El tiempo hubo en que hablar de muchachos en Venezuela no producía esta punzada. De aquellos tiempos es esta fotografía del Gordo Pérez, captada en Margarita, en 1955.
La imagen tiene tres planos claramente discernibles. El primero, de arriba abajo, es el cielo. Inmenso, buchón de luz, habitado por nubes que parecen haber atrapado los rayos solares y se pasean contra un fondo oscurecido como un formidable farol, desplazándose, cambiando de formas, pero siempre monumentales y luminosas. El cielo ocupa la mitad de la imagen, pero la fuerza se concentra en la siguiente veta.
El segundo plano es el de los muchachitos tomados de la mano. Miran al fotógrafo con confianza, divertidos. El tramado del sombrero les pinta en la cara un sarampión de luz. La ropa, raída y de botones fugitivos, se les ha quedado pequeña (no hay duda de que son chivas, porque lucen muchísimo más viejas que sus actuales dueños). Son muchachos delgados, pero no famélicos. Seguramente, se alimentan bien y nadan por las mañanas, cuando el agua todavía conserva el calor del sol como se retiene en el pecho la tibieza del amante que ha abandonado el lecho. Van descalzos o mal calzados, quizá no quieren dañar los zapatos en la playa y los guardan para ir a la escuela o a la plaza. Los pantalones, que no rebasan las rodillas, están mal atados con un trozo de guaral. Dan la espalda a la embarcación donde salen a pescar con sus mayores o quizás ya los dejen salir un rato.
El tercer plano es la playa. La tierra que los muchachos han de recorrer. Es una tierra que no pide ni la sedosa sombra de los muchachos. Está para darles un lugar de donde ser, donde crecer, donde aprender la música y mirar el horizonte. No es una tierra que espera para absorber su sangre ni recibir su cuerpo abatido.
Esta semana… quizás no viene al caso… Esta semana han caído cuatro muchachos por la represión de la dictadura. Son tiempos en los que hablar de muchachos corta la palabra en la garganta.