José Alberto Olivar presenta un capítulo “muy documentado acerca de las Fuerzas Armadas, que tiene la particularidad de no atender tanto (tratándose de materia conocida) a sus tentaciones como árbitro del poder sino, más bien, a lo que significó el desarrollo y ampliación curricular de sus distintos componentes”.
Introito
Cuando Venezuela se aproxima a la conmemoración del primer centenario de la Independencia en 1911, su organización militar en nada guardaba relación con el Ejército Libertador que había participado en la magna gesta emancipadora. La epopeya bélica tocaría fin luego de disipada la humareda en el altiplano de Ayacucho, dando paso a un irrefrenable declive que terminó por disgregar aquella formidable maquinaria de guerra.
El siglo XIX venezolano discurrió en medio de recurrentes altibajos políticos que hicieron del Estado un armazón de papel en lugar de un núcleo compacto capaz de dirigir, tal como lo definía Max Weber, la unificación social y económica del país. Dos de sus funciones esenciales distaban mucho de lucir convincentes, a saber: la defensa nacional y la preservación del orden interno.
Un reflejo de las múltiples carencias físicas de aquella novel república lo patentó la inexistencia de un Ejército profesional de alcance nacional, dado que la fuerza terrestre, aludida en las memorias anuales del Ministerio de Guerra y Marina, no abarcaba en los hechos más allá del perímetro fortificado alrededor de la provinciana ciudad de Caracas. No menos anodino lucía el papel de la Marina de Guerra, constituida por rudimentarias goletas de velámenes que cumplían efímeras labores de patrullaje marítimo y fluvial, sin mayor poder de fuego disuasivo. Y, en lo referente al carácter profesional, la realidad se perdía en el bosque de la sinrazón puesto que el grueso de sus integrantes no eran auténticos militares de carrera sino «civiles armados», cuyas charreteras eran resultado del fragor de las guerras intestinas. Hubo —sí— contadas excepciones de militares egresados de malogrados intentos por hacer valer una modesta Academia Militar.
Tal escenario resultaba propicio para que el comportamiento político de los venezolanos no tuviera otro modo de manifestarse sino por medio de acciones armadas a escala local, regional y nacional, protagonizadas por los caudillos y sus huestes particulares. Se trataba de un personalismo altisonante que imponía sus propias reglas y mantenía intacta una forma vernácula de relación patrón-clientela que se aprovechaba de la inculta percepción de un segmento numeroso de la población.
Será con el despuntar del siglo XX, tras la llegada al poder de los andinos dirigidos por el general Cipriano Castro, cuando tenga lugar la vertebración de un Ejército efectivo, integrado por un pie de fuerza de 30 batallones, provisto de ración y vestuario adecuado, amén de reforzado con material y equipos de combate traídos de Europa, todo con el fin de imponer un esquema centralizado de poder que redujo hasta su más mínima expresión la capacidad de maniobra del «caudillaje histórico», y concentrar la toma de decisiones en manos del jefe del Ejecutivo nacional sin admitir límites para el ejercicio de su poder hegemónico (2).
Para comprender la estructuración de aquel Ejército sobre el cual se edificaron más tarde las Fuerzas Armadas Nacionales hemos deslindado cuatro grandes momentos, en el entendido de que su evolución a lo largo del siglo XX estuvo imbricada en dos procesos definitorios: la modernización del país y la profesionalización militar, cuestiones que nos proponemos dilucidar en las siguientes líneas.
Primer momento (1910-1945)
El Ejército del «Jefe»
Sobre la planicie Cajigal, una de las colinas situadas al oeste de Caracas, un grupo de alumnos realiza ejercicios militares. Todos ellos previamente seleccionados por los presidentes de cada uno de los estados de la Unión para así imprimirle carácter orgánico al objetivo de formar a los futuros oficiales del Ejército Nacional y la Marina de Guerra. En aquel lugar se había erigido hacía poco un imponente edificio diseñado por el ingeniero Alejandro Chataing y el arquitecto Jesús María Rosales Bosque para albergar la Academia Militar e inicialmente la Escuela Náutica.
Así comienza la historia de la que será conocida como la «Reforma Militar» que, entre 1910 y 1913, se realizará para convertir al otrora Ejército Restaurador en un Ejército profesionalizado. Aquel cuerpo estaba integrado en su mayor parte por soldados de origen tachirense, venidos a Caracas en tiempos de la invasión de los sesenta durante el ya lejano 23 de mayo de 1899, y luego reforzado con los numerosos alistados que hicieron frente a las embestidas del caudillismo coaligado en torno a la Revolución Libertadora (1901-1903).
El propósito, en principio, era purgar cualquier elemento desafecto a la nueva realidad política impuesta a partir del desplazamiento del general Cipriano Castro por su vicepresidente, el general Juan Vicente Gómez, en diciembre de 1908. La «evolución dentro de la Causa», tal como fue calificada la maniobra de sustituir a un jefe andino por otro, implicaba aceptar los hechos cumplidos y cerrar filas a favor de la perpetuación de un modo vernáculo de ejercer el poder.
Se trataba de la expresión más acabada de una dictadura liberal regionalista que se valía de la elementalidad caudillesca y el aislamiento cultural generalizado para imponer fórmulas constitucionales que secuestraran la soberanía popular y otorgaran preferencia regionalista a la función gubernamental en todos los niveles (3).
La centralización del poder y la aniquilación de cualquier amenaza que atentara contra la estabilidad del nuevo orden político requerían de un brazo armado cuyo núcleo estuviera formado por soldados y oficiales andinos, de preferencia nacidos en el estado Táchira, ligados bajo un sistema patriarcal de relación directa con el general Gómez y su Ejército. La fidelidad al «Jefe», como llamaban a Gómez, estaba por encima de cualquier otra consideración; de ahí que los jefes militares designados por él debían responder por la paz y sosiego de los lugares en los que eran asignados (4). En los hechos, la estructura y el funcionamiento de la fuerza militar acusó un talante andino-tachirense que arropó a todo el país, al punto de dar la impresión de hallarse bajo la férula de una suerte de «ejército de ocupación»(5).
Esta distintiva concepción se vería reñida a la larga con los planes de profesionalización concebidos por algunos de los funcionarios subalternos del general Gómez. Uno de ellos fue el coronel chileno Samuel McGill, miembro del Cuerpo de Ayudantes de la Inspectoría General del Ejército a cargo del general Félix Galavís.
En 1910, McGill fue contratado en calidad de instructor por el gobierno de Venezuela para darle forma al funcionamiento técnico de la Academia Militar de La Planicie con base en los principios de organización, disciplina y estrategia de la Escuela Prusiana (6). Así tuvo la oportunidad de participar en la comisión para la redacción de los nuevos reglamentos militares y en el diseño de programas de instrucción dirigidos a los jóvenes cadetes en los cuales se hacía hincapié en el aprendizaje del orden cerrado, el manejo de las distintas posiciones de tiro, la gimnasia muscular, ejercicios de caballería y práctica de artillería.
Las paradas militares comenzaron a hacerse cada vez más frecuentes sobre todo después de los actos conmemorativos del primer centenario de la Declaración y firma del Acta de la Independencia en 1910 y 1911. Pero aquello no era más que una muestra de los verdaderos propósitos del régimen gomecista en ciernes: «construir una fuerza efectiva a corto plazo suficientemente cohesionada para las futuras eventualidades»(7). Una de ellas era la sucesión presidencial, causa frecuente de crisis políticas.
Y, en efecto, a partir de 1913, cuando se entroniza la máxima de «Gómez Único», echando a un lado el juego de la política consensual que caracterizó su gobierno desde sus días iniciales, la excusa de una supuesta invasión castrista le permitió hacer gala de una fuerza militar actualizada y remozada en lo organizativo, logístico y armamentístico. No en balde el presupuesto del Ministerio de Guerra y Marina se incrementó de manera exponencial de 7.000.000 de bolívares en 1910 a 20.000.000 en 1914. Gracias a esta provisión de recursos los servicios de ingeniería, intendencia y sanidad militar recibieron notables mejoras y el sueldo del personal se pagaba sin demora.
De igual modo, en 1912 se había establecido una Escuela de Telegrafía adscrita al Cuerpo de Artillería del Ejército y se distribuyeron 23 batallones como unidades tácticas superiores en lugares estratégicos del país, tales como Caracas, Maracay, San Cristóbal, Trujillo y Maracaibo. En cada uno de ellos, los efectivos acantonados fueron dotados de un único tipo de fusil Máuser 71-84 de manera de imprimir coherencia en el manejo de las armas y utilización de municiones. Asimismo, la Marina de Guerra obtuvo la incorporación de un nuevo vapor artillado, además de que se ampliaron las instalaciones del dique astillero y muelle de Puerto Cabello.
Gómez se declara en campaña y, al frente de 6.000 hombres cuidadosamente uniformados, con penachos a la usanza prusiana, y repartidos en fuerzas de caballería, artillería e infantería, emprende una pletórica marcha en columnas desde Caracas hasta Maracay donde establece su cuartel general. Desde entonces, la localidad aragüeña será adoptada por el «Benemérito», no solo como suerte de capital paralela a la ciudad de Caracas, sino como base militar de primer orden, donde serían edificadas importantes obras de fortificación como el Cuartel Sucre, el Cuartel de Infantería Bolívar, el Cuartel de Caballería Páez, el Hospital Militar de Maracay y la futura Aviación Militar. «Desde allí el Ejército Nacional podía marchar, con la ventaja proporcionada por las carreteras interconectadas en este punto, a detener a los caudillos que pretendían invadir por el occidente, el llano o el oriente del país» (8).
Cabe acotar el especial interés que ocupó la vía hacia los Andes en cuyo recorrido, desde el centro hasta el estado Táchira, se emplazó la infraestructura militar más importante del país en virtud de la ubicación estratégica de las principales ciudades interconectadas. El objetivo era levantar epicentros inexpugnables que, en conjunto, aseguraran el control político y militar de esta región fronteriza con Colombia (9).
Para completar la traza del poder, el 19 de abril de 1914 fue aprobado un Estatuto Provisorio que separó a la autoridad civil y la autoridad militar hasta entonces fundida en el presidente de la República. Se crea la figura del comandante en jefe del Ejército Nacional a la medida del general Gómez, quien fuera designado por el Congreso de Diputados Plenipotenciarios de los Estados Unidos de Venezuela con el fin de dirigir la guerra, mandar al Ejército, la Armada y organizar la Milicia Nacional durante un lapso provisorio. Y para más señas, a fin de ejercer conjuntamente con el presidente provisional de la República (que a tal efecto se nombraría) varias atribuciones del Poder Ejecutivo.
Los hechos redundarán en una larga provisionalidad que habrá de prolongarse hasta 1922, cuando Gómez convenga en reasumir la Presidencia de la República y la inusitada separación resulte eliminada del ordenamiento constitucional. No obstante, en 1929, la fórmula reapareció mediante una disposición transitoria inserta en la Constitución que le reservaba al general Gómez el mando exclusivo del Ejército, sin necesidad de ocupar la primera magistratura nacional.
La Fuerza adquiere músculo y tesón
La consolidación del efectivo Ejército Nacional gomecista se apuntaló sobre una progresiva institucionalización que le aseguró, por un lado, el monopolio de todo cuanto habría de atañer al control del orden interno y la defensa de las fronteras ante posibles incursiones de enemigos políticos y, por otro, el desarrollo de un espíritu de cuerpo fundamentado en un conjunto de valores compartidos entre sus miembros que le imprimieron cohesión y disciplina.
Lo primero se reconoce en el armazón legal que soportó al aparato militar, el cual tuvo como referentes preparatorios los cambios introducidos bajo el gobierno del general Cipriano Castro en el marco de la Constitución de 1901 que suprimió el precepto establecido desde 1864, el cual prohibía al Ejecutivo Federal situar en un estado fuerza y jefes militares con mando sin el consentimiento de las autoridades estadales. En esa misma dirección, la siguiente Constitución, aprobada en 1904, eliminó el derecho de los estados de la Unión a adquirir armamentos y demás implementos bélicos que fueran necesarios para su seguridad interior porque, en adelante, todos los elementos de guerra serían propiedad de la nación.
Ese mismo año se dicta un nuevo Código Militar que instituye la denominación única de «Ejército Nacional» para remachar la idea de la existencia de un solo ejército como instrumento de unificación, al tiempo que introduce cambios significativos en la organización del servicio militar y favorece el establecimiento de institutos de instrucción militar.
Más adelante, ya consolidado el régimen gomecista, de las siete reformas constitucionales puestas en vigor bajo su dominación, observamos que la aprobada en 1925 incorporó la mayor cantidad de aspectos de carácter centralizador en relación con el poder militar del Estado. En efecto, dicha reforma consagró en su artículo 15 una disposición en la cual los estados de la Unión convenían en reservar a la competencia federal todo lo referido a la conservación de la paz pública en el territorio nacional así como lo relativo a la Armada, el Ejército y la Aviación Militar, permitiéndoles mantener solo sus fuerzas de policía y guardia de cárceles.
Además, eliminó la antigua disposición que restringía la jurisdicción de las fuerzas que se destinaban al resguardo de las fronteras, parques, apostaderos y puertos al recinto de sus respectivas fortalezas y cuarteles. Incluso se suprimió la potestad que tenían los gobiernos de estado de solicitar la remoción o reemplazo de sus funciones de aquellas fuerzas en sus entidades.
Esta evolución jurídica abarcó la aprobación de un nuevo Código Militar en 1923, reformado en 1930, y sustituido por la Ley Orgánica del Ejército y Marina de 1933. Entre las novedosas disposiciones de la legislación castrense destaca la prohibición taxativa al personal activo del Ejército y la Armada de participar en actividades políticas. «Por consiguiente, los militares y navales no ejercerán en ningún caso el derecho de ciudadanía ni como electores ni como elegibles» (10). Establece también la división del país en cinco zonas militares para el mejor cumplimento de los fines de defensa; la creación del grado de mayor para el Ejército, y de su equivalente —capitán de corbeta— en la Armada y, además, impone criterios reguladores para el otorgamiento de pensiones a la oficialidad.
En relación con el primigenio régimen de pensiones, ello representó un paso más en el proceso de institucionalización del Ejercito Nacional al quedar refrendado que sus integrantes cumplían una determinada función pública dentro de la estructura del Estado y por tanto, al cesar la prestación de sus servicios, adquirían el derecho a la protección social durante su vejez. Si bien, en principio, las pensiones militares se otorgaban a los individuos inutilizados por causa de acciones de guerra, o a sus viudas e hijos menores desamparados, aquella concepción comenzó a cambiar a medida que la profesionalización militar tomaba cada vez mayor forma.
Por otra parte, en 1919 fue sancionada la primera Ley Nacional de Formación y Reemplazo de las Fuerzas de Tierra y Mar, la cual estableció el Servicio Militar Obligatorio mediante la formación de contingentes por sorteo e inscripción ante juntas de conscripción estadal y municipal. Estas proveían de un documento denominado «Libreta de Conscripción» que las autoridades policiales y militares exigían para evitar el reclutamiento forzoso (11).
Muy importante resultó también el Código de Justicia Militar y Naval promulgado en 1933 con el fin de otorgarle la preeminencia debida dado que, hasta entonces, era solo una parte accesoria de la legislación castrense. El cuerpo normativo establecía como delitos aquellos que infringían la fe, el honor y el decoro militar.
De tal manera que todo lo anterior guardaba perfecta armonía con la cimentación del esprit d’ corps imbuido en la exaltación paradigmática de las cualidades militares y del rol de los hombres de armas formados por la Academia Militar respecto del Estado y de la nación. Se erigía así un código de honor que reforzaba los valores institucionales y hacía ver la carrera de las armas no como un medio para satisfacer intereses individuales u ocasionales sino como una vocación de vida que exigía compromiso absoluto con la institución armada.
Este precepto contribuyó al logro de mandos unificados, jerarquías reconocidas, disciplina y aprestos operacionales. Pero también traería consigo la confección de una doctrina castrense cónsona con la ciencia positiva que, en tal hora, justificaba la legitimación del mandato autoritario de un «hombre fuerte y bueno» (12). Bajo esa premisa, la «autoridad del César, legítima por razones históricas, por herencia étnica y por causas ambientales no claramente delimitadas en su peculiaridad respecto de América Latina, era el motor para el obligado paso de Venezuela hacia la paz y el progreso»(13).
A partir de este interesado constructo que caló hondo en los cuarteles durante la larga dictadura gomecista, cobró forma una primigenia ideología militar exhibida a través de los siguientes rasgos definitorios: a) carácter pretoriano, b) absoluta subordinación al «Jefe», c) relación paternalista, d) profundo espíritu de cuerpo, e) limitada profesionalización, y f) sentido regionalista (14).
El carácter «pretoriano» y la limitada profesionalización nos explican que, aun cuando «entre 1910 y 1935 egresaron de la Academia Militar 300 oficiales, incluyendo cinco graduados en el exterior»(15), convivieran dentro del Ejército Nacional gomecista los antiguos militares guerreros(16) de la época de las revoluciones junto con la oficialidad profesional.
El general Gómez no permitió la formación de una élite militar con la suficiente autoridad para disputarle el mando supremo de la institución; para ello se valió de distintas formas de castigo y premiación (exilio, cárcel, tortura, prebendas y comisiones) que, en conjunto, resultaban más que suficientes para asegurarle lealtad.
Sin embargo, aquella coexistencia entre los militares de campaña y de academia no estuvo exenta de signos de rivalidad. El propio dictador sembró esa aversión cuando dispuso en 1914, ya firme en el poder, que tres brigadas de infantería realizaran tareas de limpieza, siembra y recolección de frutos en haciendas y potreros, varios de ellos de su propiedad, bajo la añagaza de contrarrestar los efectos de la Gran Guerra en Europa. También llegó a ser muy común destinar a los militares a trabajos de reparación de calles, edificios públicos y construcción de carreteras. Esta última faceta daría pie al cognomento de «coroneles de carreteras» endilgado a hombres a quienes se les encomendaba la tarea de dirigir en forma empírica los trabajos, solapando la función de los ingenieros.
«El general era poco adicto a los técnicos», llegó a revelar uno de sus conspicuos colaboradores y ministro de Guerra y Marina, Eleazar López Contreras. «Se ponen muy resabiados» agrega el testimonio, «yo me quedo con mis mulereños», llegó a decir Gómez en alusión a los oficiales y tropa que les servían como suerte de capataces y peones (17).
Aquellas tensiones aflorarían de manera exigua en las reacciones de los oficiales de escuela ocurridas en 1919, 1922 y 1928, frustrados por la falta de profundización en el proceso de profesionalización instituida en la organización militar. La condición subordinada de estos ante los veteranos de las últimas guerras civiles suscitó la circulación entre ellos de ciertas ideas conspirativas que, en un momento dado, se vieron orientadas a un cambio en la estructura de poder reinante por la vía de la rebelión militar.
Para poner coto a la reincidencia, la Academia Militar fue clausurada el 19 de abril de 1928 y, en su lugar, fue decretada la creación de una Escuela de Aspirantes a Oficiales que funcionó de manera itinerante entre Ocumare de la Costa y Maracay, cerca del temible aparato de vigilancia dispuesto por el comandante en jefe. No sería sino hasta 1937 cuando se reestablecería la Academia en su antigua sede de Cajigal, en tanto que la Escuela Naval funcionaría en Maiquetía.
El poder toma vuelo
El primer vuelo sobre Caracas del cual se tenga noticias había ocurrido el 29 de septiembre de 1912 a cargo del piloto estadounidense Frank Boland, quien se hizo presente en una exhibición aérea y tuvo como pista de aterrizaje el hipódromo de El Paraíso. Piloteó un biplano propiedad de la compañía Boland Aeroplane and Motor Co. Años después sobrevoló los cielos de Maracay y San Juan de los Morros un avión caza Hanriot HD-1 piloteado por el teniente aviador Cosme Renella. Ambas exhibiciones aeronáuticas serían presenciadas por el general Gómez, quien quedó prendado de la idea de reforzar al Ejército mediante aquella poderosa arma disuasiva y ofensiva.
La demostración de la eficacia bélica de estas modernas máquinas durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918) hizo descontar sus iniciales usos de aventura y paseo, cuestión que llevó a muchos gobiernos en América Latina, entre ellos el de Venezuela, a apuntalar el desarrollo de la aviación militar.
Los cambios sufridos tras la derrota de Alemania en la guerra obligaron a Venezuela a explorar nuevos proveedores de material bélico, entre los cuales sobresalían Francia y Bélgica. La influencia francesa se haría sentir con mayor fuerza a raíz de la inauguración, el 10 de diciembre de 1920, de la Escuela de Aviación Militar en el campo de instrucción aéreo establecido en Maracay.
Por entonces, Francia gozaba de gran prestigio en el diseño, construcción y manejo de aeronaves; de ahí que los primeros equipos aeronáuticos —15 unidades Caudron G3 monomotor biplano, biplaza, de tela y madera, con velocidad de 100 kilómetros por hora y dos hidroaviones Farman F-40— fueran adquiridos en ese país, lo cual incluyó la contratación de una misión militar francesa a fin de instruir a los futuros pilotos aviadores, fotógrafos aéreos y mecánicos (18).
La primera misión de combate de la naciente Aviación Militar tuvo lugar el 12 de agosto de 1929 tras recibir la orden de sobrevolar Cumaná y cooperar con las fuerzas del Ejército que libraban combate contra los expedicionarios del vapor Falke, quienes habían desembarcado en suelo oriental. Allí reciben su bautizo de fuego tres aviones Breguet 19 de fabricación francesa, equipados con bombas de 10 kilos y ametralladoras, empleados en esa ocasión para reducir a los insurrectos (19).
La derrota aplastante de aquella expedición antigomecista fue en parte resultado del entrenamiento y cohesión puesto de relieve por los pilotos y mecánicos del servicio de Aviación Militar, quienes cumplieron de manera eficiente la misión encomendada y con ello despejaron cualquier duda con respecto a la utilidad estratégica de esta arma. A modo de estímulo, el régimen dispuso de una mayor asignación presupuestaria para aumentar el número de alumnos pilotos y adquirir más aparatos y repuestos.
Por lo general, la compra de equipos formaba parte de los gastos de endeudamiento; pero esto comenzó a cambiar a partir de las reformas en la Hacienda Pública y, sobre todo, tras el incremento de la participación del ingreso petrolero en el presupuesto nacional durante los años veinte.
El reventón del pozo «Los Barrozos N° 2», a finales de 1922, fue como una primera carga de caballería que abrió el camino a la supeditación de la caficultura al petróleo como principal factor de la economía nacional. Ya en 1926 la exportación petrolera representaba 64,2% del total y, dos años después, el país se posicionaba en el segundo lugar entre los mayores productores de crudo del mundo. Este novedoso escenario se reflejó en un presupuesto público que denotaba un sostenido equilibrio pocas veces apuntado en el pasado.
Por esos años, el porcentaje del gasto militar se estimó en un 11% promedio del total presupuestario con lo cual pudieron erigirse los nuevos cuarteles nacionales en Barquisimeto, Mérida y San Cristóbal; se adquirieron una nueva escuadrilla de aviones Breguet 27, vehículos automotores especialmente acondicionados para fines militares, baterías antiaéreas, ametralladoras Hotshkiss, morteros; hubo dotación de fusiles y municiones de 7 mm, obuses, cañones de 37 mm para tropas de asalto, entre otros equipos accesorios, y se levantaron nuevos cuarteles para la infantería y caballería (20).
Este material de guerra bastaba para los 8.000 efectivos que velaban por la conservación de la pax gomecista en la república. Sin embargo, al compararlo con el potencial de las unidades de línea de varios países latinoamericanos, la brecha resultaba abrumadora, sobre todo en lo que respecta a la Marina de Guerra, cuyas escasas embarcaciones, ni aun reunidas, podían combatir contra un crucero enemigo, hecho que revelaba el deficiente patrullaje del extenso litoral costero (21).
Con todo, la renta petrolera blindó en definitiva a un régimen de fuerza que, en adelante, ya no solo fungirá como guardián de la estabilidad del círculo gobernante y los intereses de sus socios agrario-mercantiles sino que también salvaguardará al capital extranjero que desplegaba sus taladros en busca del codiciado oro negro.
La tutela militar
La desaparición física del dictador en diciembre de 1935 supuso para algunos un cambio inmediato en el orden político y, para otros, la recaída en el viejo expediente de la violencia caudillista. Sin embargo, lo cierto fue que el Ejército Nacional gomecista se erigió en árbitro de los destinos nacionales.
El aparato burocrático civil que medró en todas las instancias del Estado sujeto a la voluntad del general Gómez hizo una lectura de la ineludible realidad política del momento y acogió sin reparo una verdad de Perogrullo: el poder real está en el Ejército. Y, ante el riesgo de una guerra civil instigada por un anquilosado caudillaje que pretendía volver por sus fueros, no dudó en protocolizar una sucesión circunspectamente preparada por el avejentado dictador andino.
Nadie podía dudar que, a la hora de la desaparición de Gómez, el hombre que estaba legalmente a la cabeza de las Fuerzas Armadas, en un país carente de toda estructura de organización política distinta del gobierno, quedaría en la posesión efectiva del poder(22).
En adelante el gobierno sería nominalmente civil pero, en la primacía de este había un presidente cuyo origen era militar: «es una situación de facto, en la que el sector castrense se entiende a sí mismo como representado políticamente en el Presidente de la República y sólo ante él responsable» (23).
Sin embargo, la estabilidad del nuevo gobierno solo estaría asegurada si se garantizaba la comunión de intereses subyacentes en el seno del Ejército, de modo que el general López Contreras en la Presidencia fue la expresión más decantada de sus pares chopo de piedra forjados al calor de las guerras intestinas de finales del siglo XIX, en tanto que el entonces coronel Isaías Medina Angarita, al frente del Ministerio de Guerra y Marina, satisfizo en parte las expectativas de los oficiales de Escuela por ser uno de sus primeros egresados y porque llegó a fungir como instructor y comandante de cadetes en ese recinto.
Situación similar se reeditaría en 1941 al ponerse en marcha el engranaje institucional con miras a la sucesión presidencial pues, más allá de cierto margen de libertades políticas concedidas por el régimen, el propio presidente López Contreras se vio en la necesidad de aceptar que otros le enmendaran la plana cuando desistió de la idea de un sucesor civil en la Presidencia de la República.
Un «grupo militarista», integrado por oficiales de la vieja guardia con todavía notable influencia sobre el Ejército Nacional, hizo saber su malestar si el nuevo jefe de Estado no emergía de las filas castrenses. En vista del peligro que representaba aquella velada amenaza para la estabilidad del orden reinante,
…pues sus integrantes habían sido y eran sus amigos, algunos de ellos compañeros de armas, [el general López Contreras] prescindió de la candidatura civil y pensó en un militar, quien a la vez que llenase las aspiraciones de aquel grupo, fuese una garantía para la continuidad del régimen(24).
Aun cuando el acceso a la Presidencia de la República del ahora general Isaías Medina Angarita, en mayo de 1941, significó la más elevada exaltación de un genuino militar de carrera, ello no redundó en la afirmación de un verdadero sentido profesional dentro de la institución armada, pues el manejo de los asuntos militares seguiría provocando el desencanto de la oficialidad joven del Ejército al ver cómo los ascensos y la asignación de mandos importantes continuaban ceñidos a criterios de carácter personalista que, a fin de cuentas, favorecía a los antiguos oficiales guerreros. Empero, la mayor inconsecuencia que despertó la ojeriza de este segmento militar fue la determinación de Medina Angarita de dar paso a un civil para ocupar la Presidencia de la República en el siguiente período constitucional, hecho que iba en detrimento de lo que se consideraba parte del «fuero castrense».
En suma, la transición posgomecista (1935-1945) estuvo supeditada en principio a la unificación del aparato militar bajo el liderazgo de los generales López y Medina, hecho que permitió sortear con éxito gran parte de los desafíos de orden social y político registrados durante el período. Sin embargo, el rezago técnico y operativo, amén de los intereses creados dentro de la institución castrense, fueron agudizando las contradicciones internas hasta llegado el momento de la ruptura insalvable.
El barniz ideológico del bolivarianismo
A fin de facilitar el tránsito hacia una realidad política menos brutal tras largos años de dictadura, lucía perentorio robustecer la imagen del Ejército Nacional como un cuerpo profesional respetuoso de la Constitución, zafado del lapidario estigma de fuerza guardiana de un régimen personalista. Empero, ese profesionalismo que a ratos afloraba en el discurso oficioso debía impregnarse de una mayor dosis de convicción patriótica en la cual se entrelazaba de forma nada impoluta la epopeya militar independentista con la misión de represión interna encomendada al Ejército.
Fue el general López Contreras, primero como ministro y después en la Presidencia de la República, quien enarboló una divisa que estimaba superior y unificadora frente a la eclosión de teorías políticas de enrevesados vocablos que, en conjunto, parecían conducir a la anarquía o la disolución social.
Emerge así el bolivarianismo como una suerte de «religión cívica nacional» que tiene en las Fuerzas Armadas del siglo XX a las herederas de las glorias del Ejército Libertador fundador de la patria y, en consecuencia, llamado a convertirse en el supremo administrador de aquella magna obra (25). Esto nos explica el objetivo del general López Contreras al decretar en 1939 la conmemoración del Día del Ejército cada 24 de junio, en alusión a la Batalla de Carabobo librada por Bolívar en 1821, así como las reiteradas promesas de lealtad a los principios bolivarianos de respeto a la ley y a las instituciones de la república.
Estas expresiones de patriotismo daban continuación a la línea doctrinal prusiana inoculada desde los primeros años de la «Reforma Militar» que extraía de nuestro pasado bélico dignos ejemplos de emulación a fin de inspirar el comportamiento de los hombres de armas al tiempo que inducía a la oficialidad, sobre todo a los más jóvenes, «a avanzar hacia una mayor autonomía frente a los otros factores de poder»(26).
El bolivarianismo, tal como lo profesaba el general López Contreras, llevaba implícito la exaltación del respeto, el bien, el hogar, la propiedad, la religión, la seguridad del Estado y las instituciones(27). Un todo opuesto a lo preconizado por «ideologías extrañas» que azuzaban no solo un cambio político sino la alteración radical de la estructura económica y social donde privaban controvertidas relaciones de explotación y dominio.
Incluso, tales postulados de corte socialista dejaban insinuada la idea de abolir el Ejército Nacional por considerarlo cómplice de aquel estacionario cuadro socioproductivo. La respuesta del régimen, además de reforzar la prohibición constitucional de propagar el comunismo, fue la de estimular en el pensamiento castrense un sentimiento antagónico a este ideario juzgado como peligroso y enemigo del orden social.
Bajo esa perspectiva, el bolivarianismo militar asumió un carácter conservador e intolerante a todo discurso de cambio social mientras que, por el otro lado, mimetizó a su máxima expresión la relación Ejército-patria como garantía categórica de su propia existencia, en tanto que aseguraba la preservación del sistema político del cual se valía.
Sin embargo, el remozado derrotero ideológico no se quedaría allí puesto que abarcó otros planos del pensamiento. Ante el cúmulo de carencias económicas, la mentalidad militar se fue desmarcando de los principios del librecambismo y se adhirió al criterio de la necesaria intervención del Estado en el proceso productivo cuando las circunstancias así lo justificaran.
Ya en cuanto al dominio del espacio territorial, la oficialidad profesional del Ejército asumió una postura nacionalista frente a las reclamaciones territoriales de Colombia que finalmente prosperaron en 1941 mediante la firma del Tratado de Demarcación de Fronteras y Navegación de Ríos Comunes, el cual implicó para Venezuela la pérdida de una franja importante de su soberanía en la península de La Guajira y en la región llanera del Arauca-Meta. Ello, unido a los efectos del Laudo Arbitral de 1899 que favoreció a la Guayana Británica a expensas de Venezuela, concitaría un profundo malestar entre la joven oficialidad por considerar tales hechos como una afrenta al interés nacional que, en un momento dado, Venezuela debía reivindicar.
Fuerzas Armadas y la seguridad hemisférica
La amenaza de una nueva conflagración internacional a finales de la década de los treinta, dada la creciente actividad del nazifascismo en Europa, llevó a los Estados Unidos a incrementar su preponderancia en América Latina y forjar un sistema defensivo común contra cualquier clase de agresión militar proveniente de fuera del hemisferio. A tales efectos tuvieron lugar las Conferencias Inter-Americanas de 1936 y 1938, cuyos acuerdos animaron a la mayoría de los países latinoamericanos, entre ellos Venezuela, a renovar sus dispositivos defensivos y adecuar sus respectivas estructuras militares siguiendo el patrón estadounidense.
En relación con este último aspecto destaca la reforma de la Ley Orgánica del Ejército y la Armada en 1939 que recogió varios elementos doctrinarios sobre la manera de preparar y hacer la guerra convencional prevaleciente para la época. La normativa legal establecía la denominación jurídica de «Fuerzas Armadas Nacionales» para englobar las unidades de combate terrestre, naval y aéreo. Su razón de ser es la guerra, entendida para la época como un conflicto armado que se ejecuta en defensa del bienestar material y moral de la nación, el cual lleva implícito el sacrificio de bienes materiales y vidas humanas. En consecuencia, los integrantes de la institución militar debían ser considerados como los «guerreros profesionales» de la sociedad, preparados física y anímicamente para prevenir o participar en la contienda, cuando las condiciones así lo exigieran.
Por otro lado, a los fines de asesorar al presidente de la República en todo lo referente a la movilización en el país en tiempos de guerra, fue creado un órgano interministerial denominado «Consejo Supremo de Defensa Nacional». De igual modo se instituye la Junta Superior de las Fuerzas Armadas como ente superior consultivo del Ministerio de Guerra y Marina.
Al margen de lo anterior conviene destacar la creación, el 4 de agosto de 1937, de la Guardia Nacional para cumplir misiones específicas en materia de seguridad y resguardo administrativo. Gracias a este nuevo cuerpo, los integrantes del Ejército Nacional pudieron centrarse con mayor eficiencia en sus tareas de entrenamiento bélico.
Tras la incorporación de los Estados Unidos a la guerra, Venezuela suscribe un acuerdo de cooperación militar, naval y aérea con Washington para la defensa del Hemisferio Occidental. El acuerdo facilitó el establecimiento en Venezuela de una Misión Militar estadounidense para emplazar baterías de artillería de costa y entrenar efectivos venezolanos que tendrían el cometido de defender el canal del lago de Maracaibo, la península de Paraguaná, Puerto La Cruz y el golfo de Paria, donde se ubicaban las instalaciones petroleras y los muelles de embarque, de la embestida de los submarinos (U-Bootswaffe) alemanes(28).
Esta iniciativa ponía de manifiesto la exigua capacidad militar de Venezuela para cooperar de manera efectiva en la defensa de las instalaciones de refinación de hidrocarburos situadas en las Antillas Neerlandesas. De hecho, un informe confidencial, datado en Washington el 1° de abril de 1942, así lo refrendaba: «El Ejército de Venezuela, con su organización y adiestramiento actuales no puede ser empleado sino para suprimir desórdenes públicos. No podría mantener una guerra ofensiva ni defensiva contra un enemigo bien entrenado, organizado y equipado»(29).
Pese al interés del gobierno de los Estados Unidos de persuadir a su homólogo en Caracas a fin de que autorizara la instalación de contingentes de tropas de la U.S. Army en territorio venezolano, la propuesta encontró fuerte resistencia de parte del estamento militar por considerarla violatoria de la soberanía nacional(30).
De allí que la cooperación militar de los Estados Unidos con Venezuela se concentrara solo en el aspecto operacional, según los términos de la Ley de Préstamos y Arriendo aprobada por el Congreso estadounidense el 11 de marzo de 1941. Ello significó el suministro, entre 1942 y 1945, de armamento ligero y material diverso por un valor de 4.000.000 de dólares. Entre los equipos entregados destacaron 41 aviones caza-bombarderos, tres buques caza-submarinos y 18 tanques ligeros M3 A1 Stuart.
Desde luego, tales innovaciones dejaron abierto el camino para una profunda reforma y modernización de las Fuerzas Armadas, aspiración que sería reivindicada por la oficialidad joven, algunos de cuyos miembros se habían familiarizado con las novedades más resaltantes en materia castrense durante su estancia de estudios en el exterior(31).
Segundo momento (1945-1958)
Los cambios tras el golpe
El 18 de octubre de 1945 se erigió para las Fuerzas Armadas en un parte aguas no solo político sino institucional, con repercusiones de diferente signo en la sociedad venezolana. A partir de ese momento, y por el resto del siglo XX, el golpe de Estado militar será la máxima expresión de injerencia ejecutada por oficiales henchidos de ambición política.
Triunfantes en sociedad con el emergente partido Acción Democrática, los militares serán quienes, en su nuevo rol de partícipes de la gerencia política del país bajo la figura de una Junta Revolucionaria de Gobierno, tomen las decisiones que, a su juicio, resultaban imprescindibles para asegurar la superioridad instrumental de las Fuerzas Armadas. Una de tales decisiones dio solución de continuidad al forcejeo de intereses entre las viejas y nuevas promociones militares. Por consiguiente, fueron pasados a retiro buena parte de los cuadros de mayor jerarquía desde el grado de teniente coronel a general en jefe que venían de las épocas de Gómez, López y Medina.
El principal alegato esgrimido era que, en adelante, los ascensos militares se regirían no solo por la antigüedad del oficial sino por la capacidad demostrada, sus méritos excepcionales y la preparación sobresaliente. Pero en el fondo de la cuestión estaba el hecho de que aquella razzia facilitó la conducción de la institución militar a manos de la oficialidad egresada después de 1930, ergo, los golpistas del 18 de octubre.
Por otro lado, más allá de las variables de corte reivindicativo en materia salarial que en efecto fueron atendidas, lo medular del proceso de transformación estuvo centrado en lo organizativo y doctrinario. De manera que el 22 de junio de 1946, la Junta Revolucionaria de Gobierno emitió varios decretos que, dadas sus dimensiones estructurales, transformarían la faz de la institución militar a lo largo de las siguientes décadas.
Así vemos, por ejemplo, cómo el antiguo Ministerio de Guerra y Marina es adecuado a los modernos preceptos de la ciencia militar derivados de la Segunda Guerra Mundial al denominarse Ministerio de la Defensa Nacional. En efecto, el término «Defensa Nacional» englobaba la responsabilidad de todos los ciudadanos en la preparación y ordenamiento de los distintos factores relacionados con el desarrollo de la guerra, dirigidos por un Comando Único que, en tiempos de paz, coordinara el cumplimiento de los objetivos establecidos en el Plan de Defensa y que, en caso de beligerancia, movilizara los recursos necesarios a los fines de obtener la derrota del oponente.
Por tanto, correspondería al Ministerio de la Defensa Nacional (posteriormente, a partir de 1951, simplificado el nombre a solo Ministerio de la Defensa) servir como órgano superior jerárquico de las Fuerzas Armadas para el cumplimiento de sus nuevas funciones.
Asimismo, las primigenias direcciones de la Marina y la Aviación que, hasta ese momento, dependían administrativamente del Ministerio de Guerra y Marina y funcionaban en cuanto a su operatividad como secciones del Ejército, serían reorganizadas y elevadas a la condición de Comandancias de Fuerza. De manera que se consolidó la composición de las Fuerzas Armadas Nacionales en cuatro clases: Fuerzas Armadas Terrestres (Ejército), Fuerzas Navales (Marina), Fuerzas Aéreas y Fuerzas Armadas de Cooperación (Guardia Nacional).
De igual modo, se fortaleció el papel del Estado Mayor General como centro neurálgico de las Fuerzas Armadas, con la asignación de la responsabilidad de preparar y coordinar las operaciones de guerra de las fuerzas de tierra, mar y aire, cuestión que —a la postre— le conferiría un fuerte ascendiente sobre toda la estructura militar.
Por otro lado, en aras de propiciar el incremento en el número de alumnos de la Escuela Militar y la necesidad de mejorar la concentración de tropas y oficiales, fue decretada la creación del Centro de Instrucción Militar, ubicado en Caracas. Este recinto brindaría no solo a los nuevos cadetes sino a la oficialidad de todas las fuerzas la oportunidad de profundizar su formación mediante cursos de Comando y Estado Mayor, los cuales solo unos cuantos podrían efectuar en el exterior.
Los cambios operados en la concepción de las Fuerzas Armadas por estos años estuvieron alineados con el incremento de la influencia estadounidense, sobre todo de la Aviación y la Armada, dada la reciente incorporación de material flotante y volante. Esta coyuntura favoreció el envío de un número cada vez mayor de militares venezolanos a cursar estudios en centros de formación como la Escuela de Artillería en Fort Sill, en Oklahoma; la Escuela de Infantería en Fort Benning, en Georgia; la Academia Naval de Annapolis y la Escuela de Aviación de Corpus Christi en Texas.
Otro de los aspectos atendidos por la Junta Revolucionaria de Gobierno fue el referido al esparcimiento y seguridad social de los profesionales de armas, así como de su grupo familiar; en ese sentido, se instituye el Círculo Militar y se incrementa el patrimonio de la Caja de Previsión Social de las Fuerzas Armadas, esta última establecida en 1944. Asimismo, destacó la decisión de elevar la Infantería de Marina —de modesta compañía— a dos batallones ubicados en La Guaira y Puerto Cabello, como también el establecimiento de la Policía Militar y la Escuela de Formación de Oficiales de las Fuerzas Armadas de Cooperación. En lo tocante al realce de los rasgos distintivos de la institución militar quedaron fijados el 10 de diciembre como fecha aniversario de la Fuerza Aérea y el 24 de julio como Día de la Armada. Posteriormente, en 1949, será decretado el 5 de julio como Día de las Fuerzas Armadas.
Muy significativo para vigilar la transparencia en la administración de bienes y fondos asignados a las dependencias militares lo constituyó el establecimiento de la Contraloría General de las Fuerzas Armadas en marzo de 1946, sobre todo por el salto vertiginoso que comienza a registrar el presupuesto destinado al gasto militar que iría de 40.000.000 de bolívares en 1945 a 80.000.000 en 1946 y, de allí, a un poco más de 100.000.000 de bolívares en 1948. Todo ello justificado por la magnitud de las inversiones realizadas en materia de infraestructura, mejoras socioeconómicas y adquisición de material bélico.
Entre los nuevos equipos recibidos por las Fuerzas Navales y Fuerza Aérea destacan: una flotilla de seis corbetas Clase «Flower»; un buque de desembarco tipo LST y un remolcador de puerto; aviones tipo bombardero B-25J Mitchell; aviones tipo caza P-47D Thunderbolt; aviones de transporte C-47 Douglas y aviones de entrenamiento AT-6G Texan y PT-17 Kaydet32.
A propósito de la convocatoria a elecciones universales, directas y secretas para escoger a los integrantes de la Asamblea Nacional Constituyente se instituye por decreto la potestad de las Fuerzas Armadas de mantener el orden público y velar por el resguardo de los centros de votación (33), medida esta que, años más tarde, recibiría el nombre de operativo militar «Plan República».
La iniciativa se fundamentaba en el interés de consustanciar a los militares con la premisa de servir de soporte a los derechos políticos de los venezolanos y dejar atrás aquel esquema de funcionamiento que solo defendía la permanencia en el poder de un séquito carente de legitimidad democrática. Sin embargo, varias críticas saltaron al ruedo en vista de las declaraciones abiertamente políticas asumidas por los miembros militares de la Junta quienes, en forma reiterada, manifestaban su lealtad hacia la «Revolución de Octubre». Esta postura fue percibida por los adversarios del partido Acción Democrática como un elemento ventajista a favor de la hegemonía adeca que pretendía legitimarse a través de las urnas.
Lo cierto es que, producto de aquellos comicios, fue la elaboración de una nueva carta magna, sancionada el 5 de julio de 1947, que consagró un capítulo específico en su articulado para otorgar rango constitucional a la razón de ser de las Fuerzas Armadas como «institución apolítica, esencialmente profesional, obediente y no deliberante», organizada «para garantizar la defensa nacional, mantener la estabilidad interna y respaldar el cumplimiento de la Constitución y las Leyes»(34).
Todo parecía indicar que el predominio de los civiles al frente de la cosa pública lucía viable e irreversible. Empero, otros planes bullían en sectores de las Fuerzas Armadas que se veían a sí mismos como factores reales de poder, y se negaban a sentirse disminuidos o absorbidos por alguna forma de milicia partidista, según los rumores que por entonces circulaban.
De modo que aquel experimento democratizador resultó abruptamente interrumpido por un nuevo golpe militar el 24 de noviembre de 1948, esta vez dirigido en orden cerrado desde el alto mando castrense, encabezado por el ministro de la Defensa, teniente coronel Carlos Delgado Chalbaud, y el jefe de Estado Mayor General, teniente coronel Marcos Pérez Jiménez. En adelante el país sería conducido por el gobierno de las Fuerzas Armadas.
Una particular visión desarrollista
De acuerdo con Brian Loveman, las misiones militares extranjeras contratadas por diferentes gobiernos de América Latina entre los años finales del siglo XIX y el temprano siglo XX, además de contribuir a los procesos de profesionalización y modernización de sus respectivos ejércitos, hicieron calar en la mentalidad de la bisoña oficialidad a su cargo ideas sobre la estrecha relación que existía entre el desarrollo económico y la seguridad nacional. Estos preceptores extranjeros referían como ejemplo la magnitud del potencial industrial de Europa y Estados Unidos, la cual contrastaba con la incapacidad de las economías latinoamericanas para satisfacer sus propias necesidades en caso de un conflicto bélico(35).
Los efectos de la Primera Guerra Mundial refrendaron aquellas aseveraciones y, como salida a esta condición de atraso, comenzaron a orquestarse en América Latina varias iniciativas a favor de la industrialización y la planificación económica. Sin embargo, los resultados arrojaron marcados contrastes, pues en algunos países emergió un aparato industrial promisorio en tanto que, en otros, los registros resultaban más bien insatisfactorios. Esto último potenció una suerte de convicción maniquea entre los oficiales militares que achacaban a los dirigentes políticos venidos del campo civil la responsabilidad de no haber afianzado un programa de desarrollo económico coherente. Por tanto, la solución recaía insoslayablemente en las Fuerzas Armadas.
En opinión de Amos Perlmutter, la tendencia de los gobiernos militares giraba en torno a amoldar monolíticamente todas las instituciones existentes de acuerdo con sus propios preceptos de modernización, industrialización y participación política, pues partían de la idea de que un régimen militar era la última alternativa válida al desorden generado por los políticos de oficio(36).
En lo que atañe a Venezuela, la élite militar de las Fuerzas Armadas que saltó a la palestra pública a partir de 1945 representó la evolución de una institución que se consideraba lo suficientemente madura para actuar como gerente de un proyecto político propio. La profesionalización de los militares reforzó esta sobreestimación, estableciendo una clara distinción entre la virtud, el valor y el honor subyacentes en el estamento castrense y la supuesta incapacidad de los civiles.
Consolidado el nuevo gobierno militar, procedió en lo inmediato a apalancar buena parte de los proyectos de modernización urbana e industrial delineados bajo la égida de los otrora socios políticos depuestos. Advertidos de tamaña paradoja, pronto surgiría el imperativo de rotular sus realizaciones valiéndose de algún recurso que les diera un viso de originalidad.
La enunciación del Nuevo Ideal Nacional a partir de 1949 vendría a cumplir tal cometido. Sus impulsores focalizaban a las Fuerzas Armadas Nacionales como la única institución que representaba los verdaderos intereses de la nación venezolana y, en consecuencia, estaba destinada a encauzar de manera efectiva el desarrollo del potencial natural del país. Esta forma de concebir el desarrollo respondía a una «visión pragmática y tecnocrática» estrechamente vinculada a unos claros objetivos de seguridad y defensa. De hecho, el impulso que el régimen militar le confirió a la industria de generación eléctrica y siderúrgica calzaba con una concepción estratégica que buscaba satisfacer las exigencias bélicas de la estructura militar venezolana(37).
De acuerdo con lo anterior, en el seno de las Fuerzas Armadas existía una corriente de opinión que se hacía eco de la posibilidad cierta de una «Guerra Total», para lo cual había que preparar al país en todos los ámbitos a fin de sobrellevar con éxito las exigencias de esa hipotética conflagración bélica internacional. En ese sentido, se hacía hincapié en las ventajas comparativas que resultarían del fomento de industrias básicas para la economía y la defensa nacional. No obstante, dada la importancia estratégica de este tipo de industrias, necesariamente tendrían que ser impulsadas y controladas por el Estado de forma indefinida.
Algunos de los exponentes de estas ideas llegaron a escribir en torno al manejo de la economía y su incidencia en la concreción de los objetivos militares señalando al respecto cosas como la siguiente:
…debemos empeñarnos en crear una serie de fábricas controladas por los gobiernos respectivos, las cuales deben producir elementos básicos para las fuerzas armadas; asimismo, es indispensable la instalación de establecimientos industriales que, aunque fabricando artículos para la población civil, sean capaces de enfrentarse con buen éxito a la producción de guerra en el momento en que las circunstancias así lo imponga(38).
Todo esto se resumiría en la estructuración de un Estado fuerte, capaz de garantizar la paz, el progreso, la seguridad y la defensa del país. Tales premisas eran las que decían sostener los jerarcas del gobierno militar para quienes no había separación posible entre el desarrollo y la seguridad nacional. Se trataba entonces de un axioma desarrollista concebido en términos bélicos que permearía por muchos años el pensamiento militar venezolano.
Modernización a paso redoblado
En 1948, Caracas y Washington acuerdan extender la vigencia de las Misiones Militares estadounidenses establecidas en Venezuela, en virtud de las cuales tanto el Departamento de Estado como el Departamento de Defensa de los Estados Unidos esperaban, por un lado, contener la propagación del comunismo internacional y, por el otro, expandir su posición influyente sobre la oficialidad venezolana que facilitara la estandarización del adiestramiento, suministro, doctrina y organización militar para la defensa hemisférica bajo cánones estadounidenses.
Los nuevos desafíos aflorados tras el fin del Segunda Guerra Mundial llevaron al gobierno de los Estados Unidos a impulsar nuevos acuerdos hemisféricos en aras de mantener su programa de cooperación militar en América Latina pues si alguno de estos países llegaba a caer bajo el influjo del bloque comunista, liderado por la Unión Soviética, ello supondría una amenaza directa para su seguridad. El Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), suscrito en el marco de la Conferencia Interamericana para el mantenimiento de la Paz y Seguridad del continente celebrada en Río de Janeiro el 2 de septiembre de 1947, obedeció a ese propósito, y Venezuela se adhirió sin vacilación.
De hecho, en el mapa estratégico de seguridad estadounidense, Venezuela ocupaba un lugar militarmente importante dada su ubicación en la cuenca del Caribe y su disponibilidad del recurso petrolero, de modo que la política de los Estados Unidos con respecto al país tenía como prioridad asegurar que, en tiempos de paz y durante una posible guerra, el petróleo continuara fluyendo sin interrupción hacia su territorio para atender sus necesidades domésticas y operaciones militares.
Ahora bien, a partir de noviembre de 1948, la élite civil-militar primero, y luego los jefes militares en solitario, tendrían su propio esquema de intereses vitales ante la vulnerabilidad que, en su concepto, representaba Venezuela en sus flancos limítrofes en caso de ocurrir una incursión por parte de enemigos políticos internos, arrojados al exilio y dispuestos a desatar una guerra civil(39).
En atención a este riesgo latente que colocaba en jaque la estabilidad y seguridad interna del gobierno venezolano, sus personeros procuraron valerse de la estrategia global de los Estados Unidos con el fin de recabar su auxilio y contrarrestar las acciones de la oposición en el extranjero. Empero, la postura estadounidense en torno a la renovación del sistema de armas requerido por Venezuela fue muy cautelosa en aras de evitar una carrera armamentista que concitara la desviación de los objetivos supremos de la seguridad hemisférica.
Antes de otorgar o no el beneplácito a cualquier adquisición, Washington consideró importante precisar primero el papel que debía cumplir cada país latinoamericano dentro del esquema de seguridad hemisférica como, por ejemplo, la capacidad de Venezuela y Colombia para proteger sus costas en caso de ataques lanzados por submarinos. De esta manera se podían prever con mayor eficacia los requerimientos de equipamiento militar que, con propiedad, se necesitaban.
Sin embargo, la insatisfacción del gobierno militar por la demora en la obtención del material flotante y aéreo programado por los respectivos estados mayores de la Fuerza Naval y Fuerza Aérea de Venezuela, lo llevó a suscribir, entre 1950 y 1952, contratos de adquisición de sofisticados aviones bombarderos a reacción y buques de combate de gran tonelaje dotados de armamento antiaéreo y antisubmarino con firmas británicas e italianas.
Por entonces la capacidad de pago de Venezuela era bien reputada puesto que la producción petrolera rondaba los 1.500.000 barriles diarios y las compañías concesionarias suministraban alrededor del 72% de los ingresos fiscales del Estado venezolano por concepto de liquidación de impuestos y regalías. Esta solvencia económica le otorgó a los gobernantes militares un privilegiado margen de maniobra del cual no disponían sus pares latinoamericanos para explorar precios y condiciones con otros oferentes de armas oriundos de Europa.
De manera que las Unidades Tácticas de la Fuerza Aérea fueron equipadas con escuadrillas de aviones caza bombardero Vampire, Venom y Camberra MK82, consideradas las más avanzadas naves de su tipo fabricadas en Gran Bretaña; de igual modo se incorporaron los primeros helicópteros Sikorsky S-51. Además, la Armada fue redimensionada por completo al disponer de una poderosa flota de tres destructores pesados Clase «Nueva Esparta» salidos del astillero Vickers-Armstrong Ltd., y seis fragatas Clase «Almirante Clemente» construidas en Italia por la empresa Cantieri Navali Ansaldo, destinadas a ser la columna vertebral de la escuadra venezolana y equipadas con armamento multipropósito. En lo que respecta al Ejército, este fue dotado con 43 blindados AMX13TM051, fabricados en Francia(40).
Este ambicioso proceso modernizador elevó la eficiencia combativa de Venezuela a un nivel muy superior al de sus vecinos, cuestión que incidiría en un reequilibrio de fuerzas frente a la República de Colombia que, apenas 10 años antes (1941), «superaba a Venezuela en pie de fuerza en más de 2 a 1, además de una ventaja aún más amplia en aviación y artillería»(41).
Luego, en 1956, Venezuela y Estados Unidos reanudarían sus conversaciones en materia de sistemas de armas, las cuales afinaron la provisión de 22 aviones Sabre Jet F86F para complementar los escuadrones de caza existentes, cinco helicópteros de rescate y salvamento Sikorsky S-55, casi todos excedentes de la Segunda Guerra Mundial y de la Guerra de Corea. Además se realizó la adquisición de municiones y fusiles semiautomáticos livianos (FN-50 FAL) procedentes de Bélgica y armamento antiaéreo para el Ejército fabricado en Suecia.
En cuanto a mejoras en la educación militar resaltan la creación de los liceos militares «Monseñor Jáuregui» en La Grita (1952) y «Gran Mariscal Ayacucho» en Caracas (1955), destinados a la preparación de jóvenes con aptitudes para su posterior ingreso en la Escuela Militar. En 1952 surge el Destacamento-Escuela de Paracaidistas y, al año siguiente, la Escuela Táctica de la Fuerza Aérea. El 10 de noviembre de 1954 se inaugura la Escuela Básica de las Fuerzas Armadas que buscaba integrar en una sola estructura la formación de los aspirantes a cadetes de las cuatro fuerzas. También tuvo lugar la creación de la Escuela Superior de las Fuerzas Armadas donde se impartiría el primer curso de Comando y Estado Mayor, requisito este para ascender a grados superiores y ocupar posiciones de mando de grandes unidades.
Estos centros de formación tejieron importantes vínculos con el Ejército de los Estados Unidos por medio de la Misión Militar establecida en Venezuela, cuyos oficiales cumplieron funciones de asesoría técnica para adecuar la calidad de los futuros integrantes de acuerdo con el patrón de la Academia Militar de West Point(42).
De capital importancia resultó ser la inauguración de la nueva sede del Hospital Militar en Caracas, el cuartel Urdaneta en Catia, el cuartel de caballería en San Juan de los Morros, la Base Aérea de Palo Negro en Maracay y la Escuela Naval de Maiquetía, entre otras edificaciones militares.
Pese a estas notables mejoras en la organización, doctrina y equipamiento de las Fuerzas Armadas, el gobierno que proclamaba su más genuina expresión tendió a convertirse en coto cerrado de una camarilla de civiles y militares de alto rango que terminó por aupar una dictadura personalista en la figura del general Marcos Pérez Jiménez, quien se había erigido como parte del elenco que protagonizó el proceso político militar iniciado en 1945.
Poco a poco el régimen que tenía su base de sustentación en el respaldo de las Fuerzas Armadas evidenció fisuras, dada la brecha que comenzó a abrirse entre los mandos superiores y los cuadros medios. De estos últimos emergerían grupos conspirativos que cuestionaban los privilegios y la corrupción reinante en el entorno del general Pérez Jiménez. Estos reparos, sumados a la cruenta represión política, terminarían por dejar entrever que la imagen de la institución militar estaba en entredicho al ser considerada cómplice de aquellos desmanes.
Así quedó allanado el camino para la asonada militar del 1° de enero de 1958 protagonizada por una escuadrilla de aviones de caza y una columna de blindados del Ejército, que si bien fracasó, devino factor catalizador del malestar acumulado en los cuarteles. De manera que, a las pocas semanas, los buques de la Armada intervinieron haciéndose a la mar, poniendo de manifiesto la preeminencia ganada gracias a su moderna flota de guerra para, con ello, sellar el fin del régimen dictatorial.
Tercer momento (1958-1970)
Los desafíos a la naciente democracia
Por primera vez desde la creación de la república en 1811 un alto oficial de la Armada ocuparía el solio presidencial, atendiendo al respeto debido a la consuetudinaria jerarquía y antigüedad militar que privaban como preceptos rectores de unas Fuerzas Armadas disciplinadas y obedientes a sus comandos naturales. A tal efecto, el contralmirante Wolfgang Larrazábal Ugueto, a la sazón comandante general de las Fuerzas Navales, sería designado por la oficialidad que dirigió el movimiento militar del 23 de enero de 1958 como presidente de la Junta de Gobierno, en la cual, por añadidura, participarían representantes de las cuatro fuerzas.
El primer dilema a resolver por las nuevas autoridades era si se trataba de mantener un gobierno eminentemente militar que proseguiría el proyecto de modernización realizado hasta ese momento o si, por el contrario, se buscaría abrir cauce hacia la pronta celebración de elecciones democráticas para la entrega del poder a las organizaciones políticas. Mucha había sido la campaña contraria a lo que representaban los partidos políticos, en particular Acción Democrática y el Partido Comunista. Se les tildaba de agentes divisores de la unidad nacional, faltos de un verdadero programa de desarrollo, ineficientes por su naturaleza civil y, peor aún, enemigos de la institución armada.
A este cuadro hostil se sumaban algunos elementos dentro de las Fuerzas Armadas que alentaban un sentido regionalista a favor del predominio tachirense sobre el país pese a que, para entonces, la institución militar había adquirido ya un cariz absolutamente nacional con oficiales provenientes de todos los estados de la república. Sin embargo, el espíritu revanchista tremolaba entre quienes se consideraban vástagos del viejo régimen andino depuesto en 1945.
La balanza se inclinó a favor del retorno a la institucionalidad democrática, pero no por ello desaparecieron los enconos que evidenciaban la fragmentación de intereses en el seno de la familia militar. Así quedaría patente a lo largo de ese año 1958 con el estallido de dos subsecuentes alzamientos: el primero, protagonizado por el ministro de la Defensa de la Junta de Gobierno, general Jesús María Castro León, el 23 de julio y, el segundo, por el teniente coronel Juan de Dios Moncada Vidal y el mayor Hely Mendoza, el 7 de septiembre; ambas asonadas coincidieron en el propósito de impedir la celebración de los comicios convocados para diciembre de aquel año.
Otro aspecto delicado y abordado durante la corta transición fue la manifiesta rivalidad interfuerzas surgida en razón de la variedad de los sistemas de armas adquiridos por cada una de ellas durante el último decenio. De hecho, el tradicional predominio del Ejército dentro de la estructura militar resultó fuertemente cuestionado por sus pares en la Armada y Fuerza Aérea, cuestión que llevó a elevar a la Junta de Gobierno la propuesta de otorgar plena autonomía a las comandancias generales para el manejo presupuestario y operativo de cada fuerza(43).
En atención a este requerimiento, el 27 de junio de 1958 la Junta de Gobierno emitió el decreto N° 288 que replanteaba las atribuciones del Ministerio de la Defensa, de modo específico su instrumento operativo, el Estado Mayor General de las Fuerzas Armadas. Este último fue reemplazado por el Estado Mayor Conjunto, circunscrito a fungir como ente asesor del ministro de la Defensa que, en adelante, dejaría de ejercer funciones de comando sobre la institución armada.
Este cambio significativo en la arquitectura de la institución militar sentó las bases para un manejo equilibrado entre todas las fuerzas, fortaleciendo así, en la práctica, la capacidad de toma de decisiones por parte del presidente de la República en su calidad de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, quien actuaría como «instancia supraordenadora para dirimir los conflictos o intereses contrapuestos que pudiesen ocurrir entre ellas»(44). Empero, la razón política de fondo consistía en eliminar dentro de la compleja realidad militar de la época un instrumento de poder, como lo era el anterior Estado Mayor General, a partir del cual se podía asestar una arremetida golpista(45).
En esa misma línea, estuvo la eliminación de la Escuela Básica de las Fuerzas Armadas en enero de 1959, pues la experiencia de los últimos movimientos militares convergía en precisar que la forja de intereses comunes entre la futura oficialidad podía dar pie al resurgimiento de logias conspirativas, las cuales habían tenido su nicho natural en las escuelas de formación(46).
No menos importante y polémica resultó la medida de reincorporar a las Fuerzas Armadas a una parte de los oficiales presos y pasados a retiro durante la dictadura. Si bien la Junta de Gobierno justificó su decisión con base en el espíritu de hacer justicia a quienes sacrificaron su carrera por estar en desacuerdo con el régimen derrocado, esto no fue del agrado del resto de la oficialidad activa porque los consideraban un posible factor de distorsión en la calificación de los ascensos y nombramientos en posiciones de comando.
Algunos de los oficiales reincorporados eran señalados por su cercanía al partido Acción Democrática y se temía que ellos pudieran alentar de nuevo la efervescencia política, tal como había ocurrido durante el trienio 1945-1948. Sin embargo, a la larga y tras ciertos arreglos, como el establecimiento del tiempo límite de servicio a 30 años en la institución armada, aquellos hombres se convirtieron en uno de los principales medios para apalancar un verdadero «sentido institucionalista» entre los militares venezolanos y en el cual privarían el cumplimiento de sus tareas específicas y el respeto al poder civil legítimamente constituido.
Electo Rómulo Betancourt como presidente de la República para el primer período constitucional posdictadura (1959-1964), el principal desafío consistía en asegurar la gobernabilidad y la continuidad en el tiempo del naciente régimen democrático. Y esto implicaba resolver el acertijo en torno a la manera de hacer avenir de buena gana a los militares al nuevo esquema de poder y, al propio tiempo, conciliar los intereses de las distintas fuerzas políticas, económicas y sociales a fin de evitar que alguna de estas animara el ruido de sables.
El eje transversal que hizo posible la institucionalización del consenso como práctica política fue el Pacto de Puntofijo suscrito por los partidos Acción Democrática, Unión Republicana Democrática y Copei, el 31 de octubre de 1958. El significado de este acuerdo, que trascendió los términos concretos de su contenido, radica en la prolongación y desarrollo de un modelo de ejercicio y distribución del poder compartido por actores diversos y plurales, entre los cuales estaban implícitas las Fuerzas Armadas(47).
Y así debía ser pues, dada la fragilidad con la que debutaba el gobierno de Betancourt, resultaba indispensable cimentar el respaldo militar. Sin embargo, este le resultó un terreno movedizo que lo obligó a «responder prácticamente sin tregua a una seguidilla de conatos y rebeliones militares»(48), todas ellas orquestadas por elementos disímiles dentro y fuera de la institución militar.
Cabe señalar que el fracaso de cada una de esas asonadas le ofrecería a Betancourt la oportunidad de dar «curso a un gradual proceso de purgas y depuraciones» que finalmente le permitió «afianzar un control efectivo y eficiente sobre el sector militar»(49), al punto de modelar un estilo particular de control que no solo fue útil durante aquella coyuntura sino que terminó por funcionar históricamente(50).
Los militares se decantan por la democracia
Una medida simbólica enraizada en el objetivo de propiciar la renovación ideológica de los cuadros militares la representó la entrega de ejemplares de la Constitución Nacional aprobada el 23 de enero de 1961 a cada uno de los graduandos de las Escuelas de Formación de Oficiales, con su respectivo nombre grabado. El nuevo texto constitucional reiteraba la condición «apolítica, obediente y no deliberante» de las Fuerzas Armadas e incluía entre sus funciones la misión de asegurar «la estabilidad de las instituciones democráticas»(51).
Se trataba de una vasta labor pedagógica que perseguía superar el viejo esquema de disciplina personalista inculcada bajo anteriores regímenes políticos autoritarios en los cuales el cumplimiento estricto de las órdenes emanadas de los superiores no se correspondía las más de las veces con los deberes militares establecidos en la Constitución y las leyes de la república(52).
Ahora, los conceptos de autoridad y disciplina que en adelante recibirían los futuros oficiales debían ceñirse al deber de obedecer órdenes superiores, siempre y cuando estas no menoscabaran los derechos garantizados por el ordenamiento constitucional. Ello sería así habida cuenta de que el incumplimiento de este precepto fundamental podría acarrear responsabilidades penales o disciplinarias, tanto para el superior como para el subalterno.
Esta novedosa doctrina institucional iba de la mano del compromiso de los mandos intermedios y superiores de mostrar su adhesión y lealtad al gobierno constitucional como parte de un modus vivendi que preveía (y a la vez consentía) un nivel restringido de influencia política del sector castrense en ámbitos que le eran particularmente sensibles.
A la Fuerza Armada se le cedió tácitamente influencia en la política nacional, al punto de que el sector civil de la sociedad no controló los presupuestos, ni el crecimiento del sector y tampoco se preocupó por definir una política de seguridad nacional, dejó que los militares definieran sus funciones, sus presupuestos, las necesidades de adquisición, sin un efectivo control por parte del legislativo(53).
Tal influencia logró «extenderse hasta áreas vitales de las relaciones exteriores y política de fronteras de la nación»(54).
A primera vista, tal proceder le hizo un flaco favor al principio de «supremacía civil» que debió anteponerse a cualquier amago de intervención militar; no obstante, frente a la disyuntiva planteada, entre ejecutar el descabezamiento de la estructura militar o, por el contrario, explorar fórmulas de entendimiento que pusieran fin a la dicotomía entre civiles y militares, la coyuntura del momento inclinó la balanza a favor de lo segundo.
Al respecto, el politólogo Harold Trinkunas señala que en escenarios donde predomina una muy limitada capacidad institucional para el efectivo diseño, implementación y supervisión de la política militar resulta común una forma de control civil por contención, en el que la subordinación militar coexiste con el reconocimiento de una esfera de autonomía funcional dentro de la cual el gobierno civil se circunscribe a la aprobación, rechazo o congelamiento de los planes que formulan los militares(55).
Es en tal sentido que puede comprenderse la definición de una pragmática estrategia de dominación(56) sobre los militares tendiente a evitar una nueva frustración del ensayo democratizador en la Venezuela posterior a 1958.
No menos significativa resultó la revisión de la política exterior estadounidense hacia América Latina, sobre todo después de la radicalización de la Revolución cubana. Aun cuando el reconocimiento a las dictaduras militares no había sido del todo desechado por Washington como mecanismo para contener la expansión comunista en el hemisferio, el naciente orden democrático en Venezuela se convirtió en un baluarte contra el establecimiento de un régimen de extrema izquierda. De allí que Estados Unidos prestara una renovada atención a la estabilidad interna del país por considerarla esencial a sus propios intereses. Por consiguiente, el gobierno estadounidense autorizó la prestación de asistencia militar con base en lo estipulado en el Mutual Security Act de 1954, lo cual incluía entrenamiento militar a tropas venezolanas(57).
A medida que sectores venezolanos de izquierda identificados con el castrocomunismo extremaban sus acciones mediante continuas alteraciones del orden público e instigaban sublevaciones militares como las ocurridas a lo largo de 1962, léase el Guairazo (enero), el Carupanazo (mayo) y el Porteñazo (junio), además de la insurgencia de frentes guerrilleros en el centrooccidente y nororiente del país, las Fuerzas Armadas terminaron por nuclearse en torno a la defensa de la democracia, pues en ello se jugaban su propio futuro.
La experiencia de lo ocurrido en Cuba, luego del derrocamiento de la dictadura de Fulgencio Baptista en 1959, y la consiguiente disolución del Ejército regular cubano por parte del directorio revolucionario encabezado por Fidel Castro, hacían prever que la posible imposición de un régimen marxista-leninista en Venezuela, fruto de la subversión armada, llevara a la reedición de aquel escenario. En consecuencia, las Fuerzas Armadas cerraron filas frente al mayor desafío de su historia moderna como instrumento sustancial del poder del Estado.
Puede afirmarse que entre 1962 y 1968, «en términos reales y efectivos», las Fuerzas Armadas Nacionales libraron una guerra no convencional dirigida contra Venezuela desde países bajo la órbita comunista —más específicamente, Cuba— como parte «de la dinámica de las guerras irregulares que venían registrándose en otras latitudes del llamado mundo emergente»(58).
Para enfrentar con éxito las acciones guerrilleras, las Fuerzas Armadas y en particular el Ejército, debieron implementar cambios orgánicos y doctrinarios, según las tácticas de Guerra contrarrevolucionaria o Especial desarrolladas por los ejércitos de Francia y Estados Unidos, mediante la creación de batallones de infantería ligera, mejor conocidos como «Unidades de Cazadores», el empleo de equipos de transmisión y servicios informativos de inteligencia, el establecimiento de Teatros de Operaciones (TO), la planificación de acciones cívicas, operaciones psicológicas, adquisición de nuevos fusiles livianos FN-50-63 y M14, ametralladoras M60, camiones tácticos M35, helicópteros Bell UH-1B y Alouette III para el traslado de tropas y tareas de reconocimiento(59).
Entre 1962 y 1970 el Estado venezolano destinó 2,4% de su Producto Interno Bruto, equivalente a más de 7.000 millones de bolívares, al presupuesto del Ministerio de la Defensa. Del mismo modo, durante ese lapso, Venezuela se hizo beneficiaria de una cuantiosa ayuda militar por parte de los Estados Unidos, ubicándose en el sexto lugar entre los países con mayor gasto militar en Sudamérica.
El resultado sería la derrota política y militar de los grupos insurgentes, en tanto que las Fuerzas Armadas adquirirían su mayor experiencia de combate en un tipo de guerra muy diferente al esquema convencional.
Por entonces, el concepto de Seguridad Interna, promovido dentro de la política hemisférica de Washington, precisó el papel de los ejércitos latinoamericanos de combatir la amenaza comunista que anidaba en sus propios países, agobiados por el cúmulo de tensiones sociales y políticas. En el caso de Venezuela, debido a la pervivencia de cuestiones limítrofes con Estados vecinos, aunado al peligro de la subversión exportada por Cuba, las Fuerzas Armadas venezolanas se vieron en la obligación de prepararse para atender dos escenarios bélicos, uno potencial y otro en desarrollo.
El primero lucía enmarcado dentro de la clásica guerra convencional entre dos o más Estados, en un campo de batalla definido con zonas de vanguardia, resguardo y retaguardia, en el cual el peso de la ofensiva recaía sobre las unidades de blindados y artillería. El segundo, una guerra de operaciones antisubversivas, centrado en la preservación del orden interno y la lucha ideológica contra el comunismo, cuya modalidad de combate en el terreno abarcaba una variedad de tácticas de persecución y hostigamiento, poco conocidas en el medio castrense venezolano.
Con todo, la institución militar fue capaz de asimilar los novedosos preceptos gracias, en buena medida, a «cursos y prácticas de contrainsurgencia impartidos en los Estados Unidos y Panamá a oficiales venezolanos que posteriormente ejercieron como instructores y comandantes»(60), que les permitió controlar y reducir los focos guerrilleros en un tiempo comparativamente menor que en otros países en los que también se libraba la lucha antisubversiva.
Cuarto momento (1970-1998)
La última reforma militar del siglo
A principios de la década de los setenta el sistema político lucía consolidado. La sucesión de tres gobiernos civiles emanados de la voluntad popular se había producido sin mayores inconvenientes, la pacificación emprendida por los presidentes Raúl Leoni y Rafael Caldera logró atraer a la vida legal a los grupos alzados en armas, al tiempo que las Fuerzas Armadas hacían gala de una moral elevada y en franco proceso de modernización y profesionalismo.
Dentro de este marco que vaticinaba la continuidad del papel asumido por la institución militar de actuar como leal sostén del régimen democrático, las autoridades políticas aseguraron en reciprocidad su compromiso de avanzar en el fortalecimiento de ella en los aspectos vinculados con la seguridad y defensa del país. Bajo esa perspectiva tiene lugar, el 24 de junio de 1971, la entrada en vigor de una ambiciosa reforma militar, circunscrita inicialmente al Ejército y, posteriormente, a las otras escuelas de formación, que tenía como objetivo llevar a un nivel superior el profesionalismo, dotando a los futuros oficiales de las Fuerzas Armadas de herramientas conceptuales y metodológicas para contribuir con el desarrollo nacional(61).
El Plan Andrés Bello, previsto para realizarse de forma inicial entre 1971 y 1981, proyectaba la conversión de la anterior Escuela Militar del Ejército, denominada en adelante Academia Militar de Venezuela, en instituto universitario, de manera de graduar a los cadetes con el grado de subtenientes y, en paralelo, otorgarles el título de licenciados en Ciencias y Artes Militares, mención Ingeniería, Administración y Educación.
Esto representaba un salto cuántico en la estructura tradicional que regía tanto los requisitos de admisión como el régimen de estudios. En primer lugar, si bien la mayoría de los aspirantes a ingresar a la Academia Militar provenía de liceos militares y civiles, el requisito mínimo durante varias décadas fue el ciclo básico de educación secundaria que luego se continuaba hasta concluir el bachillerato. A partir de 1971 se exigiría el título de bachiller, condición fundamental para el cumplimiento de las exigencias de aprendizaje de asignaturas científicas, humanísticas y de especialización militar.
El programa académico de reforma fue puesto en marcha por un equipo docente de civiles y militares, todos bajo la guía del general Jorge Ernesto Osorio García, a la sazón director de la Academia Militar de Venezuela entre 1970 y 1974. Si bien el diseño curricular del Plan Andrés Bello incluía aspectos inmersos en los anteriores pensum de estudios tales como la lealtad a la Constitución y leyes de la república, la exaltación de las virtudes militares y el desarrollo de competencias físicas y adiestramiento para la guerra irregular, la novedad estribaba en brindar un carácter más científico a la formación de un profesional militar integral, con una vasta cultura susceptible de ser especializada en cursos superiores(62).
De hecho, las miras de esta ambiciosa reforma educativa en el sector castrense abarcaban la creación de nuevos espacios a fin de que los egresados de la Academia Militar de Venezuela pudieran seguir su capacitación y mejorar sus vínculos con el mundo civil. Expresión de este nuevo modo de concebir la formación militar lo representó inclusive el reconocimiento de estudios en universidades nacionales y la oportunidad de hacer estudios de postgrado dentro y fuera del país.
Visto de esta forma, el Plan Andrés Bello parecía calzar a la perfección dentro de los postulados fundamentales de la democracia representativa erigida en Venezuela, en cuanto al fomento de la educación como mecanismo de ascenso social y fortalecimiento del talante institucionalista en los predios castrenses.
No obstante, el énfasis en formar un perfil de oficial capaz de asumir y cumplir tareas de diversa índole, al tiempo que cultivaba su campo de especialidad, introdujo un elemento que depararía futuras secuelas. Si bien la diversidad de contenidos de los nuevos estudios militares contribuiría a ampliar el horizonte cognoscitivo de los hombres de armas, ello llevaba implícito el albur de hacer trascender sus inquietudes al campo político y/o materializar aspiraciones como estructura corporativa.
Es de hacer notar que los programas didácticos de las asignaturas de carácter humanístico contemplados en el Plan Andrés Bello propiciaron la inculcación de lo que el historiador Luis Alberto Buttó ha denominado como el «eje ideológico transversal FF.AA.-Seguridad Interna-Desarrollo Nacional», que consiste en la interpretación sesgada de las causas estructurales del subdesarrollo y los riesgos que ello comporta sobre la seguridad del país, de manera de justificar la misión estratégica de las Fuerzas Armadas de intervenir para corregir tales desequilibrios(63).
En otras palabras, la adopción del Plan Andrés Bello en la Academia Militar de Venezuela abrió una rendija lo suficientemente sutil para la inoculación de un ideario que pretendía reivindicar el papel de la institución castrense como ente rector de la sociedad venezolana.
Ascenso y declive del talante institucionalista
La súbita bonanza fiscal experimentada por Venezuela entre 1974 y 1976, producto del alza de los precios del petróleo, no hizo otra cosa que potenciar la idea de que el Estado debía incrementar su función distributiva y satisfacer los requerimientos de los principales sectores de la vida nacional.
Ante la disminución del riesgo de la subversión interna como factor de cambio político y el resurgimiento de tensiones limítrofes con Colombia y Guyana, las Fuerzas Armadas se verían en la obligación de replantear su doctrina e inyectarle prioridad a su clásica misión de defender la soberanía y la integridad territorial, en lugar de ocuparse casi de manera exclusiva de las operaciones de contrainsurgencia.
Aunque el Ejército siguió conservando un rol nominal en el mantenimiento del orden público, en adelante el peso de las labores de vigilancia, control y represión sería realizado por las Fuerzas Armadas de Cooperación (Guardia Nacional) y los cuerpos policiales, dirigidos por esta.
Así veremos a la institución armada concentrarse en el diseño de ambiciosos planes de modernización de su aparato defensivo y de inserción en los proyectos de expansión económica de la época.
El primer punto se vio materializado mediante la adquisición de nuevos y sofisticados sistemas de armas, entre los que destacan la compra de 82 tanques AMX-30, 46 aviones caza de alto rendimiento Dassault Mirage, Falcon Fighting F-16, seis fragatas tipo Lupo Clase «Mariscal Sucre», dos submarinos de fabricación alemana tipo U209, además de piezas de artillería y equipos antimotines. Asimismo comenzó la construcción de importantes edificaciones para las Fuerzas Armadas como, por ejemplo, los fuertes militares ubicados en Maracaibo y Santa Teresa del Tuy, las nuevas sedes de las comandancias generales de la Fuerza Aérea y el Ejército, así como de un imponente edificio administrativo para el Ministerio de la Defensa.
En cuanto a lo segundo fue notable la creación, el 9 de diciembre de 1970, del Instituto de Altos Estudios de la Defensa Nacional (Iaeden) y del Instituto Universitario Politécnico de las Fuerzas Armadas (Iupfa), el 4 de febrero de 1974. Ambas entidades servirían de apoyo a la definición y planificación de nuevas áreas estratégicas en las cuales pudieran actuar cuadros capacitados de las Fuerzas Armadas en función de superar los problemas inherentes al subdesarrollo.
Dentro de esa perspectiva se enlazó la concreción de una vieja aspiración del estamento castrense de participar en la producción de insumos básicos por medio de una empresa gerenciada por sus propios integrantes. Surge así la Compañía Anónima Venezolana de Industrias Militares (Cavim) en 1975.
Un aspecto interesante que refleja la magnitud de los cambios operados en este ámbito resultó la incorporación de personal femenino a la institución militar a partir de 1972, lo que convirtió a Venezuela en país pionero en América Latina que rompe con el esquema predominante masculino en el área. Así, poco a poco, irá creciendo el contingente de mujeres en calidad de oficiales asimiladas en la categoría de suboficiales profesionales de carrera, primero en la Aviación Militar y luego en la Armada. De igual modo, en 1978, se dio inicio a un programa piloto de ingreso de mujeres en las escuelas de formación de oficiales (64).
A fuerza de los cambios que se estaban operando en la estructura militar, la institución armada vio incrementar su margen de autonomía frente al declinante interés de las autoridades civiles por ejercer a cabalidad su potestad supervisora; de ahí que lograra el beneplácito para la aprobación de medulares instrumentos legislativos donde se ponían de manifiesto varias ideas que tremolaban en la cosmovisión castrense. Por ejemplo, la Ley Orgánica de Seguridad y Defensa (1976), fundamentada en los postulados teóricos de la Doctrina de Seguridad Nacional, la cual reforzó la discrecionalidad del sector militar en cuanto al manejo de información y operaciones estratégicas(65). Lo mismo cabría decir acerca de la Ley de Conscripción y Alistamiento Militar (1978) que instituyó la obligatoriedad de proporcionar a los jóvenes estudiantes de los dos últimos años de secundaria conocimientos militares necesarios ante la eventualidad de una movilización de carácter bélico.
Por lo demás no cabe la menor duda de que, durante el sistema democrático, las Fuerzas Armadas alcanzaron la mayor suma de modernización y profesionalismo que cualquier otro régimen de gobierno haya podido ofrecerles, sobre todo si se repara en el hecho de que, durante buena parte del siglo XX, el poder político fue detentado por los militares.
Sin embargo, el acatamiento al orden constitucional por parte de la institución armada comenzó a mostrar fisuras a medida que aquellos logros no fueron del todo resguardados frente al efecto erosivo de la corrupción y el clientelismo. Esta situación fue convirtiéndose poco a poco en una fuente de tensión al interior del ámbito militar, profundizando la división existente entre los mandos superiores y las nuevas generaciones de oficiales(66).
Por otro lado, la crisis económica revelada el 18 de febrero de 1983, conocida como el «viernes negro», hizo mella en el sistema político, el cual fue objeto de severos cuestionamientos, varios de ellos esgrimidos por sectores tradicionalmente enemigos de la democracia que, sin rubor alguno, alentaban una solución militar a la crisis.
En no pocas ocasiones circulaban con insistencia rumores de descontento en las filas castrenses, al punto de llegar a tener resonancia en el exterior(67). Esta situación sirvió de caldo de cultivo para la irrupción, en el cuadro político nacional, de logias agazapadas dentro de las Fuerzas Armadas que, desde hacía tiempo, venían conspirando hasta materializarse los pronunciamientos militares del 4 de febrero y 27 de noviembre de 1992, justo 30 años después de fracasados los últimos intentos golpistas ocurridos en 1962.
Si bien el gobierno constitucional de Carlos Andrés Pérez (1989-1993) logró sortear con éxito la embestida pretoriana, la solidez del sistema democrático se resintió y se vio sometida de nuevo a presiones que terminaron por acelerar su franco deterioro. Aun cuando durante su segundo mandato Rafael Caldera (1994-1999) hizo un importante esfuerzo por estabilizar la situación interna de la institución castrense, continuó reinando el divisionismo y el acecho de una nueva insubordinación militar.
El 6 de diciembre de 1998 resultaría electo presidente de la República un militar retirado de las Fuerzas Armadas. Lo capital del asunto no sería la elección en sí, hecho perfectamente válido en sociedades donde imperan mecanismos de tipo normativo capaces de asegurar la naturaleza democrática del Estado pero que, en el caso de Venezuela, resultaba una peligrosa apuesta en vista de la extrema fragilidad en que se hallaba el sistema político.
A partir de entonces, las Fuerzas Armadas se debatirían entre la disyuntiva de proseguir con su conducta de asegurar la estabilidad de las instituciones democráticas o, por el contrario, avalar la puesta en marcha de un proyecto hegemónico que, por varios años, anidó a la sombra de los cuarteles.
Epílogo
Si partimos del hecho de que el aparato militar edificado por Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez se mantiene en pie con sus variantes hasta el presente, es menester traer a colación que su más importante misión ha sido la de servir de instrumento para el ejercicio y conservación del poder político en Venezuela.
Más allá del principio racional que enfatiza como principal función de la institución castrense la defensa del frente externo de la nación, no cabe la menor duda de que la idea de organizar un Ejército lo suficientemente dotado e instruido para contrarrestar la acción armada de los diferentes caudillos resultó ser una prioridad dentro de la realidad política de principios del siglo XX. Sofocada la amenaza, le tocó asumir nuevas responsabilidades, siempre en el plano interno, ahora referidas a garantizar la conservación de la paz pública y sostener el poder personal del jefe supremo de turno.
A medida que la autoridad del Estado se afianza sobre la base de una centralizada maquinaria burocrática en el orden político, fiscal y administrativo, recae sobre el Ejército Nacional la tarea de respaldar mediante la coacción y la fuerza legal su funcionamiento sin interrupción de ningún tipo. Ello implicó la aceptación, por parte de la sociedad, de la existencia de una institución superior que encarnaba la naturaleza jurídica del Estado.
Resulta obvia la estrecha relación entre el Estado y el Ejército, sobre todo en vista de la condición subordinada del último; pero el caso de Venezuela tuvo la peculiaridad de que el Estado, léase el moderno Estado centralizado, le debía su existencia al poder militar. A partir de allí se activó un voluntarista proceso de integración nacional que reforzó la noción de comunidad política imbuida de símbolos comunes derivados de la gesta independentista y la Guerra Federal, acompañado de la edificación de una red nacional de comunicaciones, nuevos flujos de intercambio económico y hábitos culturales extraídos de todas las regiones del país.
Ahora bien, tal ascendiente castrense no se manifestó durante el régimen personalista del general Juan Vicente Gómez (1908-1935) por carecer de un nivel de autosuficiencia capaz de imponer su criterio en todo lo referente a la conducción del gobierno. No será sino a partir de 1935, tras la desaparición física del viejo dictador andino y la fortaleza institucional adquirida por el Ejército, cuando los militares entendieran a cabalidad su nuevo rol dentro de la estructura del Estado, al fungir como árbitros de los destinos del país, vale decir, al apoyar o denegar la implementación de determinados proyectos políticos.
Cabe destacar que ya prevalecía para entonces un marcado carácter conservador en el pensamiento de quienes integraban las Fuerzas Armadas debido a la influencia del modelo prusiano adoptado para su organización y formación profesional. La «prusianización» tuvo incidencia en la manera de concebir lo militar como un estamento aparte, ensoberbecido por concepciones propias sobre la vida social en la cual no tenían cabida idearios «funestos y disolventes», tal como se calificaban para la época al anarquismo y el socialismo.
Por consiguiente, la visión castrense en el ámbito político no era favorable a la lucha social que preconizaban las nuevas formas de organización gremial y política surgidas de los cambios ocurridos en el circuito urbano de las ciudades por ser consideradas contrarias al orden y la propiedad. En particular, la ojeriza sería mayor hacia los partidos políticos con los cuales, a la postre, rivalizarían de manera encarnizada por el dominio de la maquinaria gubernamental.
El tipo de instrucción prusiana se extenderá hasta principios de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) cuando será remplazada, en sus aspectos doctrinarios, por el peso de la influencia militar estadounidense en el hemisferio. A la larga, este cambio tendrá importantes consecuencias dentro de la racionalidad política de las Fuerzas Armadas, si bien la prédica anticomunista escaló a mayor nivel como producto de los conflictos derivados de la Guerra Fría. Desde una perspectiva más general, la oficialidad tenderá a aceptar, al menos en apariencia, la limitación de su papel al de garante de la democracia liberal representativa.
En efecto, el régimen democrático establecido en Venezuela a partir de 1958 impulsó de manera significativa el profesionalismo militar, de acuerdo con la premisa enarbolada en círculos académicos estadounidenses acerca del modo de lograr la institucionalización del control civil por medio del incremento de la especialización de los militares en los asuntos de su exclusiva competencia.
Este incremento de la capacidad profesional tuvo su correlato en la oportuna atención a los requerimientos socioeconómicos del personal de la institución militar, hecho que tendió a convertirla en instrumento de movilidad social, al ofrecer a los jóvenes, sin mediar su condición socioeconómica, la oportunidad de hacerse de una profesión universitaria que les abriera las posibilidades de mejorar su calidad de vida, obtener mayor estabilidad económica e, incluso, alcanzar un estatus social elevado a medida que ascendieran a los más altos grados en la escala jerárquica castrense.
Las últimas décadas del siglo XX exhibían a Venezuela como una de las pocas democracias en América Latina que había logrado mantenerse incólume ante la arremetida de las fuerzas insurgentes de izquierda y el golpismo militar de derecha. Algunos atribuyeron este hecho a la profunda transformación ocurrida en las Fuerzas Armadas, devenidas ejemplo a seguir por los militares de la región.
A fin de cuentas, no todo sería miel sobre hojuelas. Aquella suerte de excepcionalismo político se hizo añicos una vez que un pequeño grupo de militares tiró la parada en medio de condiciones objetivas para el resurgimiento de fórmulas autoritarias en apariencia superadas. Así, y como bien lo glosó el historiador Ramón J. Velásquez, «los demonios del militarismo otra vez andaban sueltos».
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Notas
(1) José Alberto Olivar es doctor en Historia, summa cum laude (Universidad Católica Andrés Bello). Magister Scientiarum en Historia de Venezuela Republicana (Universidad Central de Venezuela). Profesor de la Universidad Simón Bolívar y de la Universidad Metropolitana.
(2) Inés QUINTERO, El ocaso de una estirpe, Caracas, Fondo Editorial Acta Científica Venezolana, Alfadil Ediciones, 1ª edición, 1989: 115-118.
(3) Germán CARRERA DAMAS, Rómulo histórico, Caracas, Editorial Alfa, 2013: 48-51.
(4) Manuel CABALLERO, Gómez, el tirano liberal, Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericana, 4ª edición, 1995: 207-209.
(5) Ver Ángel ZIEMS, El gomecismo y la formación del Ejército Nacional, Caracas, Editorial Ateneo de Caracas, 1979: 216; Ismael RODRÍGUEZ, «Los cadetes del gomecismo 1910-1935», Presente y pasado, N° 27, Enero-junio 2009: 129-144.
(6) El modelo organizacional del Estado Mayor del Ejército de Prusia sirvió de referente para la renovación de varios ejércitos en Europa y América Latina durante el siglo XIX. El mismo se cimentaba sobre una ideología de guerra que subordinaba a toda la población mediante un estricto sistema de control a obedecer los dictámines del poder central.
(7) Ángel ZIEMS, El gomecismo y la formación del Ejército Nacional, op. cit., 94.
(8) Ruperto VELASCO, «Desfile de las Unidades del Ejército», Revista del Ejército, Marina y Aeronáutica, N° 45, Diciembre 1934: 593.
(9) Ana Elisa FATO OSORIO, «El Ejército nacional y la integración territorial en Venezuela: cuarteles y carreteras, 1908-1935», Memorias de la Trienal de Investigación, FAU 2017, Caracas, Ediciones de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo, Universidad Central de Venezuela, 2017: 1-13.
(10) Artículo 5 de la Ley Orgánica del Ejército y de la Armada de 21 de julio de 1933.
(11) Germán GUÍA, La recluta forzosa y su transición al servicio militar obligatorio (1908-1933), Caracas, Centro Nacional de Historia, 2009: 67-69.
(12) Así calificó al general Juan Vicente Gómez, el intelectual y político venezolano José Gil Fortoul en 1922.
(13) Elías PINO ITURRIETA, Positivismo y gomecismo, Caracas, Academia Nacional de la Historia, Libro Breve 234, 2005: 57.
(14) Emilio FUENTES LATORRAQUE, Síntesis de la evolución histórica de las Fuerzas Armadas venezolanas, Caracas, Ediciones del Instituto de Previsión Social de las Fuerzas Armadas, 1996: 188-190; Fernando OCHOA ANTICH, «La modernización de las Fuerzas Armadas», Apreciación del proceso histórico venezolano, Caracas, Fundación Universidad Metropolitana, Fondo Editorial Interfundaciones, Colección Seminarios, 1988: 170.
(15) Manuel CABALLERO, Gómez, el tirano liberal, op. cit., 209.
(16) Algunos de los cuales adquirieron nociones básicas de la ciencia militar en la efímera Escuela de Aplicación que funcionó entre 1911 y 1913.
(17) Eleazar LÓPEZ CONTRERAS, Proceso político social 1928-1936, Caracas, Editorial Ancora, 2ª edición, 1955: 17. La hacienda «La Mulereña» fue la primigenia propiedad del general Gómez en el estado Táchira, antes de su incursión en la actividad política.
(18) Gregoria CARABALLO GUZMÁN, Aviación militar venezolana, Caracas, Editorial Tecnocolor, 2007: 26.
(19) Luis H. PAREDES, 50 años de historia de la aviación militar venezolana, Caracas, 1970: 217, 218.
(20) Ángel ZIEMS, El gomecismo y la formación del Ejército Nacional, op. cit., 195, 196.
(21) Roberto PÉREZ LECUNA, Apuntes para la historia militar de Venezuela, 1° de enero de 1936 – 18 de octubre de 1945, Tomo I, Caracas, Editorial El Viaje del Pez, 1999: 60-79.
(22) Arturo USLAR PIETRI, Golpe y Estado en Venezuela, Santafé de Bogotá, Colombia, Grupo Editorial Norma, 1992: 74.
(23) Domingo IRWIN, «Una visión histórica de las relaciones civiles y militares venezolanas», Venezuela: República Democrática, Caracas, Grupo Jirahara, 2011: 276.
(24) Tulio CHIOSSONE, El decenio democrático inconcluso 1935-1945, Caracas, Editorial Ex Libris, 1989: 190.
(25) Tomás STRAKA, La épica del desencanto. Bolivarianismo, historiografía y política en Venezuela, Caracas, Editorial Alfa, 2009: 175.
(26) José Ramón AVENDAÑO LUGO, El militarismo en Venezuela. La dictadura de Pérez Jiménez, Caracas, Ediciones El Centauro, 1982: 101.
(27) Eduardo PICÓN LARES, Ideología bolivariana, Caracas, Editorial Crisol, 1944: 143.
(28) Germán GUÍA, «La Segunda Guerra Mundial en Venezuela y el apoyo militar de los Estados Unidos de América a las Fuerzas Armadas Nacionales 1942-1945», Revista Mañongo, N° 35, 2010: 183-201.
(29) «Combat Estimate: Venezuelan Army. April 1, 1942». Freddy VIVAS GALLARDO, Venezuela-Estados Unidos 1939-1945: la coyuntura decisiva. Las relaciones políticas y militares entre Venezuela y los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, Caracas, Universidad Central de Venezuela, 1993: 307.
(30) Martín GARCÍA VILLASMIL, 40 años de evolución de las Fuerzas Armadas, Caracas, 1966: 38.
(31) Uno de los centros de estudios adonde eran enviados los oficiales más sobresalientes de sus respectivas promociones fue la Escuela Militar de Chorrillos en Lima, Perú, fundada en 1896. Aquel instituto se convirtió en semillero para la formación, dentro y fuera del país andino, de una amplia red de oficiales con afinidades intelectuales, imbuidos de ideas nacionalistas y estatistas, en las que se exaltaba la aquiescencia tecnocrática militar. Entre los primeros cuadros que recibieron la oportunidad de matricularse a partir de 1912 estuvieron los oficiales y cadetes Antonio Lucena Borges, Alejandro Rascanieri, Luis Rafael Pimentel, Guillermo Faudel, Manuel Morán, Carlos Meyer y Ulpiano Valera. Posteriormente, en la década de los treinta, asistirían el capitán Julio César Vargas y el teniente Marcos Pérez Jiménez, principales artífices del grupo conspirativo denominado «Unión Militar Patriótica» que gestó el golpe militar del 18 de octubre de 1945.
(32) Roberto PÉREZ LECUNA, Apuntes para la historia militar de Venezuela, 19 de octubre de 1945-31 de diciembre de 1948, Tomo II, 31, 459, 653.
(33) Junta Revolucionaria de Gobierno, «Decreto N° 410 por el cual se encomienda a las Fuerzas Armadas Nacionales el mantenimiento del orden público, con el fin de garantizar al pueblo venezolano el libre ejercicio del sufragio», 4 de octubre de 1946.
(34) Artículos 93-103, Constitución de los Estados Unidos de Venezuela, 5 de julio de 1947.
(35) Brian LOVEMAN, For la Patria. Politics and the armed forces in Latin America, Wilmington, Delaware, A Scholarly Resources Inc. Imprint, 1999: 64-69.
(36) Amos PERLMUTTER y Valerie PLAVE BENETT, Political Roles and Military Rulers, New Haven and London, Yale University Press, 1980: 207.
(37) Fredy RINCÓN N., El Nuevo Ideal Nacional y los planes económicos-militares de Pérez Jiménez 1952-1957, Caracas, Ediciones El Centauro, 1982: 107.
(38) Víctor MALDONADO MICHELENA, Las naciones y su defensa integral, Caracas, Editorial Dusa, C.A., 1962: 200.
(39) Durante el período de la Junta Revolucionaria de Gobierno (1945-1948), esta hizo frente a seis actos de rebelión militar, uno de estos movimientos contó con el beneplácito de los gobiernos de Rafael L. Trujillo en República Dominicana y de Anastasio Somoza en Nicaragua. A continuación, bajo el régimen de las Juntas Provisorias (1948-1952), denunció la existencia de focos de conspiración organizados por líderes del ilegalizado partido Acción Democrática en el exilio que recibían apoyo de los gobiernos de Cuba, Costa Rica y Guatemala. Ver: Edgardo MONDOLFI GUDAT, General de armas tomar: la actividad conspirativa de Eleazar López Contreras durante el trienio 1945-1948, Caracas, Academia Nacional de la Historia, Libro Breve 242, 2009; Iván Darío JIMÉNEZ SÁNCHEZ, Los golpes de Estado desde Castro hasta Caldera, Caracas, Centralca, 1996: 69, 70; Judith EWELL, Venezuela y los Estados Unidos desde el hemisferio Monroe al imperio del petróleo, Caracas, Universidad Católica Andrés Bello, 1999: 178, 179; Gustavo Enrique SALCEDO ÁVILA, «Conflictos en el Caribe: Eisenhower y Pérez Jiménez, historia de cooperación y enfrentamiento», Politeia, N° 48, 2012: 33-62.
(40) Ver: José Gilberto QUINTERO TORRES, Venezuela-USA. Estrategia y seguridad en lo regional y en lo bilateral 1952-1958, Caracas, Fondo Editorial Nacional, José Agustín Catalá (Ed.), 2000: 158-161; José Gregorio MAITA RUIZ, «Los destructores clase Nueva Esparta. Acercamiento a su historia operacional», Tiempo y Espacio, N° 64, 2015: 491-508; Luis Alberto BUTTÓ, «¿Modernización de las Fuerzas Armadas Nacionales?», Cuando las bayonetas hablan. Nuevas miradas sobre la dictadura militar 1948-1958, Caracas, Universidad Metropolitana, Universidad Católica Andrés Bello, 2015: 114-121.
(41) José Gregorio MAITA RUIZ, «Los destructores clase Nueva Esparta. Acercamiento a su historia operacional», op. cit., 494.
(42) Martín GARCÍA VILLASMIL, Escuelas para la formación de oficiales del Ejército. Origen y evolución de la Escuela Militar, Caracas, Ministerio de la Defensa, Oficina Técnica, 1964: 113.
(43) Ricardo SOSA RÍOS, Mar de leva, Caracas, Edreca Editores, 1979: 242-245.
(44) Alberto MÜLLER ROJAS, Relaciones peligrosas. Militares, política y Estado, Caracas, Fondo Editorial Tropycos, Fondo Editorial Apucv/IPP, Fundación Gual y España, 1992: 147, 148.
(45) Hernán CASTILLO, Militares y control civil en Venezuela, Mérida, Universidad de los Andes, Consejo de Publicaciones, 2013: 304.
(46) Eduardo C. SCHAPOSNIK, Democratización de las Fuerzas Armadas venezolanas, Caracas, Fundación Nacional Gonzalo Barrios, Instituto de Investigaciones Sociales, 1985: 242, 243. Sin embargo, otros autores no comparten esta apreciación; por el contrario, indican que fue una medida que contribuyó a realzar la matriz educativa en cada una de las academias militares. Ver al respecto Ismael Ramón RODRÍGUEZ VÁSQUEZ, «Rómulo Betancourt y el estamento militar venezolano, 1959-1964», Memoria política, N° 5, 2016: 16-42.
(47) Andrés STAMBOULI, La política extraviada. Una historia de Medina a Chávez, Caracas, Fundación para la Cultura Urbana, 2009: 131.
(48) Edgardo MONDOLFI GUDAT, Temporada de golpes. Las insurrecciones militares contra Rómulo Betancourt, Caracas, Editorial Alfa, 2015: 18.
(49) Ibid., 488, 489.
(50) Hernán CASTILLO, Militares y control civil en Venezuela, op. cit., 48.
(51) Artículo 132, Constitución de la República de Venezuela de 1961.
(52) Martín GARCÍA VILLASMIL, 40 años de evolución de las Fuerzas Armadas, op. cit., 44.
(53) Inés GUARDIA ROLANDO y Guiannina OLIVIERI PACHECO, Estudio de las relaciones civiles militares en Venezuela desde el siglo XIX hasta nuestros días, Caracas, Fundación Centro Gumilla, Universidad Católica Andrés Bello, Temas de Formación Socio-Política, N° 42, 2016: 73.
(54) Domingo IRWIN, «Una visión histórica de las relaciones civiles y militares venezolanas», Venezuela: República Democrática, 280.
(55) Harold TRINKUNAS, Crafting civilian control of the military in Venezuela: a comparative perspective, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 2005: 19, 20.
(56) El concepto de dominación, de acuerdo con Deborah Norden, es una de las dimensiones del control civil en la que los militares aceptan las reglas y procedimientos de la democracia en tanto reciben un margen de prerrogativas considerables. Deborah NORDEN, «Civilian authority without civilian dominance? Assessing Venezuelan political-military relations under Chávez», Nueva Sociedad, N° 213, Enero-febrero 2008: 170-187.
(57) Gustavo SALCEDO ÁVILA, Venezuela, campo de batalla de la Guerra Fría. Los Estados Unidos y la era de Rómulo Betancourt (1958-1964), Caracas, Academia Nacional de la Historia, Fundación Bancaribe, 2017: 143.
(58) Edgardo MONDOLFI GUDAT, La insurrección anhelada. Guerrilla y violencia en la Venezuela de los sesenta, Caracas, Editorial Alfa, 2017: 126-127.
(59) Ver Froilán RAMOS RODRÍGUEZ, «Guerra no convencional. La influencia estadounidense en el pensamiento militar chileno y venezolano, 1960-1970. Un estudio comparado», Tesis para optar al grado de doctor en Historia, Universidad de los Andes, Facultad de Filosofía y Humanidades, Santiago de Chile, 2017: 478; Oscar SOTO TAMAYO, Inteligencia militar y subversión armada, Caracas, Ministerio de la Defensa, 1968: 130-155.
(60) Froilán RAMOS RODRÍGUEZ, «Guerra no convencional. La influencia estadounidense en el pensamiento militar chileno y venezolano, 1960-1970. Un estudio comparado», op. cit., 317.
(61) Este criterio guardaba consonancia con las metas del IV Plan de la Nación (1970-1974) imbuido de las máximas del pensamiento estructuralista preconizadas por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) que sostenía la importancia de efectuar reformas institucionales para mejorar el crecimiento económico y la distribución del ingreso per cápita. En función de esto, se estimaba que la complejidad de todo lo inherente a la seguridad y defensa nacional formaba parte del proceso de desarrollo.
(62) Ver Santiago GIANTOMASI, Profesionalización de las Fuerzas Armadas de Venezuela. Influencia del Plan Andrés Bello en la promoción Simón Bolívar II de la Academia Militar de Venezuela 1971-1975, Foz do Iguaçu, Brasil, Universidad Federal de Integración Latinoamericana, 2019: 90-92.
(63) Luis Alberto BUTTÓ, Disparen a la democracia. Los móviles de los golpes de Estado de 1992, Caracas, Negro Sobre Blanco Grupo Editorial, 2017: 44, 58.
(64) Gregoria CARABALLO GUZMÁN, Aviación militar venezolana, op. cit., 62, 63; María Elisa DOMÍNGUEZ VELASCO, «Consejo de equidad e igualdad de género de las Fuerza Armada Nacional Bolivariana de Venezuela: hacia una nueva institucionalidad castrense», Revista Venezolana de Estudios de la Mujer, Vol. 22, N° 48, Enero-junio 2017: 149-155.
(65) Ver Harold TRINKUNAS, «The crisis in Venezuelan civil-military relations: From Punto Fijo to the fifth republic», Latin American Research Review, Vol. 37, N° 1, 2002: 45-47; Luis Alberto BUTTÓ, «La Doctrina de Seguridad Nacional en Venezuela (1958-1998)», Venezuela y la Guerra Fría, Caracas, Editorial Nuevos Aires, 2014: 125-150.
(66) Harold TRINKUNAS, «The crisis in Venezuelan civil-military relations…», op. cit., 47.
(67) Una importante firma consultora estadounidense, Frost and Sullivan, publicó en 1984 un análisis sobre los riesgos políticos en América Latina y, en lo tocante a Venezuela, advertía que la posible agudización de la crisis económica podía crear las condiciones favorables para que, en un lapso de tres a cuatro años, ocurriera una intervención militar, «dado un sentir izquierdista en algunos militares venezolanos». El Nacional, Caracas, 15 de septiembre de 1984, cuerpo A-8.
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