, como todavía estoy fuerte, me arrojo sobre la tabla y levanto en vilo el par de grillos sacudiéndolos sobre la madera. Salen. Acaban de clavar la cortina hasta abajo. Ni una línea de luz. Alguno, el Nereo tal vez, murmura al partir:

–Este es de los bravos, ¡pero aquí se amansa!”.

El caballero de la foto no trasluce ninguna de estas incomodidades. Es inconcebible, por otra parte, que un reo sujeto con grillos estuviera fuera de La Rotunda y ni pensar que posara para un fotógrafo en un parque, a plena luz del día y sentado en la caminería de un parque. Lo otro es que los grillos estaban destinados exclusivamente a los presos políticos. Cipriano Castro había sido el primero en establecer esta forma de degradación del preso político. Y Gómez no encontró ningún inconveniente para persistir en su uso.

La foto tiene adherido en el envés un papel ya muy amarillo donde dice que este hombre es una “víctima de la prisión venezolana, que busca ayuda del Departamento de Estado de EE.UU. para recuperar a su hija”. Según la nota, J.T. Welch, de Luisiana, tiene en los tobillos unos hierros que le pusieron durante su encarcelamiento en Venezuela cuando intentó salir de ese país con su pequeña hija.

J.T. Welch of Louisiana (Reverso), Circa 1930 | Fotografía de Autor desconocido ©ArchivoFotografíaUrbana

–Tras ser liberado, a Welch se le permitió irse del país, pero el Gobierno retuvo a su hija y ahora busca ayuda del gobierno de los Estados Unidos para recuperarla –dice el texto, que guarda el tono de un despacho periodístico, pero sin especificar fecha, lugar de detención ni, en suma, aportar datos que le darían veracidad.

El cuento apunta a que el tal Welch había venido a Venezuela a trabajar en una compañía petrolera y aquí se casó con una venezolana, que terminó dejándolo. Él, entonces, decidió regresar a los Estados Unidos llevándose a la muchachita, pero habría sido detenido, encarcelado y maltratado. Bueno, esto no es muy difícil de creer, aún si el delito hubiera sido el intento de sacar del país a una menor sin autorización de la madre. Pero el asunto se empastela porque, según el papelito amarillento, Welch fue liberado por influencia de los adjuntos del gobierno de los EE.UU., y aún así le habrían dejado los grillos, “que pesan casi 50 libras”, (en La Rotunda había presos atados a cargas aún mayores), “y están sujetos de manera que no le permiten caminar. Puede estar pie o sentado y, cuando quiere moverse, debe agacharse y moverse a cuatro patas”.

¿El aspecto de este hombre conduce a pensar que está en semejante predicamento? Es evidente que no. Pero, aún si fuera así, ¡qué hace en un jardín soleado, con ropa limpia, un flux de cuya chaqueta parece haberse despojado hace un minuto, con una camisa impoluta y una pajarita!

“Las condiciones penitenciarias en Venezuela se encuentran entre las peores del mundo”, se asegura en el texto, con lo que gana en credibilidad. Quién va a negar una realidad con vigencia desde la Colonia y con crueldad que no ha hecho sino crecer hasta nuestro días, cuando reviste la dimensión de una tragedia.

En el remate, la gacetilla dice que el señor Welch ha logrado interesar a los miembros del Congreso en su petición de ayuda para recuperar a su hija. En este punto nos imaginamos que el tipo encontró, no se sabe cómo, un grillo y se fotografió con él para engatusar a algunos congresistas de su país. Porque el caso es que en la última línea nos enteramos de que no solo quiere que le echen una mano con su retoño sino que también una reclamación “de varios miles de dólares contra el gobierno venezolano por unas tierras petroleras y unos equipos de perforación”.

Todo luce falso en la imagen de este ¿pelirrojo? (podría ser), bien peinadito con raya a un lado, atlético y bien alimentado, que asegura haber sido obligado a cargar unos grillos ¡sobre calcetines inmaculados!

Si los congresistas, a quienes Welch pidió ayuda para recobrar su hija y sus reales, hubieran hecho una somera investigación, se habrían enterado de que los grillos no solo inmovilizaban a los harapientos reos sino que les producían heridas.

Qué va. Esto está muy raro.

Una cosa sí es cierta. El acto de arrojar los ominosos fierros al Caribe, en 1936, contó con la presencia de varios oradores, entre quienes se encontraba Andrés Eloy Blanco.

“Hemos echado al mar los grillos de los pies”, dijo el poeta. “Ahora vayamos a las escuelas a quitarle a nuestro pueblo los grillos de la cabeza, porque la ignorancia es el camino de la tiranía. Hemos echado al mar los grillos. Y maldito el hombre que intente fabricarlos de nuevo y poner una argolla en la carne de un hijo de Venezuela”.

 

Lea el post original en Prodavinci.

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