Segunda entrega de José Pulido sobre el fotógrafo y artista colombiano (1917-1998) cuyo legado es fundamental para la memoria visual de nuestro país. Como parte del homenaje que le hiciera el Archivo de Fotografía Urbana por los cien años de su natalicio, publicamos la primera parte, “Dibujos de la infancia”, el pasado domingo 25 de junio
Leo Matiz era un nómada. Parecía un árbol cargado de cámaras pero se movía como un tigre. Sus dientes blancos, su extraña elegancia y su talento indescifrable resultaban imanes para las mujeres. Las fascinaba y luego se iba porque le apasionaba irse. Y tomar fotografías en el camino.
Recorrió el mundo tres veces retratando a las personas comunes y corrientes en sus mejores y en sus peores momentos. Captó la transformación que comenzaron a vivir las ciudades en el siglo veinte, cuando todo parecía una maqueta de la felicidad. Y grabó, en su fascinante dimensión del blanco y negro, los modos de vida, el trabajo y la creación de cada país. Retrató las ilusiones y los desencantos de la gente con la mayor sinceridad posible. Su cámara nunca dejó de ser una prolongación de su amor por la armonía silvestre y sin dueños.
En esa pionera cosecha de imágenes y de memoria que fue su existencia de fotógrafo, perdió un ojo, pero siempre encontró su camino de regreso a través de la fotografía.
La fuga, la errancia, forman parte esencial de lo que es el ser humano. Se huye buscando algo que ya no se tiene: el impulso de la ingenuidad, la pureza de los primeros días, cuando la apreciación de la belleza era tan emocionante y misteriosa como enamorarse o tener fe.
La tendencia es escapar del lugar donde todo comenzó. El ideal de un pueblo se opaca o se apaga si el paisaje conocido desaparece. También se deteriora si las personas ejecutan el acomplejado ejercicio de minimizar lo propio y engrandecer lo ajeno.
Ya otro caminante había hecho notar el fenómeno:
Cuando Jesús fue a su pueblo y comenzó a enseñar en la sinagoga, la gente no creía en su sabiduría ni en sus milagros porque siempre lo habían visto como el hijo del carpintero. Durante ese suceso Jesús lanzó a los cuatro vientos su conocida sentencia:
―Se honra a un profeta en todas partes, pero nadie es profeta en su tierra.
El nomadismo de Leo Matiz podría haber nacido de esas causas. El nomadismo es una manera de recordar constantemente que se debe regresar algún día al punto de partida y confrontarse con el territorio de la infancia. Y él lo hacía, retornaba cada vez que fotografiaba trabajadores marcados por una faena o por los actos de la intemperie. Matiz descubrió que la fotografía es un poderoso momento biográfico. Y autobiográfico. Cada imagen que obtenía y preservaba a través del lente mostraba la marca de su personalidad: un hombre rebelde con un arte armonioso.
Su madre, doña Eva Espinoza, le había enseñado a leer y a escribir. Luego siguió estudiando en una escuela en Ciénaga y en el liceo Celedón, en Santa Marta. Luego decidió que viviría de la caricatura. Pero de la caricatura pasó a la fotografía.
Cuando decidió trabajar como caricaturista en El Tiempo, de Bogotá, la bohemia lo arrastraba. Cumplía con su trabajo y se perdía después en bares y cafés, en parrandas y amoríos. El propio director del periódico, según comentó Matiz, le dijo que ya no necesitaba caricaturas sino fotografías. Quizá lo hizo para que el joven Matiz se responsabilizara más. Su talento podía desperdiciarse. Lo cierto es que gracias a esa situación Leo Matiz se dedicó a la fotografía.
Recorrió Colombia fotografiando a los diversos tipos sociales y en el año 1940 salió de Barranquilla en un buque mercante hacia Panamá. Decidió viajar en barco, a pie y en autobús por toda Centroamérica hasta llegar a México, que era como la meca cultural latinoamericana. Tenía apenas 24 años de edad.
“Logré mantenerme en Panamá de las caricaturas que vendía en hospitales, universidades, oficinas públicas y bares. Trataba de reunir dinero para llegar a México y convertirme en actor o pintor. No estaba aún muy convencido de la fotografía, pese a que había comenzado a vivir de ese oficio en Colombia, con el periódico El Tiempo y la revista Estampa… Había realizado la imagen de La Red durante mis viajes de reportero a la Ciénaga Grande, Magdalena, pero esos pequeños logros todavía no me hacían sentir fotógrafo”, escribió Matiz.
La foto que tituló “Pavo real del mar” y que él llamaba “La Red”, fue lograda en el año 1939 en Ciénaga Grande, Colombia. La hizo con su amada Rolleiflex, una cámara alemana fabricada por la Rollei. Es un aparato réflex. Eso significa que se mira directamente la imagen por el visor: el ojo y el lente son uno solo. Leo Matiz esperó el instante en que se abrió la atarraya. Quién sabe cuánto tiempo se mantuvo en esa espera. Y así consiguió la perfección de un movimiento, la síntesis de una vida y el anuncio florecido de la muerte: unos peces inventaron la red cuando se dejaron descubrir por el hombre.
México en clave de cine
La primera película mexicana que llegó a las salas de cine en varios continentes fue Allá en el Rancho Grande, realizada en 1936 bajo la dirección de Fernando Fuentes y protagonizada por Tito Guízar y Esther Fernández. Fue una película muy taquillera que impactó a un público que se iniciaba como espectador de cine. La denominaron “comedia ranchera” y se pusieron de moda las canciones que sazonaban aquella trama.
Esa película impactó a Leo Matiz, quien admiraba tanto lo francés como lo mexicano. Desde el punto de vista cultural, París y México eran modelos constantes. Inclusive, su apariencia fue una mezcla de las dos admiraciones. Su bigote perfectamente recortado, sus boinas, su vestimenta, su sensibilidad y persistencia en el arte por encima del oficio.
Matiz llegó a México en abril del año 1941. Había tardado algo más de un año en ese viaje porque se detuvo en muchos lugares para conocerlos y vivirlos.
Apenas entró a la ciudad de México fue a la embajada de Colombia y se presentó como reportero gráfico del diario El Tiempo. De inmediato lo invitaron a participar en una exposición que se exhibiría en Bellas Artes. Se conmemoraba el aniversario de Colombia y el presentador del acto era un poeta llamado Pablo Neruda.
En 1940 Pablo Neruda llegó a México como cónsul general de Chile. Estuvo allí hasta 1943. Se dedicó a escribir el Canto general y varios de los poemas incluidos en “Tercera residencia” del libro Residencia en la tierra. Hizo amistad con Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, Tina Modotti, Clemente Orozco y otros. Pero se peleó con Octavio Paz.
En esa reunión, Leo Matiz conoció al poeta colombiano Porfirio Barba Jacob, quien le consiguió empleo en la revista Así. Con la pauta que le generó ese trabajo, recorrió México haciendo fotos que gozaron de la admiración pública.
En esa revista le encargaron un reportaje sobre Diego Rivera, un pintor que Matiz admiraba profundamente. Se hicieron amigos. Y Diego le presentó a Frida Kahlo. Leo Matiz fue uno de los fotógrafos apreciados por ella. El colombiano figura en el grupo privilegiado que obtuvo las imágenes más definitorias de la artista.
Frida Kahlo era una creadora de arte que invadía todo lenguaje con su personalidad. Sus poses fotográficas definían la imagen. Ella influía en los fotógrafos hasta el punto de que no solo era la imagen fotografiada: también formaba parte de la intención de cada fotógrafo.
Su padre, Guillermo Kahlo, fue considerado el fotógrafo oficial del patrimonio cultural mexicano: entre los años 1904 y 1908 registró la herencia arquitectónica de México usando cámaras alemanas y novecientas placas de vidrio que él mismo preparó. Él le enseñó a su hija Frida todo lo teórico y lo práctico de la fotografía. Ella sabía de eso.
El blanco y negro
Gracias al preciosismo en blanco y negro con que mostró su cinematografía, México transmitió una imagen de lugar protagónico, de matriz latinoamericana. El arte propio de un continente surgía con fuerza y se tornaba modelo para los demás países.
Cuando llegó a la capital mexicana Leo Matiz encontró una buena oportunidad en la industria del cine. Trabajó en los estudios Churubusco con dos destacados fotógrafos mexicanos: Manuel Álvarez Bravo y Gabriel Figueroa. En esos tiempos consiguió entrar en la cárcel de Mazatlán y obtuvo una impresionante visión de los reclusos y sus dramas.
Leo explicó en una ocasión esa experiencia con los presos:
“Vi cosas que no pude fotografiar y entre ellas estaba la homosexualidad. Pero logré fotografías de presidiarios que pagaban condena por antropofagia, operaciones quirúrgicas con cuchillas Gillette, riñas brutales y escenas de ternura”.
En la prensa fue considerado como uno de los mejores reporteros gráficos de México. Él también recibió el aura que marca la presencia de los protagonistas.
Los dos amigos fotógrafos que le acogieron en México eran de una trayectoria sorprendente: formaron parte primordial del auge que vivía el cine mexicano.
Manuel Álvarez Bravo fue uno de los fotógrafos latinoamericanos definitorios de la fotografía moderna. Fue colaborador del cineasta ruso Sergéi Eisenstein: en varias de sus películas hizo las fotografías fijas.
Álvarez Bravo nació en la ciudad de México, el 4 de febrero del año 1902. Su primera muestra fue exhibida en 1932 en la Galería Posada y fue un suceso artístico.
En aquellos tiempos expuso junto con el fotógrafo francés Henri Cartier-Bresson en el Palacio de Bellas Artes de la ciudad de México. André Bretón alabó la obra de Álvarez Bravo.
En ese mismo año 1932, Gabriel Figueroa hizo las fotos fijas para las películas Revolución, Enemigos y La sombra de Pancho Villa.
En 1935 tuvo como maestro en Hollywood a Gregg Toland, el director de fotografía de Ciudadano Kane. Figueroa realizó varias películas con el director Emilio “El Indio” Fernández. En el año 1946 fotografió El fugitivo, de John Ford, y ganó el Premio Internacional de Fotografía del Festival de Cannes por la película María Candelaria. Figueroa fundó la Academia de Estudios Cinematográficos y la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas de México.
Otras amistades en México
Leo Matiz tuvo amistad con Frida Kahlo, Diego Rivera, José Clemente Orozco, María Félix, Luis Buñuel, Mario Moreno “Cantinflas”, Agustín Lara, Pedro Armendáriz, David Alfaro Siqueiros, Luis Buñuel y muchos otros personajes de la cultura, según ha contado su hija Alejandra Matiz. A todos los fotografió, en especial a Frida Kahlo, a quien le hizo más de cincuenta fotos diferentes mientras ella pintaba, paseaba o realizaba alguna diligencia en la calle. Matiz trabajó con Luis Buñuel. Sus fotografías de personajes inmersos en la pobreza o en la miseria inspiraron a Buñuel el filme Los olvidados.
Antes de sentirse inmerso en esa dimensión que retrató Leo Matiz, Luis Buñuel vivió momentos difíciles: él también estaba cayendo en un olvido terrible. El olvido es como el saludo de la muerte, el logotipo de la muerte. Solo el ser humano, cuando adquiere conocimientos y usa la milagrosa memoria, le quita su pesadez de mármol al olvido.
Sí, por supuesto: parecía imposible que la gente se olvidara de Buñuel. Nadie podría jamás borrar de su mente a alguien que tenía entre sus mejores amigos a Federico García Lorca y Salvador Dalí. Sin embargo, por obra y gracia de la incomprensión y de la ignorancia, Buñuel fue casi borrado del mapa de la cinematografía debido a los escándalos que causaron sus filmes El perro andaluz y La edad de oro.
“Los surrealistas reconocieron que El perro andaluz era el primer filme surrealista. Con mi guión, con solamente 235.000 francos de la época y seis días de rodaje, Buñuel había borrado diez años de falsa vanguardia cinematográfica”, comentó Dalí.
A pesar de ese perro andaluz, Buñuel cayó en la oscuridad y el desinterés de los críticos y el público, hasta que mostró en el Festival de Cannes la película Los olvidados. Entonces, el mundo lo recordó para siempre.
En 1947, después de realizar fotografías para el pintor David Alfaro Siqueiros, Leo Matiz tuvo que salir de México: al parecer, Siqueiros ordenó que le quemaran el laboratorio fotográfico a Matiz y lo amenazó de muerte. El antagonismo surgió cuando el fotógrafo colombiano reclamó la propiedad intelectual de unas fotografías que reprodujo Siqueiros en el mural Cuauthémoc contra el mito.
El Bogotazo
Matiz se mudó a Nueva York, donde comenzó a laborar con las revistas Life y Norte. La influyente Life lo envió en 1948 a Bogotá porque se realizaba la Novena Conferencia Panamericana con la asistencia de los cancilleres de América Latina. Había otros invitados como Rómulo Betancourt, el dirigente estudiantil Fidel Castro y el noticioso general George Marshall, delegado de los Estados Unidos. Jorge Eliécer Gaitán no había sido invitado aunque era el hombre con más arrastre de masas de Colombia.
Ese día viernes 9 de abril, Gaitán tenía varias citas. Pero aceptó la invitación a almorzar que le hizo Plinio Mendoza Neira. De su oficina salió a almorzar con Plinio Mendoza Neira, Alejandro Vallejo, Pedro Elíseo Cruz y Jorge Padilla.
En los años treinta Leo Matiz había hecho ilustraciones para el periódico Unirismo, de Jorge Eliécer Gaitán y en esa actividad formaron buenos nexos de amistad. Leo Matiz había regresado a Bogotá no solo para cubrir la Conferencia Panamericana sino también para entrevistar a Gaitán. Matiz acordó con el carismático dirigente un encuentro para hacerle las fotografías de la entrevista. Uno de los mejores amigos de Gaitán sería el entrevistador: Alejandro Vallejo, escritor y periodista de mucho prestigio. La entrevista quedó pautada para las dos de la tarde del viernes 9 de abril, en un restaurante ubicado en la carrera octava con 20 y 21.
Matiz se fue a buscar los equipos que guardaba en su habitación del Hotel Regina y al llegar vio que el hotel se estaba incendiando. Matiz trató de rescatar sus equipos y resultó herido. Lo llevaron a la Clínica Central y se asombró ante la multitud que la rodeaba. En la puerta de emergencia Leo Matiz vio al periodista Guillermo Pérez Sarmiento a quien no dejaban entrar a la clínica con una cámara fotográfica. Pérez Sarmiento se percató de que Matiz iba a pasar como paciente y le dijo “Adentro está Gaitán. Llévate mi cámara y trata de tomarle una foto”. La gente gritaba “¡Mataron a Gaitán!”. Cuando Leo Matiz entró al lugar vio el cuerpo sin vida de Jorge Eliécer Gaitán. Y lo fotografió.
Guillermo Pérez Sarmiento fue uno de los periodistas pioneros de Colombia. En 1929 fundó la primera agencia de noticias de Colombia: Servicio Informativo Nacional, que se transformó en el Servicio Informativo Colombiano. También llevó a Colombia la agencia internacional de noticias United Press, que dirigió durante tres décadas. Fue fundador de la revista Buen Humor, el Reporter Esso y el semanario Clarín, que llegó a vender 150 mil ejemplares en cada tiraje.
Denominaron “El Bogotazo” a toda esa violencia desatada con el asesinato de Gaitán. No sospechaban que de allí partiría una prolongada lucha guerrillera. Después de esa dura jornada, las Naciones Unidas destacaron a Leo Matiz como observador de la situación que confrontaban israelíes y palestinos. Fue apresado por los árabes una vez y por los israelíes en otra ocasión, pero finalmente salió con bien del compromiso. Retornó a Bogotá y fundó una galería de arte, donde comenzó a mostrar su obra un joven llamado Fernando Botero.
La dama de Cali
Cuando regresó de México a Colombia, conoció en los años cincuenta a la joven dama de Cali, Amparo Caicedo. Era una muchacha de 17 años de edad. Leo Matiz tenía 35 años. Se fugaron pero muy pronto los encontró el Servicio de Inteligencia de Colombia. Los obligaron a casarse. Fue un matrimonio que duró veinte años. De esa unión nacieron Alejandra y Leo junior, a quien llamaban Leíto. El joven Leo junior falleció en 1973. Alejandra no descansa: se ocupa de la Fundación que promueve y resguarda la obra de su padre.
Amparo Caicedo posó muchas veces para su esposo pero dijo en una entrevista que le hizo Catalina Villa, editora de Gaceta, que lo que le agradaba más hacer con él era visitar exposiciones y escuchar lo que él decía. También le agradaban los paseos familiares en los cuales él llevaba todas sus cámaras. “Podía pasarse horas esperando a que una nube se ubicara donde él la quería fotografiar. Al otro día, si no le gustaba, había que ir a tomar la misma foto. Era una cosa exagerada, tenía 120 cámaras y a veces era capaz de comprar una para hacer una sola foto. Tenía montones de lentes y trípodes. Eso era su pasión”.
En una ocasión, Leo Matiz habló del tema. “Las cámaras han sido las más grandes rivales de las mujeres en mi vida”, decía. Sus 120 cámaras eran sagradas. La Rolleiflex ocupaba el lugar de un gran amor.
Catalina Villa supo ahondar en la historia de esa pareja. La señora Caicedo, cuando tenía 78 años de edad, le dijo a la entrevistadora:
“A él le encantaba robarse esos instantes de la gente. Tenía esa sensibilidad para sacar lo bonito donde uno no veía más que un simple paisaje”.
Y Catalina le preguntó:
―¿Lo extraña, a Leo Matiz?
Amparo no respondió, pero antes de despedirse de la periodista le dijo:
―Leo Matiz no era ninguna perita en miel.
Leo Matiz en Venezuela
Un avión subió hacia las alturas en la madrugada de Caracas del año 1958 y a los pocos minutos los caraqueños salían a mirar lo que parecía una cruz de aluminio en el aire. Ya todos sabían que se trataba del avión presidencial que llamaban “La Vaca Sagrada” y que ahí se escapaba el general Marcos Pérez Jiménez, el dictador derrocado.
Las calles se llenaron de gente que en oleadas se dirigían a la Plaza Bolívar pero también hacia el edificio donde había funcionado la odiada Seguridad Nacional. Esa sede estaba entre la Plaza Morelos y la Avenida México y la multitud comenzó a tumbar las puertas de la edificación.
Los tres reporteros colombianos de la revista Momento llegaron al lugar. Nadie podía adivinar que uno de ellos se ganaría el Premio Nobel de Literatura y que los otros serían famosos y muy celebrados. El equipo estaba integrado por Gabriel García Márquez, Plinio Apuleyo Mendoza y Leo Matiz.
Leo Matiz ya había estado en El Bogotazo de 1948 cuando asesinaron a Gaitán y en el Medio Oriente en 1949 en el eterno conflicto entre israelíes y palestinos.
Matiz se subió a un tanque de guerra y desde allí tomó fotos memorables de la agitación popular, del momento que se estaba viviendo.
La revista Momento fue la mejor del mundo en esos días. Y su director Carlos Ramírez McGregor lo sabía porque tenía esas fotografías impresionantes y la escritura de dos redactores que ninguna otra revista podía juntar. Las fotos de Matiz también aparecieron en París Match y varias agencias internacionales de prensa, acompañando los reportajes de Gabriel García Márquez.
El primer trabajo que tuvo Leo Matiz en Venezuela se lo consiguió, precisamente, el periodista colombiano Plinio Mendoza Neira. Leo Matiz llegó a la capital venezolana para hacer la sección “Así es Caracas” de la revista El Mes Financiero y Económico. De ahí pasó a la revista Momento donde trabajó con Gabriel García Márquez y el hijo de Plinio Mendoza Neira, el escritor y periodista Plinio Apuleyo Mendoza.
En 1958 varias revistas venezolanas mostraban sus fotografías y también el Saturday Evening Post. Leo Matiz dio inicio a sus registros de la vida venezolana. Juan Manuel Polo, un periodista y escritor vasco que había trabajado en México con Buñuel, fue uno de los grandes amigos de Matiz en la capital venezolana y en el diario El Nacional.
En 1977, Leo Matiz fue designado fotógrafo oficial del Palacio de Miraflores. En todos los años que Matiz vivió en Venezuela, retrató a los personajes más destacados, en especial a los protagonistas de la vida política y económica. También fortaleció la memoria de los oficios, de la gente trabajadora, de los indígenas, de los más humildes y de los más pobres. La transformación arquitectónica venezolana fue observada minuciosamente por él. Y por su Rolleiflex.
En la información emanada de la Fundación Leo Matiz se destaca un detalle interesante: desde que se inició en la fotografía, Matiz fue reconocido como uno de los artistas de la fotografía más auténticos, pero tuvo que esperar hasta los años ochenta para ver crecer el interés por su arte: comenzaron a organizar exposiciones retrospectivas de su obra. Se exhibieron sus imágenes en el Primer Salón de Fotografía de Caracas, en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, en el Museo La Tertulia de Cali y el Ateneo de Caracas. En 1992, su hija Alejandra Matiz y Noris Lazzarini fueron los curadores de una retrospectiva que se realizó en Milán. Allí se presentó el libro Leo Matiz. Fotografías. En 1994, el Centro Internacional de Fotografía, en Nueva York, le rindió un buen homenaje.
No todo fue una fiesta, un merecido festejo en esa década: en 1985 lo atracaron para quitarle su automóvil. Lo golpearon en la cara con una manopla y le sacaron un ojo. Leo Matiz recogió su ojo, lo llevó a una clínica y se lo reimplantaron, pero nunca recuperó esa parte de la visión.
Leo Matiz se decepcionó profundamente y abandonó por un tiempo la fotografía. Compró una finca y se retiró a vivir en el campo, pero la guerrilla infiltró la finca y exigió un pago, según lo que dijo Matiz. “Huí a medianoche para poder conservar la vida”, contó después.
Última visión de México
Leo Matiz regresó a México en 1995 pero ya habían fallecido muchos de sus amigos y, según su hija Alejandra, Leo Matiz lloró al constatar que el terremoto de 1985 convirtió en polvo el edificio de la Avenida Juárez, donde había funcionado su estudio.
En 1997, con un solo ojo y muchos años encima, salió a recorrer México y tomó las fotografías de su último libro Los hijos del campo. Recorrió los mismos caminos de los años cuarenta y supo de nuevo captar a la gente de trabajo, al pueblo incansable.
En Bogotá, en una de sus últimas entrevistas, dijo, con sorna que resultó un tanto desgarradora:
―El amor no existe.
Y se quejó de que los colombianos no reconocían lo que había hecho. Quizá se refería a todos los colombianos, a los que están en las alturas del poder y a los que andan a pie. Aquellos olvidados que él retrataba.
Comentó que había salido a retratar gente en la calle y uno de los transeúntes lo escupió y lo trató como si fuera un loco que andaba por ahí, sacando fotos quién sabe para qué.
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