Estados Unidos de Venezuela fue alguna vez el nombre de este país. Para mí, estaba bien. La casa de mi niñez no distaba ni tan siquiera un centenar de metros de la orilla del río Apure, y en las tardes paseaba por su húmedo borde desde el cual se podía ver cómo las aguas arrastraban descomunales troncos que venían de la selva de San Camilo. A ratos, sólo a ratos, era posible adivinar la delgada ceja de monte de la otra orilla donde comenzaba Venezuela. Pasaba el tiempo escuchando los acordes de la música del botiquín de la familia Villanueva. Debo decir con franqueza que no me sentía venezolano, esa nacionalidad era una incógnita. Me consideraba oriundo de estas tierras del vértigo llano, y ese sentimiento lo tuve hasta muy entrada la adolescencia. Fue entonces cuando realicé un viaje a la ciudad de Maracay para asistir a la graduación como pianista de la muy maquillada Tía María. El acto (recuerdo) ocurrió en un conservatorio que funcionaba frente a un parque de frondosos árboles de cedros. Durante la ceremonia la admirada Tía debía interpretar uno de los tres nocturnos de Claude Debussy. Era un orgullo para sus hermanas arregladas con modestia pueblerina. Nunca podré olvidar los planchados atuendos, el decoro que nos dictaba nuestro remoto lugar de origen. Había cierta testarudez en el conjunto verde que vestía para aquella ocasión, un empeño de la familia para justificar el parecido que tenía con el hermano asesinado por sus compadres en el hato La Reforma. Pero la herencia siempre nos da reveses y oportunidades, y entendí, aquella tarde, que los famosos Nocturnos de Debussy podrían convertirse en la piedra angular de mi venezolanidad, algo ligado al reconocimiento de lo extraño. Aquel viaje me enseñó que podía ser un otro, que se vinculaba en sabia mezcolanza con otras formas de sentir y comportarse frente al mundo. Todo ello sin renunciar al río Apure, y sus insondables «madre viejas».
Lea también el post en Prodavinci.