El pasado 1° de abril se cumplieron cien años del natalicio de Leo Matiz (1917-1998), el artista colombiano que consolidó una de las obras fotográficas más trascendentes de la modernidad en Latinoamérica y el mundo durante la primera mitad del siglo XX, la cual incluyó una década entera de fotografías en Caracas, entre 1954 y 1964
Míralo ahí, al niño Leonardo, con diez años de edad y los ojos clavados en la dulce niñita que parece dormida entre mazos de flores. Leonardo tiene la mirada tan afiebrada de fijeza, como abejas chupando en lo triste, que las mujeres de la familia y demás rezanderas no rechazan todavía lo que está haciendo con ese bendito cuaderno y ese lápiz amarillo con marca de dientes y borrador gastado.
El niño de Eva y de Julio es un muchachito tan extraño que quienes se asoman por detrás encadenan el murmullo de que está haciendo un dibujo de la niña inmóvil. Nadie se atreve a interrumpirlo para decirle que ya van a comenzar el rosario y los cantos. Es que el cuaderno suena, el lápiz lo raspa. Y el niño Leo se ha concentrado tanto, que a pesar de lo apretados que están todos en la habitación, solo existen él y la frágil difunta flotando para siempre en aquel calor que evapora el espíritu de las flores y lo revuelve con el humo del tabaco y las velas de sebo.
Míralo ahora en el río. Se detuvo un rato bajo una palma y luego siguió hasta las raíces del manglar que aloja siempre sus pensares. Nadie puede saber lo que hacía mirando y retocando su dibujo apaciguado por el fresco rumor del agua. Pero es muy probable que se desesperara un poco tratando de entender por qué el papel no había recogido lo que sus ojos y sus sentimientos habían estado descifrando.
En Aracataca, cuando fallecía un angelito, la mala nueva ponía a prueba los corazones entrelazados de la comunidad. Lamentaban que se había ido un gesto, un caminar, un sonreír, una malcriadez, un brillo en los ojos de la madre, del padre, de la abuela. “Era el retrato de Lucía, tenía la boca de Ismael”, se lamentaban. Y cuando Ismael y Lucía pasaban a la desconocida vida de la muerte era como si subieran a un tren o a un barco para encontrarse con quienes habían partido anteriormente. Y era inevitable que se dijera en alguna tertulia del velorio: “se juntarán las señas”.
Pero cuando nacía alguien en Aracataca todos estaban en suspenso, pendientes de mirar a la niña o al niño para celebrarlo y tratar de adivinar a quiénes se parecen. Porque después de conocer los adelantos científicos expresados en las radiografías y en la fotografía, en alguna parte de la mente se tenía la impresión de que el amor, con todas sus consecuencias derivadas hacia el embarazo, convertía el parto en una cámara fotográfica hecha por Dios. La gente nacía a imagen y semejanza de sus progenitores que a su vez habían sido engendrados con más o menos luz, con más o menos velocidad, con alta sensibilidad o con un desenfoque endemoniado.
Y el niño Leo, hijo de Eva Espinoza y Julio Martínez, era tan sensible que el paisaje que le rodeaba imprimía su alma hasta casi dolerle; los paisanos, la gente, los otros, pasaban cerca o lejos de sus ojos y se grababan en su memoria hasta convertirlo en hijo de todos, en hijo de platanares y ríos, de callejones y perfumes agrestes. Él no sabía por qué era de ese modo y nadie podía adivinar que en ese momento, cuando Leo cumplía diez años de edad y trataba de comprender el mundo dibujándolo, también estaba naciendo un niño que pasaría por el mismo proceso: el hijo de Luisa Santiaga Márquez y Gabriel Eligio García. Se conocerían mucho tiempo después y verían en sus rostros la misma devoción creadora.
La adolescencia respondida
Aparte de un tinglado de ilusiones que cada quien está obligado a levantar dentro de su mente y dentro de su casa, la gente necesita cortar racimos de bananos, ordeñar vacas, recoger café en la montaña culebrera, sembrar arroz, pescar, hornear pan. Hay quienes estudian medicina, agronomía, abogacía o se meten a militares, a radiotécnicos, a barberos, pero miren al jovencito Leo: dibuja en un minuto la cara de alguien y dice que eso vale más que el dinero. Y jura que se marcha bien marchado con sus dibujos a Santa Marta porque allá le van a pagar por eso.
El joven Leonardo ya había escuchado varias veces ese tipo de comentarios, porque en Aracataca se habla lo que se piensa, lo que se sueña y hasta lo que se debería mantener guardado para tener algo que contarle al confesor si se practica la costumbre de quitarse pecados de domingo en domingo. Pero no: en ese lugar los secretos se enferman y tienen que salir a respirar el aire de la calle. En esos predios, los secretos son antiguas bestias en vías de extinción.
El inquieto Leo escuchaba esas opiniones tan comunes, de que solo es práctico trabajar en lo que produzca materia comestible o moneda impresa, pero su entusiasmo, de pocas sonrisas y mucho nervio, no disminuía: quería iniciar su recorrido pasional, la ruta de su anhelo y se le había metido entre ceja y ceja que el objetivo primordial estaba en los periódicos y las revistas, que eran las ventanas por donde observaba los grandes sucesos.
Ya había sentido la emoción de ver lo que hacía Rendón, de recorrer páginas y más páginas marcadas por aquel fenómeno. Ah: la modernidad sublime de Rendón. He ahí una ventana hacia el mundo. Un hombre que comprobó la fuerza del arte. Lástima que se ha ido, meditaba.
Ricardo Rendón, nacido en 1894, fue un genio de la caricatura, del humorismo y del diseño publicitario. Colombia ha producido caricaturistas de alto calibre pero no ha podido encontrar uno que llene el vacío carismático dejado por aquel artista. Soltero, feliz, con suerte en el amor y magnífica salud; portador de buen dinero, querido por todo un país, admirado por la ciudadanía, respetado por su talento, se suicidó a los 37 años de edad. Se dio un balazo mientras disfrutaba la soledad en un rincón de su cafetín favorito. Colombia entera se preguntaba “¿por qué lo hizo?” y no hubo una respuesta satisfactoria. Quizá no estaba ganado para seguir siendo tan contundente y esencial. Aunque uno de sus amigos, el poeta Federico Rivas Aldana, mejor conocido como Fraylejón, aventuró una hipótesis: “Rendón vivió ricamente las más bellas y alegres horas de la alta bohemia bogotana, y en un momento se hastió de la fiesta, y según las normas gentiles, se voló sin despedirse”.
El asunto es que ese Ricardo Rendón fue una de las influencias determinantes que tuvo Leo Matiz como caricaturista. Es completamente cierto que el estilo de Matiz superaba cualquier exigencia: pudo haber desarrollado una carrera en los mejores diarios del mundo. Matiz comenzó su trabajo de caricaturista en Santa Marta donde expuso, a los 16 años de edad, en la confitería Excelsior. De ahí en adelante comenzó a colaborar en algunos periódicos, hasta que en el año 1936 llegó a las puertas de El Tiempo, de Bogotá.
Desgarbado, ansioso, entró a la redacción de El Tiempo y allí dio a conocer su trabajo como caricaturista. El director del diario, Enrique Santos Montejo, a quien llamaban “Calibán”, lo abordó durante uno de sus paseos entre escritorios y se le acercó para decirle: “Hágase fotógrafo. Necesitamos más un fotógrafo que un dibujante”. Y según cuentan, le regaló una cámara fotográfica y diez pesos para que comprara rollos de película. El actual presidente de Colombia, Juan Manuel Santos Calderón, es nieto de aquel Enrique Santos que impulsó a Leo Matiz hacia la fotografía.
Pero lo verdaderamente interesante e importante ocurrió en la habitación de la pensión donde Leo se alojaba. Sentado al lado de una estrecha ventana le daba vueltas a la cámara fotográfica. Retenía sus detalles. Pegaba un ojo al cuadro de cristal y escudriñaba los ladrillos del piso. Luego observó milímetro a milímetro el paisaje que venía de la calle. Detrás de la película de polvo, las líneas eléctricas, los techos de tejas, las palomas yendo y viniendo. Entonces fue hacia el baño y miró su rostro en el espejo, captando el fantasma plomizo que se escondía detrás del cristal. Y tomó sus primeras fotos. Gastó varios rollos. Sus ojos palpitaban. Y su corazón sonaba de un modo distinto. Aracataca. Clic. Aracataca. Clic. Observó el dedo índice en el botón disparador: el lápiz había dejado una honda marca en forma de canal. Y ahora el dedo parecía contento de estar presionando un botón. ¿Era tan simple aquel oficio? Cuando detalló las fotos tomadas en la plata oxidada del espejo, supo que había encontrado el amado lenguaje de las imágenes tantas veces intuido desde la niñez.
Artículo publicado originalmente por El Nacional, en su cuerpo Papel Literario, el 25 de junio de 2017.