Existen ciudades que no se olvidan. No porque dejen una imagen fuera de lo común en el recuerdo, sino por su capacidad de permanecer en el imaginario punto por punto, “en la sucesión de sus calles, y casas a lo largo de las calles, y de las puertas y ventanas de las casas”, aunque no haya en ellas hermosuras o rarezas particulares. Es así como Ítalo Calvino introduce a Zora, una de sus relatadas y fantásticas Las ciudades invisibles (1970), y es así también como podríamos hablar de Mérida con motivo de sus 461 años de fundación.
Para elogiar a Mérida adecuadamente, “es necesario conocerla, para conocerla es necesario abrirse paso entre los decires sobre ella, y –finalmente– acercársele” (Briceño Guerrero, 1979). Sin embargo, establecer nexos con una urbe no es cosa de un día, aunque contradictoriamente –y a la vez– sea una acción fugaz: un recuerdo, una evocación, un suceso que nos enlaza a un espacio tras combinar la presencia de un edificio con el entorno inmediato y la topografía del lugar. Tenemos ahora un pedazo inmaterial y único de ciudad con nosotros: una memoria que nos pertenece.
Aproximarse a una ciudad a partir de sus decires es entonces poder dar testimonio de ellos, siempre de manera subjetiva, personal e irrepetible, y es que, más allá de las formas, la afectividad ciudadana hace de una urbe un hecho colectivo: se trata de una memoria social conformada por múltiples, dispersas, espectaculares o efímeras vivencias que no pueden ser compiladas o escritas en una historia unificada, pero sí delimitadas por un espacio legible, imaginable y, de algún modo, ubicuo, cuyo logro agregado radicará en poder ser recordado a pesar del tiempo.
Desde sus años dorados de provincia, Mérida ha sido conocida por su amabilidad, comodidad y esplendor, una “capital culta y diletante, ciertamente de las más conspicuas exponentes de la Venezuela agroexportadora” (Almandoz, 2009). Sin embargo, distó mucho de las grandes ciudades decimonónicas, en buena parte por sus estructuras socioespaciales y funcionales, que para la fecha (siglo XIX) apenas comenzaban a traspasar los dameros coloniales y orbitar en torno a la plaza. Llegado “el progreso” y la entrada de dos siglos, la Plaza Bolívar de Mérida continúa siendo uno de sus escenarios urbanos por excelencia, y al mismo tiempo uno de los paisajes construidos más notables de la ciudad.
Otra imagen memorable de Mérida ha sido desde siempre la Sierra Nevada y su omnipresente figura, factor natural que permite fácilmente saberse situado: le da un sentido finito a las perspectivas urbanas y un telón de fondo generoso a las arquitecturas que ante sus faldas se posan. La relación entre ambas (naturaleza y ciudad) es dada por la trama sustentada en calles y plazas que acentúan la rectitud del paisaje construido. Actualmente el damero urbano se entiende a partir de números: las avenidas impares suben y las pares bajan, las calles se cuentan de forma consecutiva y progresiva. Pero para finales del siglo XIX, cuando Tulio Febres Cordero realizaba la descripción de la ciudad, la denominación de estas sendas principales respondía a nombres heroicos o motivos de luchas patrias: Independencia (hoy Avenida 3 y en algún momento Calle Real), Bolívar (Av. 4), Obispo Lora (Av. 2), entre otros.
Con el venidero siglo XX, la transición de Mérida vino también acompañada de obras de interés público, como alumbrado eléctrico, acueducto, sistema sanitario y trabajos de ornamentación, pero destacaron sobre todo las intervenciones en la plaza principal de la ciudad y sus calles aledañas, entre ellas la popular y simbólica Calle de La Igualdad: aquella que pasa por la esquina norte de la Catedral y conduce al cementerio; por ella, las carrozas fúnebres desfilaban llevando a los finados a su lugar último; tal avenida procesional: “en este contexto y según el sentir de la gente de entonces, se trataba del último trayecto del hombre a su morada final, en el cual era irrelevante diferencia alguna” (Calderón, 2012). Ya en su llegada, una nueva ciudad se deja entrever como la Laudonia de Calvino, una ciudad “cuyas calles son apenas lo bastante anchas para dejar paso al carro del sepulturero, y se asoman a ellas edificios sin ventanas”, la ciudad de los muertos.
Al cruzar la Calle de La Igualdad hasta encontrarse con Independencia encontramos entonces uno de los detalles que hacen a Mérida una ciudad de esas que no se olvidan: una pequeña escalinata cóncava en la arista de la Plaza que produce un efecto de reverberación en pleno espacio público. El truco, secreto a voces, llama la atención de aquellos quienes emiten palabras que, por razón acústica (tal vez casual, tal vez planificada) se perciben ampliadas y extendidas. Sumado a esta experiencia (que cualquiera puede repetir), un rumor también hace resonancia: hay quienes aseguran que aquello que se dice en dichas escaleras se oye en un pozo de piedra situado en el extremo del Paseo de Los Escritores.
Al “acercarse a los decires”, el filósofo Briceño Guerrero logró corroborar la certeza de este mito urbano plasmado en su discurso «Elogio a la ciudad», en el que da cuenta de las muchas anécdotas que hacen de una urbe algo más que calles y construcciones. El mismo hace referencia a una idea popular de los años sesenta (siglo XX) en el que la ciudad era contada como corteza, pues bajo ella existía una red de túneles que conectaban las edificaciones cercanas a la plaza, la Catedral, el Palacio de Gobierno y el Rectorado, y es que de fábulas también está hecha la historia del hombre.
Existen ciudades que por naturaleza no se olvidan, y ciudades hechas para ser eternas. Obligada a permanecer inmóvil e igual a sí misma para ser recordada mejor, Zora (la ciudad imaginaria de Calvino) languideció, se deshizo y desapareció. La Tierra la ha borrado. Mérida, por su parte, “la de las viejas y nobles tradiciones asediada por las novedades” se resiste a ser olvidada. Mientras tanto sus decires y sus ecos la mantienen viva y recordada a sus 461 años.
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Referencias
Almandoz, Arturo (2009). La ciudad en el imaginario venezolano. Del tiempo de Maricastaña a la masificación de los techos rojos. Caracas: Fundación para la Cultura Urbana.
Briceño Guerrero, José Manuel (2002). «Elogio a la ciudad», en Mi casa de los dioses. Ensayos 1962-2002. Mérida: Vicerrectorado Académico, Universidad de Los Andes.
Calderón, Eligia (2012). Mérida, 1870-1920: Historia, memoria e imagen. Mérida: Ediciones del Vicerrectorado Administrativo.
Calvino, Ítalo (1983). Las ciudades invisibles. Barcelona: Minotauro.
Rossi, Aldo. (1971). La arquitectura de la ciudad. Barcelona: Gustavo Gili.
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