Cuando un paciente acudía a Hipócrates por primera vez, de seguro quedaba impresionado por el método del facultativo. Lo primero es que el sabio de Cos jamás atribuía las dolencias a rabietas de los dioses ni a venganzas de los cielos. Si alguien estaba enfermo es porque algo andaba mal en su organismo, su mente o su dieta y hábitos. Y para saberlo, ponía en marcha dos poderosas fuentes de datos, la observación y el diálogo.
Hipócrates sometía al paciente a una exploración tan minuciosa que involucraba la totalidad de sus propios sentidos. Con la vista se percataba de los movimientos del enfermo, del estado de su piel, ojos, lengua, mucosa nasal, recto y vagina. Con el oído reparaba en la voz, la respiración, la tos, la crepitación de los huesos fracturados, si era el caso, el tránsito de gases. «Lo que se oye», anotó, «permite tener noticia de lo que no se ve». Se valía del tacto para conocer la temperatura, el pulso, la posición de los huesos, así como la consistencia, volumen y dureza de los órganos. En el Corpus Hipocrático se alude a la inspección olfativa que también tenía lugar, puesto que el clínico derivaba valiosa información del olor de la piel, el sudor, la boca, los oídos, las heces, vómitos y orina e incluso de las heridas y úlceras. Y son frecuentes también las menciones a la exploración gustativa del sudor y las lágrimas, entre otras secreciones. Pero al médico hipocrático no le bastaba esta batida, también quería saber qué sentía el paciente, desde cuándo, a qué atribuía sus malestares y cómo llevaba su vida. Con este interrogatorio el médico quedaba al tanto no solo de la edad y circunstancias vitales del paciente sino también de sus pensamientos, su grado de instrucción, su inteligencia y emotividad, sus aspiraciones y despechos.
A partir de estos indicios, Hipócrates y sus seguidores, quienes integraron una nueva doctrina médica, -que podría llamarse científica, apegada a los signos y a los síntomas de los pacientes y no al empirismo o a la magia-, hicieron descripciones de las enfermedades en términos despojados de acento literario o religioso, derivadas de una intensa capacidad de observación, con gran sobriedad y precisión. Ellos fueron los primeros en hacer historias clínicas. Además, los hipocráticos tenían, entre sus reglas terapéuticas, la del buen hacer: «Hacer lo debido y hacerlo bellamente». En fin, muchas son las razones para que Hipócrates de Cos (460 a. C-370 a. C.), sea llamado padre de la Medicina occidental.
Veinticuatro siglos después, en 1967, nació en Caracas una niña que se haría médica. Se llama Mariana Mendoza. Al graduarse de bachillera en el colegio Emil Friedman se fue a Nueva York a estudiar Arte en un “college”. Ya se había apuntado en el registro nacional de universidades y había solicitado un cupo en Medicina, en la UCV. Pero en vez de salir allí, la asignaron a la ULA (Universidad de los Andes. Terminado aquel año de paréntesis, Mariana regresó a Venezuela y empezó sus estudios superiores. «Yo nunca había estado en Mérida. La ciudad me encantó y la carrera también», dice. Cuando ya iba adelantada, la universidad fue a un paro y ella se tomó un paréntesis para irse a París, donde estaría un año. «Fue entonces cuando empecé a estudiar fotografía», recuerda. De regreso a Mérida, continuó con sus estudios y con la investigación que venía haciendo en los pueblos de ese estado andino. «Yo hacía un trabajo que se llama Diagnóstico de Salud de las Poblaciones. Iba a todas las casas, hablaba con sus habitantes, tomaba nota de sus características físicas y sicológicas, señas exteriores, así como sus enfermedades y dolencias, y luego hacía un diagnóstico de las población en su conjunto. Esta es una información que en el pasado se recababa para hacer planificación sanitaria».
En 1995 egresó de la ULA con el título de Médica Cirujana; y casi inmediatamente empezó la maestría en Biología de la Reproducción Humana, en el IVIC, que concluiría en 2001. También se casó y tuvo dos hijos. Tenía claro que no se dedicaría a la clínica, sino a la investigación. Lo que quizá no sabía con certeza es que también sería fotógrafa profesional. Hizo el servicio rural, requisito para graduarse de médico, en el Centro de Atención Integral al Indigente Luis Ordaz, en San Martín, Caracas. «Allí vivían 200 indigentes, los otros médicos y yo. Allí vivía y dormía, todo, y me encantaba. Tuve una relación muy linda con los indigentes. Después de terminar la rural, volví e hice un trabajo de fotografía con ellos».
Mariana Mendoza ha hecho estudios de fotografía en Roberto Mata Taller de Fotografía, Organización Nelson Garrido, Centro de Estudios Fotográficos CIEF y en el International Center of Photography. Ha participado en los talleres: Fotografía de calle en la ciudad de Nueva York, con el fotógrafo Harvey Stein (2016); El arte de editar (2018) y Explorando tu propia mirada, taller de fotografía documental (2019), ambos en la ciudad de Nueva York, con los fotógrafos Alex Webb (Agencia Magnum) y Rebecca Norris Webb.
En 2016 obtuvo el 1º lugar, categoría serie, en el II Concurso Nacional de Fotografía, convocado por la delegación de la Unión Europea en Venezuela (Mujer, hombre: igualdad de género). Y en 2017 obtuvo el 2º lugar, categoría serie, en el III Concurso Nacional de Fotografía convocado por la misma delegación, ahora en Inclusión social.
Y en 2016 hizo su tercera exposición, titulada “Las cuidadoras de Caracas”, una serie fotográfica que aborda la invisibilidad de quienes se dedican a atender personas dependientes. Parte de este conjunto, que está íntegramente en la colección del Archivo Fotografía Urbana, se está exhibiendo en la Sala Mendoza, en la exposición “Hacia una historia de la mirada: el retrato en la colección Archivo Fotografía Urbana”, que estará hasta abierta el 7 de diciembre.
“Las cuidadoras de Caracas” es una serie de 24 retratos hechos entre los años 2013 y 2015. «Son fotos hechas en las habitaciones de las personas dependientes, en hogares de todos los estratos socioeconómicos. Las retratadas son participantes voluntarias. El conjunto inicial fue de 80 imágenes, que luego reduje a dos docenas».
–En Caracas -explica la artista- hay miles de personas que dependen de la ayuda de otra en su cotidianidad. Es una problemática a la que nos enfrenta el envejecimiento en las sociedades que vivimos en la actualidad. Claro que siempre ha habido gente impedida y cuidadoras; y fíjese que decimos “cuidadoras”, en femenino, porque ese trabajo ha sido impuesto secularmente a la mujer, a quien se considera responsable de velar por la salud de la familia. Y la mujer lo asume como un compromiso moral, marcado por el afecto, con un costo personal muy alto, porque es una tarea impuesta. La mayoría de las mujeres asumen este rol, en muchos casos no remunerado y siempre invisibilizado, como una obligación que se debe acatar de manera natural por parte del género femenino.
Al preguntarle cómo empezó a hacer este trabajo, Mendoza explica que la primera retratada fue la cuidadora de su madre. «Era más bien una acompañante, puesto que mi madre no necesitaba asistencia. Aquella mujer era un personaje muy importante, porque cumplía una función de gran relevancia en la casa, para la familia, pero a la vez era muy solitaria. Empecé a hacerle retratos para darle una voz. Luego hice una segunda, una tercera, y después no podía parar. Al principio yo las buscaba y luego empezaron a llegar ellas solas. Hice retratos en los cuatro puntos cardinales de Caracas, en La Vega, Petare, Country Club, Sebucán, Prados del Este, El Hatillo… todas las zonas. Quería conocerlas. Ver cómo son las cuidadoras, cómo hablan, cómo van vestidas, si tienen uniforme, si están satisfechas con su trabajo. Mi prioridad era mi contacto con ellas, escucharlas, las fotos venían después. Y siempre era lo mismo. Yo llegaba y ahí estaba la cuidadora. Paradita. Silenciosa. A la mano. Como si estuviera a punto de desaparecer para reaparecer cuando la necesitaran».
Según explica la fotógrafa, las 80 cuidadoras pueden agruparse en dos partidas. Las cuidadoras que ejercen esta función como empleo, es decir, que no tienen consanguinidad con las personas dependientes y reciben un salario por ello. «Conocí empleadas que tenían 40 años trabajando con una misma familia», dice Mendoza. «Habían sido niñeras, auxiliar de enfermería, cuidadoras de una abuela, tras cuya muerte seguían cuidando a otra persona». Y está el grupo de los familiares encargados de cuidar a los otros miembros. Por lo general, hijas. «La hija que no se casó», dice Mariana con tono paródico. «Las mismas mujeres participan de esa dinámica que condena a otras mujeres a un rol al que son destinadas sin preguntarles si lo quieren ejercer. Es común escuchar a una señora: “Qué lástima que yo no tenga una hija para que me cuide…”. Es esa mentalidad de que me tienen que cuidar. Esas hijas/cuidadoras dejan de lado sus aspiraciones. Renuncian a tener una vida y se amarran a un trabajo muy duro, sin reivindicaciones laborales ni posibilidad de ascenso. Conocí una mujer que dedicó toda su vida a cuidar a su madre. Empezó a cuidarla desde la adolescencia. Decía que quería morirse y, efectivamente, se murió.
De hecho, murió antes que la madre».
Las mujeres retratadas aparecen muy serias. Graves, se diría. «Por lo general, están agotadas. Las parientes, porque se sienten presas en una situación, y las asalariadas porque la situación las sobrepasa. Estas mujeres suelen ser muy fuertes físicamente. Tienen las manos inmensas. La relación entre ellas y la persona dependendiente es muy compleja. Cualquiera de las dos se puede convertir en un tirano. La cuidadora se queja de que está sobrecargada de trabajo, que no tienen horario; y resienten la soledad. Todas se quejan de estas dos cosas, porque el hecho en todas partes es lo mismo, las cuidadoras son invisibles. A las empleadas nadie las ve y a las hijas, nadie las visita. Para colmo, es común que las empleadas lleguen a su casa a seguir cuidando a sus parientes, con lo que participan de los dos grupos».
El hecho de que de las 80 personas retratadas solo una era un hombre, un enfermero, impactó a la fótgrafa y le confirmó que en esto priva un asunto de clara desigualdad de género. «Se admite como algo natural: eres mujer, eres cuidadora. En muchos casos, la cuidadora de un pariente tiene hermanos varones que no se ocupan. Dan por hecho que eso no es para ellos, que para eso está la hermana. Es un flagelo mundial e histórico. Ocurre en todas partes y en todos los tiempos. Claro que en los países desarrollados hay mecanismos para aliviar esto».
En la actualidad, Mariana Mendoza está haciendo un trabajo fotográfico en el páramo merideño. «Es un proyecto documental sobre la familia venezolana, que he empezado en esas montañas. Ya tengo dos años yendo cada dos meses. Me quedo de cinco a diez días y les hago retratos en sus casas, en sus parajes. En el páramo es difícil separar al habitante del paisaje. Cada vez que voy les llevo copias impresas de sus retratos. Para ellos es importantísimo tener fotos de su familia».
Su método es siempre el mismo. Observa, interroga, escucha, toma notas, y luego hace algo hermoso. Algo preciso.
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