Esta fotografía fue hecha en uno de los sets del seriado dramático, transmitido por RCTV, Gómez I y Gómez II. Aparecen los personajes más importantes de esa ficción televisiva, encarnados por una selección de los mejores actores venezolanos de la época.
De izquierda a derecha: Gustavo Rodríguez (en el papel del general Santos Matute Gómez, primo hermano de Juan Vicente Gómez, con quien se había criado); Doris Wells (Margarita Torres Bello, hija de Dionisia, prometida de Santos); Rosita Vásquez (Dolores Amelia Núñez de Cáceres Marrero, segunda concubina de Gómez); Miguel Ángel Landa (general Juancho Gómez, Vicepresidente del gobierno, hermano del dictador, candidato a suceder a Gómez, moriría asesinado en el Palacio de Miraflores, en 1923); Rafael Briceño (general Juan Vicente Gómez); Carlos Olivier (general José Vicente Gómez Bello, Vicentico, también Vicepresidente, hijo de Juan Vicente y Dionisia Bello, quien se creía llamado a ser el sucesor natural); María Eugenia Domínguez (Josefina Revenga Sosa, esposa de José Vicente) y María Teresa Acosta (Dionisia Bello, conocida como la primera concubina de Gómez).
El periodista Carlos Roa Viana, fanático nostálgico de esta telenovela dice que, hasta donde él recuerda, «el plot central de la serie era el romance prohibido de Margarita, novia de Santos, con su cuñado Juancho.» En los hechos reales, Margarita Torres muere de un balazo que entra “casualmente” por la ventana, mientras se peinaba en su habitación. Se dice que su madre, para acallar la maledicencia se acogió a la versión del suicidio, y desde entonces albergó gran odio a Juancho, quien, también según la leyenda, había sido amante de Margarita. Había, pues, dos interesados en la muerte de Juancho, los resentidos por el cruel destino de Margarita y los “vicentistas”, que no querían que Juancho se quedara con el coroto.
Rosa contra naturalidad
—No sé- dice Roa Viana -si la historia fue real o no, ni cuánto de ficción o de realidad hubo allí, lo cierto es que los sucesores de Gómez demandaron a Cabrujas y a RCTV. Recuerdo las imágenes de Cabrujas llegando a un tribunal con las pacas de libretos. No había seguido el recurso dramatúrgico de su amigo y colega Julio César Mármol, quien un año antes , había protegido sus espaldas, en la telenovela Estefanía, cambiando los nombres reales de la macolla perezjimenista por otros ficticios, pero parecidos. Otra escena impresionante: cuando asesinan a Juancho, Gómez, ahogado en llanto, toma un puño de su sangre, para lo cual se quita un guante y se descubre su vitiligo ante la cámara. Corría la leyenda de que esta era la razón de sus misteriosos guantes, que jamás se quitaba.
La trama de Gómez I y Gómez II tenía mucho de la realidad, pero también hacía concesiones al género. Toda telenovela, y aquella lo era, debe tener una historia de amor. Una pasión contrariada, que encuentra aliados y antagonistas. La diferencia es que este dramático televisivo iba mucho más allá de la novela rosa, cuya única perspectiva es la del sentimentalismo, que va a resolverse en un final feliz. Para el momento en que se graban las dos temporadas de Gómez, 1980, ya hacía casi una década que habían empezado a difundirse en televisión historias basadas en hechos, personajes y conflictos reales, cotidianos, así como en periodos históricos y obras literarias. En Venezuela, esta tendencia recibió el nombre “telenovela cultural” y, cuando el dramático se restringía a un solo capítulo, se llamaban unitarios. Ya en 1974, RCTV hizo una adaptación de Doña Bárbara, con Marina Baura en el papel de La Dañera y Elio Rubens, como Santos Luzardo. Después de eso se adaptaron casi todas las novelas de Rómulo Gallegos, así como algunas ficciones de Guillermo Meneses, Antonia Palacios, Miguel Otero Silva y Francisco Herrera Luque, por mencionar a los venezolanos.
En 1977, salió al aire La señora de Cárdenas, con Doris Wells y Miguel Ángel Landa en los roles estelares, la primera gran telenovela cultural grabada a partir de una historia original, de José Ignacio Cabrujas. Después hubo grandes éxitos de la dramaturgia televisiva nacional, algunas en clave de conexión con la realidad y otras, que también fueron muy populares, que persistían en el tono rosa, pero, por cierto, con innovaciones atribuibles a influencias de las telenovelas escritas por Cabrujas y Salvador Garmendia.
La verdad y el mito
Gómez fue escrita por José Ignacio Cabrujas, quien ya en enero del año anterior, 1979, había estrenado El día que me quieras, obra teatral cuya trama transcurre en la Caracas gomecista. Habían transcurrido 45 años de la muerte del tachirense que había gobernado a Venezuela con mano férrea durante 27 años. El país había disfrutado ya dos décadas de democracia y parecía que ya se le había salido del cuerpo el miedo que Gómez le había instilado. «De todas las figuras históricas venezolanas, excepción hecha de José Tomás Boves, la de Juan Vicente Gómez es la más consubstancialmente identificada con el miedo, en todas sus formas. Juan Vicente Gómez puso miedo en el seno de cada venezolano, y cada venezolano estableció con Juan Vicente Gómez una relación regida por esa servidumbre», escribió el historiados Germán Carrera Damas en un ensayo publicado en 1981.
Para el momento en que el dictador deviene personaje de telenovela, año 1980, no solo se había disipado el pavor que su solo nombre inspiraba sino que la imaginación colectiva parecía haberlo desincrustado del marco de su régimen y lo había convertido en un personaje, a medio camino entre la realidad y la ficción, basado más en sus peculiaridades personales que en sus acciones públicas. La visión popular del dictador, explicaba Carrera Damas, en aquel trabajo, «puso en movimiento el fondo de superstición existente en la cultura popular y abrió la vía a un proceso de mitificación, que culminó con el reconocimiento de su condición de brujo, con la que se explicaba su extraordinaria suerte para eludir acechanzas y su portentosa habilidad para desentrañar propósitos adversos. Por esta vía, también, Juan Vicente Gómez ingresó al santoral popular junto con Simón Bolívar, María Lionza, el negro Felipe, etc. y no falta quien lo invoque como abogado ante las potencias celestiales.»
La trama escrita por Cabrujas se nutre de esa maraña de anécdotas, muchas de las cuales nunca fueron esclarecidas, y el personaje interpretado por Rafael Briceño bebió de las fuentes de las muchas características que se le atribuyeron, sin que tampoco hayamos llegado a saber qué fue verdad y qué fue producto de las suposiciones o malquerencias de sus víctimas. «La casi total ausencia de documentos personales (correspondencia privada, notas, etc.), hace poco menos que inaccesibles importantes aspectos de su personalidad, tales como formación cultural, sensibilidad, etcétera», dice Carrera Damas. «Más que otras personalidades históricas, dada la carencia documental ya señalada, la de Juan Vicente Gómez luce abrumada por anécdotas y recuerdos, entre los cuales resulta en extremo difícil diferenciar los que se adaptan al estereotipo ya formado de los que pudieron darle origen. En general, tales anécdotas son portadoras de burla como reflejo de impotencia y de temor.»
Sobre esa inestabilidad de las certezas se montó la teleserie, que el público aceptó como documento veraz de los hechos históricos. Unos hechos tremendamente violentos, dramáticos, nunca mejor dicho, pero que ya parecían conjurados. Los dictadores y sus excesos, sus crímenes y sus pactos con el mal, habían quedado atrás…
El productor
Arnaldo Limansky nació en 1935, en Buenos Aires. Allí se educó y en 1953 entró en la industria de la cinematografía. A sus 84 años, lleva 65 años en el cine y la televisión. Y la mitad de su vida estuvo en Venezuela, donde llegó en 1974, invitado por la cineasta Margot Benacerraf, quien quería incluirlo en el equipo de producción y rodaje de la versión fílmica de Cien años de soledad y de La cándida Eréndira y su abuela desalmada, ambas narraciones de Gabriel García Márquez, que no llegaron a rodarse. Sin embargo, Limansky se quedó en Caracas. En su país, al contrario, los dictadores campeaban por sus fueros.
—Empecé a trabajar en el cine, con Román Chalbaud -recuerda Limansky- y luego, en 1979, me fui RCTV. Tuve que hacer algo a lo que me había negado hasta entonces y que luego sería fundamental en mi carrera, las telenovelas. He hecho 41, entre RCTV, Venevisión, Puerto Rico, Perú y una en la Argentina. Y, bueno, ya que estaba en eso, introduje un nuevo formato de producción para las novelas en RCTV. Una mezcla de cine con TV para producir, que inmediatamente puse en práctica en los magníficos unitarios que se hicieron en Radio Caracas. Ahí estaba cuando tocó hacer Gómez. Un gran privilegio. Los 80 fueron la época de oro de la televisión en Venezuela.
Con Cabrujas en los textos, Limansky en la producción y César Bolívar en la dirección, el proyecto se puso en marcha con los mejores augurios. «En esa época», recuerda Limansky, «las novelas duraban 120 horas y hasta más, de acuerdo al rating. En este caso, la primera planificación era para hacer veinte capítulos, porque esa serie no tenía nada que ver con las anteriores, lo que, efectivamente, fue así, pero terminamos haciendo más horas, porque el raiting era tremendo. La teleserie renovó el género y el público la adoró. En ese horario, el país se paralizaba.»
Los actores que vemos en esta fotografía formaban parte de elencos estables en el canal; esto es, tenían contratos anuales, un sueño de opio en los tiempos que corren, cuando los actores -y, en general, el talento de la televisión-, vive a salto de mata, con una gran inestabilidad laboral. Limansky recuerda que entre ellos había «un ambiente magnífico en el elenco. Se llevaban muy bien, por dos cosas, por la calidad de los actores y porque tenían un gran entusiasmo de hacer ese proyecto.»
«Eran actores y actrices que estudiaban mucho y venían con sus letras muy aprendidas», sigue Limansky. «Esa novela no se grababa en el orden cronológico en el estaba narrada en el libreto, sino en bloques de escenas por el uso del set. Teníamos que grabar todas las escenas que estuvieras previstas para un determinado set. Me refiero, desde luego, a todas las escenas de uno o dos capítulos, porque no trabajábamos con tanta anticipación. El caso es que los sets, que eran unos cuantos, porque esa serie se grabó íntegramente en interiores, se tenían que cambiar. Por dar un ejemplo, el cuarto de Gómez mañana se transformaba en la cárcel. Esos cambios se hacían en la noche para que al día siguiente estuvieran listos los sets y los decorados.»
—Era un trabajo enorme. José Ignacio casi ni portó por el set, porque estaba todo el tiempo escribiendo. Llegó un momento en que estábamos grabando una escena y la siguiente todavía no había salido de la oficina de los libretistas. Imagínese lo que era eso, en una trama de época, que no se podía resolver con cualquier vestuario ni utilería.
Al preguntarle por el primer actor, Rafael Briceño, rey sol de la trama, tal como lo muestra esta imagen, Limansky se deshace en elogios. Pocos personajes han tenido la fortuna de este, en Venezuela. Tal era la fascinación del país con Gómez/Briceño, ambos andinos, por cierto, que después de la telenovela se hizo una obra de teatro, requerida por muchas ciudades del país. Rafael Briceño había nacido el 18 julio de 1921, en Ejido, estado Mérida, y llevaba décadas trabajando con Cabrujas. «Briceño se botó con ese personaje», dice el ensayista Roldán Esteva-Grillet, «tanto, que el partido MAS lo usó en uno de sus mitines en el Nuevo Circo.» Briceño murió en Caracas en junio de 2001.
—Yo vivía -evoca Limansky- en Los Jabillos y Briceño vivía sobre la Casanova. Yo lo pasaba recogiendo en mi carro y nos íbamos al canal. Era un trayecto de 10 o 15 minutos, no más, pero lo suficiente para tener conversaciones deliciosas, en las que él hablaba y yo escuchaba deleitado. Me contaba anécdotas de su vida en los escenarios, pero, sobre todo, reflexionaba en voz alta sobre su caracterización de Gómez. Estaba completamente habitado por el personaje. Al entrar en el set se transformaba.
La vestuarista
—Cuando iba a hacer Gómez 1, Cabrujas me llamó no solo para el vestuario sino también para que hiciera control de los anacronismos en la utilería y la escenografía- dice la vestuarista Laura Otero.
Terminaría siendo un trabajón demencial. Laura Otero tendría que multiplicarse para leer los libretos, establecer las demandas de vestuario (incluidos tocados y accesorios), hacer los bocetos y mandarlos al departamento de Costura, mantenerse en contacto con la persona encargada de los sombreros de las señoras y, entre otras cosas, estar pendiente, en las puertas de los baños, a que salieran las actrices jóvenes que, inconformes con el maquillaje de época que les habían hecho en el departamento correspodiente, se encerraban para pintarse rabos en los ojos y darse una mano de pintalabios con un color subido de tono…
«Y eso no podía ser -dictamina Laura Otero-. Era inconcebible que en aquella sociedad de los años 20, tan opresiva para la mujer, mucho más cuando eran casaderas y tenían que sobreactuar su modestia, una de ellas fuera maquillada así.»
Tenía que estar mosca cuando el libreto ponía que el general Gómez se tomaba un trago con un ministro, porque de Utilería podían venir con una botella de wisky y una bandeja de plástico. «Prohibí todo lo que fuera de plástico y me las arreglé para conseguir una bandeja de plata y un pañito tejido a crochet. Una de las claves del éxito de la serie era la calidad de la producción y el público estaba muy alerta. Competíamos en eso con las novelas brasileñas de época, que exhibían un despliegue de excelente producción y detalles primorosos.»
—Casi me daban ataques -sigue Otero- cuando el libreto ponía “Gómez en su cama de enfermo” y el utilero venía con unas sábanas de florecitas. ¡No! Tenían que ser de algodón blanco. Bien almidonado. Traían lo primero que conseguían en la corotera. Un peligro, porque mucho de lo que había en aquel depósito no tenía que ver con la época. Muchas veces, yo llevaba cosas de mi casa.
«RCTV tenía un buen taller de costura, pero había que estar encima, porque la mayoría de quienes trabajaban allí no tenía idea de cómo eran los vestidos en los años 20. Y tenía que estar en las pruebas, porque las más jóvenes querían verse ceñidas. ¡No! Había que vigilar para que no les hicieran caso a las actrices sino a mí.»
En cuanto aceptó el encargo, Laura Otero se dedicó a investigar. Sus grandes fuentes de documentación fueron: la revista Élite, que empezó a circular en Caracas en 1925, con muchas fotos y una política editorial que mezclaba la vida de la alta sociedad, con los nombramientos oficiales del régimen y con notas de la élite intelectual. Perfecta, pues. «También estudié los figurines de la época, que llegaban a Caracas desde París; muchas fotos del hipódromo, adonde iban con sus mejores galas a ver y dejarse ver; y las fotos de mis tías. Con respecto a los uniformes, era más sencillo, porque hay muchas fotos de Gómez y sus oficiales. Además, tuve la ayuda de Rafael Briceño, quien investigaba por su cuenta. Era muy minucioso, muy exigente. También me apoyaba en el escenógrafo, Manuel Mérida, un artista extraordinario, muy cuidadoso, que sabía mucho de época. Él también tenía su propia perolera, se la pasaba en eso, comprando peroles para sus filmaciones. También llevaba cosas y pasaba el filtro.»
Interrogada al respecto, la vestuarista recuerda que los sombreros de las señoras los hacía Margot Meyer, quien hacía los tocados a la alta sociedad de la época. En cuanto a los zapatos, «eso fue lo más fácil. Compré para todas los que usaban las estudiantes de flamenco. Trabilla y taconcito grueso. Listo.»
Y la silla, bueno, esa da igual cómo sea, el país sabe muy bien cuáles son los atributos de esa silla cuando la ocupa, o la usurpa, que también se ha visto, un tirano.
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