El Archivo Requena fue entregado en comodato por Herman Sifontes y Diana López a la Universidad Católica Andrés Bello y actualmente está en proceso de catalogación. Esta primera entrega del historiador Tomás Straka fue publicada en abril del año 2024 en el portal de Prodavinci y hoy desde El Archivo replicamos el texto en nuestra página web.
En la corte de Las Delicias
En el reino hay pocos cargos tan importantes como el de Conde Palatino. Encargado de los asuntos del palacio, en sus manos estaba el acceso al soberano. Era una especie de alcabala para llegar al cielo. El Conde Palatino estudiaba cada caso, ponderaba a su contenido o a su remitente, resolvía lo que habría de hacerse: la vida o la muerte de alguien, el porvenir de una familia, la prosperidad o la ruina de una ciudad, la bendición o la desgracia de un destino. Ciertas cosas no requerían más que soluciones de oficio, y rápidamente se remitían a un subalterno. Otras, muy pocas, eran negadas de plano. Pero un grupo importante llegaban hasta el trono. El rey oía las algunas con interés, pero la mayor parte les resultaban fastidiosas, de modo que solía guiarse por consejo del conde. No en vano el resto de los nobles, incluso algunos con dominios, ejércitos y tesoros mucho más extensos, lo envidiaran, a veces con mal disimulado rencor. El cargo de Conde Palatino existió en gran parte de los reinos europeos, sobre todo en los de la Baja Edad Media. Y, según lo indican los documentos del Archivo de Rafael Requena, también existió en el Maracay de 1930. No con ese nombre, naturalmente, ni con heráldicas nobiliarias, pero sí con todo lo demás.
La llegada del Archivo Requena al Instituto de Investigaciones Históricas “Hermann González Oropeza, sj”, de la Universidad Católica Andrés Bello, ha permitido echar un vistazo a la corte de Juan Vicente Gómez. Y uno con una amplitud y nitidez como no los teníamos hasta ahora. De los áulicos de Maracay ya había una imagen clara, sobre todo por los volúmenes de Los hombres del Benemérito. Epistolario inédito, que en 1985 publicó un equipo de historiadores de la Universidad Central de Venezuela, liderado por Yolanda Segnini, América Cordero Velásquez e Inés Quintero. Aquellos documentos revelaron a la elite del gomecismo: funcionarios talentosos, intelectuales de renombre internacional, ingenieros y médicos muy capaces, que no sólo administraban, en general con mucha eficiencia, la marcha de los asuntos públicos, sino que también pedían favores, grandes o pequeños; que recibían prebendas en metálico o de otro tipo, delataban a enemigos del Jefe, daban muestras perrunas de lealtad, obedecían sin chistar lo que se les ordenaba, a veces simples mandados, y, cuando así tenían que hacerlo, masticaban callados la humillación. Pero sabemos mucho menos del resto de los venezolanos de a pie, de las personas anónimas que, a su modo y en su escala, quisieron participar en el juego, o no tuvieron otro remedio que hacerlo; que pedían ayudas mucho más acotadas, un cargo para su hijo, un ascenso en la oficina o en el Ejército, una casa del Banco Obrero, una suma pequeña para un negocio, para grabar un película, para establecer una industria, o incluso para pagar el alquiler vencido de tres meses, el pasaje de regreso a los Andes o un tratamiento de odontología. Miles de anécdotas daban cuenta del fenómeno, el Archivo de Miraflores y otros ministeriales poseen muchas evidencias, pero no teníamos un registro documental tan específico como puede serlo el de alguien que está en la antesala de Gómez. La sección Tarjetas del Archivo Requena, que consta de 623 piezas, contribuye, de algún modo, a llenar ese vacío.
No es ni la sección más voluminosa ni, probablemente, la que llamará más la atención, pero los retos que representan su almacenamiento y conservación, aconsejaron arrancar por allí. A Rafael Requena (1879-1946) se le conoce como uno de los precursores de la arqueología moderna y del indigenismo en Venezuela. Pero fue mucho más que eso, como lo revelan sus papeles. Tal vez sus ideas sobre un origen legendario de los pueblos indígenas, que ubicaba en la Atlántida, hoy entusiasmen a muy pocos, pero las investigaciones que hizo y que promovió para comprobarlas, a la larga resultaron fundamentales. Además, su impacto en la cultura venezolana fue mucho más allá de lo académico. Aunque pocos lo recuerdan en la actualidad, Requena inspiró a los artistas indigenistas de mediados del siglo XX. El culto a María Lionza nació asociado a ideas de la Atlántida muy parecidas a las suya, y aunque no hay evidencias de que Requena en sí mismo lo haya practicado o promovido, el hecho es que Gilberto Antolínez, el gran promotor de María Lionza, no sólo quedó muy impresionado con el libro de Requena, Vestigios de la Atlántida (1932), sino que después trabajó con sus colecciones arqueológicas.
En los papeles que llegaron a la UCAB, no hemos, al menos hasta ahora, hallado demasiado del Requena intelectual. Han aparecido cartas con académicos e instituciones estadounidenses, así como un par de obras inéditas, un guion cinematográfico, La Atlántida, y una novela, Caribe, ambos de tema precolombino. No descartamos que aparezcan más textos literarios (de hecho hay una obra de teatro, pero no escrita por Requena, sino por un autor desconocido que se la dedica), pero, en su conjunto, el archivo es sobre todo de cartas y telegramas de sus días como Presidente del Estado Aragua (1929-1931) y Secretario Privado de Gómez (1931-33). Es decir, el tiempo en el que fungió como un verdadero conde palatino en la corte de Las Delicias, esa urbanización que entonces estaba a las afueras de Maracay, desde donde Gómez controlaba al país en su casona asombrosamente sencilla, rodeado de los colaboradores más inmediatos y de su zoológico personal. La gente lo sabía, y por eso se dirigía a Requena para llegar al Benemérito. Con el testimonio que dejaron en las tarjetas que le dejaban, construyeron un retrato claro, casi descarnado, del país que fuimos y, probablemente, del que en muchos aspectos seguimos siendo.
El gomecista de la Atlántida
La relación de Requena con la familia Gómez era muy especial. Probablemente iba mucho más allá de la del resto de los intelectuales y otras luces del gomecismo. Hombre de negocios, Requena llegó promover la industrialización de la caña de azúcar –hay documentos sobre este aspecto en el Archivo- y participó en una concesión petrolera nada menos que de la mano de Juan Crisóstomo Gómez, el célebre Juancho Gómez al que, siendo vicepresidente, cosieron a puñaladas en Miraflores. La confianza que depositó el Benemérito en Requena no pareció haberse conmovido por este asesinato, que desató grandes reacomodos y caídas dentro del poder, y si llegó a dudar de él, para 1928 ya lo había rehabilitado. Pero por encima de cualquier dato acerca de la posición de Requena en el gomecismo, está el hecho de que fuera, nada menos, que el médico personal del dictador. Basta recordar cuán suspicaz era Gómez con su salud, en especial cuánto temía un envenenamiento, para compulsar la clase de confianza que podía tenerle a quien le recetaba los medicamentos. Era más que razonable suponer que si a alguien oía el Rehabilitador, Jefe y Pacificador de Venezuela, era al Dr. Requena.
Graduado en París, Requena era un intelectual. Sus primeros peldaños en la administración pública habían sido en el Ministerio de Instrucción Pública y en la Biblioteca Nacional, aunque muy rápidamente escala a otras posiciones más atractivas, como las aduanas de Maracaibo y Puerto Cabello, y al servicio diplomático. Es cónsul en un lugar tan lleno de exiliados como lo es Trinidad. Hervidero de actividad antigomecista, es casi imposible que no haya prestado grandes servicios vigilándolos, ya que una de las funciones fundamentales de los diplomáticos de Gómez era tender redes de espionaje, a veces con apoyo legal de las autoridades locales, a veces sobornando funcionarios, y a veces con las dos cosas. Tal vez los documentos nos ayuden a confirmar o a desmentir esta hipótesis, pero de momento no tenemos nada al respecto. En cualquier caso, su desempeño como cónsul debió ser del agrado del gobierno, porque su ascenso no se detuvo: para 1921 ya es presidente del Congreso, en 1928 ya Gómez lo tiene cerca de sí como senador por el Estado Aragua, y en 1929 es Presidente del mismo Estado (entre 1864 y 1947 los Estados venezolanos tuvieron Presidentes, no gobernadores). Comoquiera que el salto ocurre en medio de las rebeliones de 1928 y 1929, parece claro que en aquella coyuntura hizo demostraciones vehementes de lealtad. No en vano tenemos peticiones en las que se resalta la participación combatiendo a los alzamientos. Por lo general estudiamos la versión de quienes vinieron en el Falke, o tomaron Curazao o invadieron con Emilio Arévalo Cedeño, pero no de quienes los derrotaron. Numéricamente, fueron muchos más.
Pero Requena no era un intelectual gomecista cualquiera: era un gomecista que creía en la Atlántida. Más que eso: que creyó haberla encontrado, o por lo menos haberlo hecho con los descendientes de los atlantes. Aficionado a la arqueología, sus contribuciones para el conocimiento de las culturas originarias en Venezuela fueron sustantivas. No tanto por las conclusiones a las que llegó, que la ciencia actual básicamente no toma en serio, pero sí llamando la atención sobre una riqueza en la que no se había reparado. Su tesis de que los primeros pobladores del continente venían de la Atlántida, parecen, cuando menos, fantásticas, pero su libro Vestigios de la Atlántida (Tipografía Americana, Caracas, 1932) demuestra que no era un improvisado. Reunió la mejor información científica disponible en el momento, y en excavaciones hechas sin rigor metodológico, pero con mucho ahínco, reunió la que, casi con toda seguridad, era la colección arqueológica más grande que había existido jamás Venezuela. Pero hizo más: se esforzó por colocar a Venezuela en el mapa de los estudios arqueológicos en América. La colección arqueológica inicial del Museo de Ciencias Naturales se alimentó de estos objetos y restos, así como de los hallados por Mario Briceño Iragorry, otro intelectual que por la misma época se ocupó de hacer estudios del pasado prehispánico, por cierto con bastante más criterio científico. Lamentablemente, buena parte de la Colección Requena se extravió en algún momento de la década de 1940; en tanto que otra está hoy en el Museo de Historia Natural de Nueva York y en la Universidad de Yale. Requena también se encargó de que sus Vestigios de la Atlántida llegaran a especialistas y centros de investigación importantes, e invitó a Venezuela a tres de ellos, Wendell Clark Benett, Cornelius Osgood y Alfred V. Kidder II, quienes iniciaron las investigaciones arqueológicas profesionales en el país.
Pero, como ya se señaló más arriba, las ideas de Requena paralelamente tuvieron otro impacto, probablemente mayor, en la sociedad venezolana: una nueva aproximación a lo indígena. Justo en una época en la que los indios –o irracionales, como los llamó la república- habían desaparecido en el centro del país, asimilados al resto de la sociedad por diversas políticas, se fueron redescubriendo los de las zonas fronterizas, que mantenían sus costumbres ancestrales, y el pasado prehispánico. Con ellos se fue creando un nuevo imaginario, el del indigenismo, tanto en una vertiente artística, cuyo cenit fue Pedro Centeno Vallenilla, como en una más popular, expresada en el culto de María Lionza. Ambas, a su modo, se alimentaron por Requena.
Quetzalcóatl en Nueva York, o sobre los orígenes de María Lionza
Jesús Mercedes Guédez fue el líder de una secta surgida en Yaracuy en la década de 1920 que, una vez mudada a Caracas, se rebautizó como Logia de los Atlantes o, según se hacían llamar con una mezcla de pseudo-idioma aborigen, Kristios Oriónikos Atlantes. La secta, que llegó a tener alguna importancia, combinaba la idea de los atlantes con los pueblos originarios en términos muy parecidos a los de Requena, aunque con fines netamente esotéricos. Guédez con su túnica violeta, su cabello largo y su barba, que hacían recordar al Nazareno, comenzó a predicar en la Montaña de Sorte, donde conoció las leyendas de María Lionza, que seguramente reelaboró e integró a su culto, llevándolo a Caracas. Es casi imposible que Guédez al menos no haya leído los Vestigios de la Atlántida, ni que Requena no se haya enterado de aquellos atlantes. Conocedor del terreno en el que pisaba, Guédez, como todos los que emprendían algo en Venezuela, en 1926 le escribió a Juan Vicente Gómez, expresando la adhesión de la secta a la Rehabilitación Nacional. Sin embargo, ello no lo salvó de tener problemas con la justicia. Entonces la brujería era perseguida, con mayor o menor lenidad según el caso, y a Guédez se le acusó de brujo. Aunque aquello no dejaba de tener algo de inquisitorial, el argumento de las acciones policiales era laico e incluso positivista: los brujos, se decía, eran embaucadores que estafaban a los incautos.
En el guion cinematográfico de La Atlántida, Requena habla de una Logia Masónica y de un gran Maestro de la Logia Tolteca. ¿Algún guiño a la Logia de los Atlantes? En cualquier caso, el guion es una especie de Eneida que conecta legendariamente el poblamiento de América con la mitología clásica. Si Virgilio le dio a los romanos un origen troyano, Requena le da a los americanos uno atlante. Su héroe es Quetzalcóatl, que, cual Eneas, logra huir del desastre: “Americanos atlantes: Estamos en presencia de grandes acontecimientos. Unidos como un solo hombre en la hora de la contienda, fuertemente para que no dejáis hundirse los santos principios de la democracia y el espíritu de nuestra tierra hablará por la boca de nuestra raza”, dice Quetzalcóatl en lo que habría de ser epílogo de la película, ubicado nada menos que el Empire State, para después volar hacia la Estatua de la Libertad. ¿Democracia en boca de un gomecista? Sí, para él habría de referirse al cesarismo democrático y a la igualdad racial. En ese sentido, todos los gomecistas se consideraron unos demócratas. Más notable es la adopción del lema que José Vasconcelos ideó para la Universidad Nacional Autónoma de México: “por mi raza hablará el espíritu”. Pocos intelectuales eran más antigomecistas que Vasconcelos, pero sus ideas de raza cósmica se había difundido mucho en el continente. Todo aquello de ser una raza especial que habría de marchar al progreso, era muy vasconceliano, y de hecho el indigenismo de los muralistas mexicanos se debió, en gran medida, a este pensador. No es de extrañar que el racismo y el nacionalismo de Vasconcelos lo haya llevado finalmente al fascismo, el mismo lugar en el que recalaron intelectuales gomecistas como Laureano Vallenilla-Lanz.
Requena estaba en ese ámbito, por lo que las coincidencias no deben extrañar. Sin embargo, a diferencia de Vasconcelos, que era muy anti-estadounidense, nuestro intelectual, como casi toda la elite venezolana del momento, ya se había americanizado. Eso debió haberlo alejado del fascismo. Para él, si América demostraba ser el futuro, era por cosas como Nueva York. Quetzalcóatl estaba muy bien, pero era el pasado: el futuro, como pone en el guion, era la Estatua de la Libertad. Por algo no miró hacia Europa a la hora de buscar alianzas académicas, sino hacia Estados Unidos. Allí vivió toda su vida de exiliado tras la muerte de Gómez. Tradujo su guion al inglés, tal vez soñando con Hollywood, y sabemos por cartas del archivo que estuvo en trámites de hacerlo también con sus Vestigios de la Atlántida. Es una lástima que no lo haya hecho, porque sin duda habría impulsado más a los estudios sobre Venezuela de lo que ya había hecho. Si algo tienen en común los Vestigios, el guion y la novela inconclusa es que se logran atrapar al lector. También es probable que la película, de haberse filmado, hubiera llamado mucho la atención, al menos en una Caracas en la que el culto a María Lionza comenzaba a expandirse y Nueva York, de forma creciente, desplazaba a París como referencia.
En 1929 el cineasta italiano Enzo Longhi visitó Venezuela, probablemente en el marco del gran éxito de su película “La Perricholi”, filmada en Perú un año antes, y que hoy es considerada una de los grandes clásicos del cine latinoamericano. El redactor de El Nuevo Diario, el periódico oficioso del gomecismo, Alejandro Fernández García, lo envió a Aragua con una tarjeta de recomendación. Seguramente tuvieron un encuentro. ¿Qué podía querer Longhi con Requena? Tal vez lo que todos: llegar a Gómez con algún proyecto. Longhi parecía haber descifrado la sensibilidad de los latinoamericanos, ya había impulsado el cine en Argentina y Perú, tenía un éxito: ¿por qué no hacer lo mismo en Venezuela? Además, era conocido que el Benemérito era un gran cinéfilo. Pero no se puede descartar que ya el guion de La Atlántida existía, y Requena consideró la posibilidad de un director famoso para llevarlo adelante. Efraín Gómez, nada menos que el hijo de su socio Juancho Gómez, había comenzado la producción cinematográfica en el país. Es probable que el archivo nos depare más noticias al respecto. De lo que sí hay noticas es del impacto que los restos arqueológicos y los Vestigios de la Atlántida por aquella época generaban en un muchacho de mente muy inquieta: Gilberto Antolínez (1908-1998).
Yaracuyano, se interesó especialmente por el culto de María Lionza, dedicó su vida a fomentar el indigenismo y al estudio de la diosa de Sorte. De hecho, gran parte de las noticias que tenemos de Guédez se las debemos a Antolínez. Curador de exposiciones y autor de numerosos textos en la prensa, intelectual muy atendido y admirado, a medio camino entre el científico y el artista, el antropólogo y el místico, Antolínez moldeó en gran medida el indigenismo de mediados del siglo XX, así como el culto a María Lionza, que mucha gente terminó de conocer gracias a sus trabajos. La Exposición de Arte y mitología aborigenistas que organizó en 1937 en el Ateneo de Caracas, se considera el inicio del movimiento artístico indigenista en Venezuela. Alejandro Colina y Pedro Centeno Vallenilla fueron muy influenciados por Antolínez, con todo lo que ellos significan para la cultura venezolana, podemos hallar ecos de Requena. Es un aspecto fundamental de su vida y obra, que apenas se asoma, pero sobre el que habrá que volver, porque le da una dimensión mucho mayor a la que jamás no imaginamos. Pero mientras la investigación avanza, volvamos a las tarjetas de nuestro conde palatino. Ellas nos revelan las otras dimensiones, no siempre tan amables, de la Venezuela que Requena estaba ayudando a construir. Tal será el tema de la próxima entrega.
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