Los https://elarchivo.org/wp-content/uploads/2022/07/037929.jpgvos fotográficos se alimentan también de documentos históricos que acompañan muchas veces a las fotografías. En esta entrega, la primera de una serie de portafolios, el autor cuenta sobre el crecimiento de la zona residencial caraqueña y sobre la labor de Luis Roche en el desarrollo de la ciudad a partir de un documento de compra-venta que firma el reconocido urbanista.
“A nuestros pies se extiende un apacible y dulce valle. En un extremo la vieja ciudad colonial con los techos rojos y grises de sus 40.000 casonas. Luego el magnífico rosario de sus modernas urbanizaciones en que los claros chalets juegan escondite dentro las arboledas. Y más allá en fin, los verdes cañaverales tejen al valle un manto esmeraldino”.
Luis Roche, Sur-América vista por un venezolano (1949)
1. Ha llegado a mis manos, a través del Archivo Fotografía Urbana, un documento de venta de un terreno en el sector La Florida, perteneciente a la parroquia El Recreo; el lote de 2.400 metros cuadrados fue vendido, en 1929, por la Sociedad Arismendi y Roche, por bolívares 48.000.
Si bien las aceras brotadas y la basura desperdigada, a los pies de árboles tiñosos, es la imagen más reciente que tengo de la urbanización de hogaño – sobre todo ahora que soy vecino de Las Palmas – esas escrituras me hacen evocar mis propias reminiscencias de La Florida. Allí iba con mamá, en la década de 1960 de mi infancia, a dispendiosas piñatas de una familia de apellido altisonante; dada la amistad entrañable, ellos mandaban al chofer a recogernos a nuestra modesta casa en San Bernardino, cuyo garaje permanecía vacío a la sazón. Al arribar a la avenida Los Mangos –todavía no por la Cota Mil, sino seguramente a lo largo de la avenida Andrés Bello– contemplaba yo con mamá aquellas quintas majestuosas de fachadas empedradas y ventanales amplios, enrejados más por decoración que por seguridad; bordeando los parterres presididos por pinos y cipreses, los driveways exhibían Pontiacs y Fords, Chevrolets y Mercedes rutilantes por igual. Al comentar con mamá sobre la abundancia de árboles en calles y avenidas, recuerdo que el chofer intervino, con espontaneidad dicente de su gentilicio capitalino, para afirmar que La Florida, “con calles de veinte metros de ancho”, había sido “la primera urbanización propiamente arbolada, construida por don Luis Roche”.
Acaso el nombre se habría desvanecido en mi memoria infantil, de no haber reaparecido en ocasionales visitas a casa de tía Alicia en Altamira. Allí se había mudado la hermana mayor de mamá, en el primer éxodo de la familia, nucleada toda en torno a San Bernardino hasta comienzos de la década de 1950. Seguramente el esposo de tía Alicia, próspero empresario de la clase media en ascenso, fue de los primeros en comprar en la urbanización que, al asistir a aquellos cocteles selectos, se me hacía aún más chic que La Florida. A la umbrosa calle donde vivía tía Alicia, en lo más nórdico de lo hasta entonces urbanizado, se llegaba después de bordear la plaza rematada por el edificio Altamira, de Arturo Kahn, y presidida por el obelisco; junto a los espejos de agua y las jardineras multicolores, aquel conjunto conformó una de las primeras postales metropolitanas que conservo en mi memoria infantil. Y está sellada por un comentario de papá: al concluir una de esas reuniones, mientras esperábamos un taxi en un pequeño quiosco al borde de la plaza, lo recuerdo saludando aquel cuidado mobiliario citadino; añadió entonces, quizá llevado por el reciente fallecimiento del promotor en Suiza: “me quito el sombrero: Luis Roche sabía hacer urbanizaciones”.
2. Por aquel tiempo infantil de las piñatas en la quinta de La Florida, prolongado con los cocteles en casa de tía Alicia, no sabía yo que Luis Roche Jacquin (1888-1965) era, primordialmente, un empresario venezolano y urbanista autodidacta. Nacido en Caracas, su familia francesa le costeó una educación primaria y secundaria en París, capital de la Belle Époque que seguramente vivió a plenitud. Tras algún tiempo en el negocio Roche y Compañía, ubicado de Gradillas a Sociedad, en aquel centro que se desperezaba al promediar el gomecismo, comenzó sus actividades inmobiliarias con Juan Bernardo Arismendi en la urbanización de los sectores caraqueños de Caño Amarillo (1924), San Agustín del Norte (1925) y San Agustín del Sur (1928); en este último, con el recién creado Banco Obrero, las calles tuvieron por vez primera 17 metros de ancho, por contraste con los siete imperantes en aquel centro histórico cuyas limitaciones bien conocía don Luis. Ya innovadora en esos proyectos tempranos, la calidad paisajística de las urbanizaciones de Roche fue mejorada aún más en La Florida (1929), también emprendida con Arismendi, con amplias calles de 20 metros; Don Bosco (1935), Los Caobos (1939), Altamira (1943) – donde las calles se ensancharon a 24– y finalmente la Gran Avenida (1955).
En aquellos años de la expansión caraqueña hacia el este, la cual vistió con el mejor paisajismo, Roche no solo construía urbanizaciones, sino que participó en el debate mismo sobre las pautas del crecimiento urbano, el cual fue catalizado por la muerte de Juan Vicente Gómez. Acaso anticipándose a sus efectos potencialmente revolucionarios, el Benemérito había pospuesto cualquier discusión sobre los cambios para la capital; pero tras su fallecimiento en diciembre de 1935, el debate floreció en la prensa nacional, a la vez que artículos relacionados con el tema aparecían en publicaciones especializadas. Así, por ejemplo, los ensueños y las fantasías reprimidos por tantos años comenzaron a despertar en las utópicas propuestas de Ramiro Nava, visionario abogado y arquitecto que llegó a ser conocido como el Julio Verne venezolano. Como parte de su ambicioso plan “Bloque de Oro” –publicado en El Universal desde enero de 1936– el que fuera representante de Maracaibo ante el Congreso de Municipalidades de 1911, ya había propuesto la creación tanto de un Banco Nacional Hipotecario Urbano como de un Banco Social. Pero las más extravagantes y fantasiosas ideas de Nava aflorarían en las propuestas para la restaurada capital de López Contreras, siendo incluidas en su “Plan Ramironava”, que intentaba ser un paso adelante en relación al supuestamente tímido y abstracto programa gubernamental.
Hubo otras propuestas menos ambiciosas pero más realistas para reacondicionar el centro caraqueño y vincularlo con los suburbios del este. Días después de presentar el general López Contreras su “Programa de febrero”, apareció en El Universal un anónimo “Proyecto de ensanche para Caracas. Cómo resolver el primer problema de congestión de tráfico”, en el cual afloraba la queja por el hecho de que el gobierno de Gómez no había invertido en la capital ni la mitad de los millones gastados en Maracay. El centro enfrentaba dificultades funcionales, sanitarias y de tráfico; este último ya no podía resolverse con una nueva organización del tránsito, sino solo mediante la transformación de una de las calles tradicionales en gran avenida. Aparte de ser una solución para la circulación, esta ampliación era una exigencia de estatus urbano: “Caracas es y seguirá siendo un pueblo grande mientras no se proceda a un ensanche de por lo menos una de sus calles, ensanche que permitirá entonces llamarla ciudad…”. Además de la propuesta para construir una avenida de veintiséis metros de ancho, que comenzaba al sur del centro y seguía hacia el este de Caracas, se concluía apelando a la experiencia técnica de los urbanistas para poder emprender los cambios necesarios.
Una semana más tarde, el 4 de marzo de 1936, Luis Roche se apresuró a publicar su posición en el mismo periódico. En «Embellecimiento de Caracas», el conocido urbanizador resaltaba no solo las dificultades circulatorias, sanitarias y funcionales de la capital, sino también el deterioro ambiental causado por la invasión de autos y la desenfrenada instalación de nueva infraestructura. Así por ejemplo, a pesar de que en 1924 se había aprobado una ordenanza que regulaba la ubicación de postes en las aceras, la maraña de cables y postes eléctricos le daban a las calles caraqueñas la imagen de una “selva virgen”. Aparte de algunas recomendaciones para el desarrollo sanitario y financiero de la capital, el elemento más importante en la propuesta de Roche se relacionaba con el diseño de nuevas vías que parecían imitar los ejemplos de Nueva York y París. Por una parte, se planteaba la consolidación de la llamada carretera del Este, el camino cuasi rural que conectaba los suburbios burgueses ubicados al este del centro; esta columna vertebral de la capital del mañana habría de ser acondicionada para desempeñar su papel de “Broadway caraqueño”. Por otra parte, el centro histórico sería atravesado en el sentido este-oeste por la nueva avenida Simón Bolívar, cuya sección de 36 metros estaba explícitamente inspirada en el ejemplo de los Campos Elíseos. Después de todo, los recuerdos de sus años parisinos parecían prevalecer en la propuesta de Roche, al menos en los términos de simbolismo desplegado en el nuevo eje cívico: con la incorporación de un monumento dedicado a Bolívar en el paseo El Calvario, al oeste de la ciudad, “los transeúntes podrían contemplar muchas tardes, como sucede con el Arco de Triunfo de la Estrella en París, el monumento en la apoteosis fulgurante de las puestas de sol”.
3. Su ya reconocida labor como promotor y urbanizador, así como su participación en aquel debate en la expansión caraqueña, le valieron a Roche la incorporación en tareas públicas de la administración lopecista. Así ocurrió con el tráfico capitalino, primer objetivo atacado a través de la Comisión Técnica creada el 21 de mayo de 1936, en la que participara junto a los empresarios Raúl Domínguez, Oscar Augusto Machado, y el arquitecto Manuel Mujica Millán. Esta comisión debía, según la Memoria de la Gobernación del año siguiente, abordar la circulación de peatones y vehículos, en términos de “Regulación y descongestión del tránsito en el centro de la ciudad de Caracas; estacionamiento de vehículos de pasajeros, de carga y otros; regulación de autobuses; adopción del sistema de señales luminosas, y demás problemas del tránsito en general”.
Junto a sus labores urbanas, Luis Roche asumió la embajada de Venezuela en Buenos Aires durante el año de 1948. El reporte de esa experiencia, así como de sus viajes continentales, está recogido en la segunda edición de Sur-América vista por un venezolano (1949); originalmente publicado en 1945, ese libro cobra valor de crónica internacional, al poner los cambios de Caracas en perspectiva con sus congéneres latinoamericanas.
La dinámica transformación de la capital de López Contreras y Medina Angarita también atraviesa libros de viaje del período; desde la guía Venezuela (1939), de la escritora norteamericana Erna Fergusson, hasta Democracia en Venezuela (1943), del dramaturgo colombiano Luis Enrique Osorio, pasando por Venezuela. A Democracy (1940), de Henry Justin Allen, gobernador y senador republicano por el estado de Kansas. Al igual que Roche, esos autores saludaron las reformas institucionales y tecnocráticas posteriores al gomecismo, así como también los vertiginosos cambios de la capital bullente y expansiva. Si bien Osorio notó, por ejemplo, que la expansión no era comparable “con el impulso fabril de Chicago o Nueva York, ni con la fiebre comercial de otras grandes urbes”, los cambios sociales sí eran más evidentes que en Bogotá. De manera análoga, al regresar de sus viajes suramericanos, Roche confirmó asimismo que, como en “magnífico rosario”, las urbanizaciones caraqueñas no sólo eran más lujosas que las bogotanas, sino que incluso eran mejores que algunas existentes en Buenos Aires, aunque Caracas en conjunto lucía pueblerina al compararla con la metrópoli austral.
No obstante lo corto de su embajada en “la inmensa Buenos Aires”, los cambios de Caracas eran incesantes: don Luis no pudo dejar de advertir que las obras del nuevo aeropuerto epitomaban el “hervidero de progreso” que era la Venezuela de entonces, al tiempo que la urbanización del litoral haría de su capital “la perla del Caribe”. El valle mismo le causó la impresión de una “ciudad bombardeada”, en vista de la cantidad de obras en marcha; ello le hizo al urbanista señalar, con tono algo profético, que después de su largo estancamiento de entre siglos, Caracas “va mejorando a cien por hora ¡sin que, a Dios gracias, nadie piense en ponerle multas por exceso de velocidad!”. Y sí habría multas en el largo plazo, como evidenciaría la capital venezolana desde la segunda mitad del siglo; pero para el tiempo de don Luis, ese “torbellino de progreso” solo era al costo de la “escasez de viviendas” y la “congestión de tránsito”, que eran enfermedades de las urbes seculares.
4. Allende las impresiones de viaje, y asumiendo con sobrado derecho su condición de “urbanista”, Roche explicó al público lector el procedimiento de urbanización y lotificación de terrenos seguido en ese entonces en la ordenación venezolana:
“En Venezuela, el urbanizador está obligado a construir inmediatamente a sus solas expensas, no solamente las calles con su piso asfáltico de primer orden y sus aceras, sino también todos los servicios generales: acueducto, red de tuberías para aguas negras, alumbrado, etc., y el municipio no otorga los permisos para iniciar las ventas antes de que los planos hayan sido debidamente aprobados, ni el de comenzar la fabricación de casas antes de estar terminados todos los trabajos”.
Al tomar como ejemplo el caso de Altamira – cuya apertura hacia el sur recuerda la porteña avenida 9 de Julio – continuó el urbanista:
“Ese parcelamiento posee una entrada, hecha por la misma Compañía que lo desarrolló, formado (sic) por una plaza de 28.000 metros cuadrados, adornada por un elegante obelisco que surge en medio de un verdadero ramo de fuentes, por un precioso espejo de agua y por tal multitud de flores que, para adornar plazas y avenidas, fueron sembrados más de 12.000 bulbos. Tras la plaza y formando un admirable telón de fondo, las soberbias serranías en toda su majestad”.
Al leer esa postal de Altamira, de su plaza y del telón de fondo avileño, escrita por el mismo artífice de la obra, sentí que me retrotraía a las impresiones adolescentes durante las excursiones a casa de tía Alicia. Sobre todo porque el punto de vista del autor, como el mío entonces, describe el conjunto como arribando desde la avenida Francisco de Miranda; en medio de un paisaje edilicio menos construido, ello tornaba la plaza y su envolvente más espectaculares que en décadas posteriores, cuando al menos yo, suelo desembocar en la rebautizada plaza Francia a lo largo de las avenidas colectoras bajantes de la Cota Mil.
Reminiscencia semejante sentí al don Luis resaltar, en ese mismo libro, de modo tan sucinto como sugerente, que en el “magnífico rosario” de modernas urbanizaciones caraqueñas, “los claros chalets juegan escondite dentro las arboledas”. Esa frondosidad natural envolvente del señorío edilicio es una como respuesta del urbanista a la impresión infantil que intenté transmitir a mamá cuando arribábamos a La Florida, para aquellas piñatas en una quinta que, se me ocurre fantasear, pudo haber sido construida en el terreno de estas escrituras hoy llegadas a mis manos.
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