Al estar ante una imagen, estamos siempre ante una manifestación del tiempo, ese problema esencial del que no podemos prescindir. De cara a su naturaleza inevitable, los seres humanos intentamos dominarlo, cuantificándolo en días, años y décadas que se acumulan en siglos, para finalmente, con ellos, construir relatos pretendidamente concluyentes de nuestra historia. De esta forma, decir que el siglo XX de la actual era comienza en 1900 y termina cien años más tarde es tan certero como simplista; es por ello que algunos historiadores establecen clasificaciones propias que flexibilizan los márgenes de estas convenciones, para explicar a través de sus teorías otras formas de estudio de los sucesos en el tiempo, como es el caso del ‘siglo XX corto’ de Eric Hobsbawm, quien plantea un desplazamiento del inicio del mismo, así como una prolongación de la centuria que le precedió.
Hablar de la entrada al siglo veinte en Venezuela –con los avances y logros que ello implica– es pensar también en las dificultades y contradicciones de la época: la riqueza petrolera en regiones diezmadas por enfermedades de lenta extinción, automóviles en escasas y precarias carreteras, extravagantes fiestas en tiempos de dictadura y represión, por solo mencionar algunas de las características de lo que fue nuestro ‘corto’, abrupto y cambiante siglo pretérito; pero afirmar la brevedad del mismo es también aceptar la longitud de su decimonónico antecesor, período de caudillismo y rebelión, grupos feudales e inestabilidad económica y social, muy distante de los procesos científicos y de industrialización que se desarrollaban en paralelo en otros lugares del mundo.
La necesaria sincronía con el presente es así uno de los tantos problemas que Venezuela afronta, permanentemente, con respecto a la historia y a su transcurso, en los que “determinadas tradiciones locales se aferran y duran (…) como rugosidades en el tiempo, para dar forma a una fisonomía histórica diferente” (Jiménez, 1997). Una textura cronológica particular que habla de nuestro anacronismo, innato, en el que los pliegues de la existencia nos hacen estar persistentemente lejos de la vanguardia, pero con accesos posibles a sus novedades. Es allí, en ese acceso a lo último, donde la fotografía llega tempranamente a un territorio como el venezolano, para capturar a los personajes y a los escenarios de un complejo espacio temporal que arriba a nosotros como imagen dialéctica, que en el presente nos ayuda a desentrañar y explicar un pasado que aún hoy no termina de ser dejado atrás.
En este contexto se inserta la tradición de la fotografía en Venezuela, con lugar en las rugosidades de las superficies históricas de entre siglos, ante las cuales surge una pregunta realizada hace más de cuarenta años por la investigadora Josune Dorronsoro, aún vigente y obligatoria para dar inicio a nuestras reflexiones: ¿cuándo comienza el siglo XX de la fotografía en Venezuela? Cuestionamiento que haya parte de su respuesta en el saber y el conocimiento de los fotógrafos que trabajaron y crearon imágenes en las primeras décadas del siglo XX, como Henrique Avril, Miguel Vidal Souzet, Juan B. Benzo, Pedro Manrique y Luis Felipe Toro, quienes, nacidos en el siglo XIX, en su mayoría, incursionaron en el hacer fotográfico y su profesión en el mismo período.
Respecto a los orígenes de la fotografía en Venezuela, previos al siglo XX, Dorronsoro establecerá dos ‘ciclos’ básicos para el estudio histórico de la misma: El primero será el Ciclo del Daguerrotipo, con la entrada de la fotografía al país en 1841, y el segundo el Ciclo del Calotipo, generado a partir de la popularización del procedimiento químico sobre papel en 1852, al que se suma un punto clave como lo es la aparición de la primera fotografía en una publicación periódica nacional, en 1889. Sin embargo, será en este lugar epocal y transitorio en el que la técnica llega a un estado de esplendor que desemboca en hechos como la comercialización de las primeras cámaras portátiles en la década de 1920 y con el Ciclo de la Fotografía Nocturna de 1930, basado en el uso del polvo de magnesio como recurso de iluminación.
Dar testimonio de esta evolución técnica es un logro atribuible a pocos fotógrafos, entre los cuales destaca la labor y obra del caraqueño Luis Felipe Toro (1881-1955), quien irrumpe en la escena oficial de la fotografía nacional, caracterizada entonces por los retratos retocados de estudio, la fotografía publicitaria y los paisajes naturales y urbanos. No obstante, Toro mantendrá una postura notablemente diferente a la de sus contemporáneos: la de un profesional de trabajo individual, reacio a ofrecer sus servicios a través de anuncios publicitarios y desinteresado en participar en cualquier tipo de salón o premio, aunque siempre enfocado en la fotografía como oficio de vida. Oficio convertido en obra cuyas imágenes nos permiten no solo articular históricamente el pasado, sino también adueñarnos de su recuerdo.
Individuales, grupales o multitudinarios, los retratos de Luis Felipe Toro, mejor conocido como ‘Torito’, reflejan el deseo antiguo, recurrente y humano de contemplarse por medio de la interpretación de su propia imagen, ahora inmortal ante el paso del tiempo. Deseo que evoluciona a lo largo de la historia del arte hasta penetrar la médula de la fotografía, lugar en el que la mirada adquiere –más que nunca, pudiera decirse– un papel definitorio. Así, con la popularización del género del retrato y de las crecientes posibilidades de reproducción de las imágenes, surge también la urgencia de “hacer las cosas más próximas a nosotros mismos, acercarlas más bien a las masas” (Benjamin, 2003), una inclinación tan fuerte y apasionada como la de “superar lo irrepetible en cualquier coyuntura por medio de su reproducción” (ídem).
Es entonces, en medio de la democratización de la imagen, pero en la ambigua temporalidad venezolana marcada por la dictadura de Juan Vicente Gómez, donde ‘Torito’ implementa el uso de la técnica fotográfica, enfocada en la creación de retratos, de escenas construidas a partir de fondos y poses en los que generalmente el rostro se ubica en el lugar privilegiado de la composición. No obstante, en esta etapa creciente del retrato, casi la totalidad de los personajes captados corresponden a grupos cercanos o pertenecientes al poder, provenientes de la economía, líderes políticos y sus allegados, los apellidos ilustres, o miembros de la clase privilegiada venezolana, aquellos capaces de sufragar los gastos del oficio fotográfico que poseía altos costos en su procedimiento.
El oficio de Luis Felipe Toro produjo frutos y logros a lo largo de sus diferentes facetas, bien sea como fotógrafo oficial del gobierno de Juan Vicente Gómez y casualmente de sus sucesores, como fotorreportero de noticias para El Cojo Ilustrado, o como retratista privado a domicilio de fiestas y eventos, a pesar de la masificación de la fotografía portátil en el país bajo la sorprendente premisa de la casa Kodak, “Apriete el botón y nosotros haremos el resto”. Empero, más de cincuenta años de fotografía hacen ver a ‘Torito’ como el cronista de una época, tan difícil como contradictoria, recopilada en imágenes ante las cuales el presente no deja de reconfigurarse, a través de relaciones pasadas que se convierten en una acción en constante proceso.
Acción evidente en la ‘imagen dialéctica’ –argumentada por Benjamin– como uno de los tantos factores que complejizan y enriquecen el estudio de las fotografías en sus texturas temporales, tal como se manifiesta en los retratos de ‘Torito’. Retratos que amplían su campo hacia un ‘afuera’ de la fotografía y al mismo tiempo penetran en la sensibilidad subjetiva de sus espectadores, en la precisión objetiva del contexto captado, sea este decorativo, arquitectónico, o en los atributos políticos, religiosos o sociales de las personas. Elementos contenidos en la imagen que superan la noción de espacio para hablar desde el espacio contextual de un tiempo social.
De esta manera encontramos en las imágenes y en los retratos de Luis Felipe Toro, una trama espacio-temporal que nos brinda pistas para su interpretación en recursos como la vestimenta, los accesorios y sobre todo los escenarios de una Venezuela que se desprende lentamente del siglo XIX para mirar hacia el siglo de las vanguardias. En esta mirada al porvenir radica la belleza de las imágenes que hacen de Torito un personaje célebre de la fotografía, con valores auténticos como su espontánea concepción del fotoperiodismo, la variedad y fluidez en sus temáticas, el rechazo a la foto-pose de estudio y su predilección por el in situ de interiores y exteriores naturales, muy diferente al predominio del retrato de estudio y la fotografía alegórica impuesta por la moda de antaño.
Los personajes captados en sus retratos, ya sean individuales o grupales, dirigen directamente su mirada a nosotros, espectadores de otro tiempo, en medio de una “(…) autonomía –que– reúne y aglutina el cuadro, el rostro todo, en la mirada: ella es la meta y el lugar” (Nancy, 2006). Lugar final, relacionado a un vacío producto de la manifestación de un tiempo, no necesariamente comprendido en la linealidad del pasado-presente, sino respecto a ese “presente que no cesa jamás de reconfigurarse” (Benjamin, 2005).
Es por ello que, frente a la franqueza de las imágenes y de los retratos de ‘Torito’ encontramos ese ‘algo’ que supera en demasía la noción documental-histórica de un país de transformación continua, donde hallamos la certeza de saber que sus imágenes sobrevivirán a muchos observadores que solo estamos de paso en un futuro que aún no existe. Mientras tanto, las rugosidades del tiempo problemático en su comprensión, se extienden en las texturas de un territorio, como el nuestro, en el que los fracasos históricos no acaban de ser resueltos, ni el progreso anunciado en el ‘corto’ siglo XX parece pronto llegar.
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Bibliografía:
BENJAMIN, WALTER (2003): La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica. México D.F. Ítaca.
BENJAMIN, WALTER (2005): “París, capital del siglo XIX”. En: Libro de los pasajes (1927-1940). Madrid. Akal.
DIDI-HUBERMAN, GEORGES (2011): Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes. Buenos Aires. Adriana Hidalgo.
DORRONSORO, JOSUNE (1980): “Un marco histórico para la fotografía”. En: El Nacional. A–5. 24/02/1980
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