La carta llegó el mismo domingo en la mañana. Ese día había aparecido, en el portal informativo Prodavinci, mi nota sobre la fotografía que mostraba al escritor Alfredo Armas Alfonzo y su joven esposa, reunidos en Roma tras prolongada separación debida a un encargo que el gran escritor de Clarines había recibido de la directiva de la Creole, empresa editora de la revista El Farol, bajo la dirección de aquel. Concentrada en ilustrar los antecedentes del instante en que fue captada la foto, donde Armas Alfonzo luce relajado y feliz, ligeramente inclinado hacia su compañera, Aída Beatriz Ponce Hernández, y en medio de algún comentario que ha debido ser compendio de gracia e ingenio… enfocada, pues, en el esfuerzo de hilar un relato interesante y sin demasiados descarríos para los lectores, pasé por alto un asunto medular.
–En los 50 del pasado siglo, –decía la escritora Elisa Lerner en su carta– Oswaldo Trejo se fue un año a Roma con ahorros provenientes de su trabajo como vicepresidente de una compañía de seguros, que funcionaba en una oficina del edificio Karam. Su decoro personal no le hubiera permitido trabajar con el régimen imperante.
¡Era 1956! ¡Y yo escribí que los Armas habían contactado en la capital romana “a su amigo Oswaldo Trejo, el elegante miembro del cuerpo consular de Venezuela en Italia”! Di por buena, sin el debido examen, la pista que me orientó en ese sentido. La trama que me ocupaba era la historia de amor de un escritor de culto para mí, referencia fundamental en mis inicios. Y no advertí el daño a la reputación de otro grande, el maestro Oswaldo Trejo. Hay que ser periodista para saber lo que una falta como esa puede mortificar.
“Oswaldo ingresó en la carrera diplomática”, me aclaró Elsa Lerner, “cuando don Mariano Picón Salas fue designado embajador en el Brasil. Pasó unos tres años ahí, luego trabajó con el doctor Burelli Rivas cuando este fue enviado de embajador a Bogotá. A su regreso, Oswaldo siguió en la Cancillería por algunos años. Después de trece años de servicio pidió su jubilación. Comenzó, entonces, una carrera destacada en el sector cultural de la administración pública”.
Estas notas las escribió Elisa Lerner de memoria y a toda prisa. Ya he dicho que las recibí cuando el relato de Prodavinci tenía un par de horas en circulación. Antes de despedirse, la gran narradora de Venezuela añadió una alusión a otra escritora que las dos admiramos y queremos: “En la revista El Farol, dirigida con excelente tino por el entrañable escritor Alfredo Armas Alfonzo, tuvo a gala y destacó como lo merecieron las apreciaciones muy bien escritas de Ida Gramcko sobre pintura venezolana”.
Tenía, pues, por delante, el deber de hacerle justicia a un inocente y corregir el vergonzoso disparate. Aquí vamos.
El 23 de enero de 1958, como se sabe, Pérez Jiménez es derrocado por iniciativa conjunta de civiles y militares. Una semana antes, el 15 de enero, Mariano Picón Salas había encabezado el Manifiesto de los intelectuales sobre la situación política nacional, donde estos exigían el restablecimiento de las libertades ciudadanas.
A nadie extrañó que la nueva Junta de Gobierno, presidida por Wolfgang Larrazábal, nombrara a Picón Salas embajador en Brasil, cargo que el merideño ocuparía hasta el año siguiente. Fue, entonces, en el amanecer de la democracia de Venezuela, y no antes (no en 1956, a quién se le ocurre), cuando Oswaldo Trejo se integró al cuerpo diplomático de Venezuela.
La historia completa fue recogida por Francisco Rivera, en su libro “La búsqueda sin fin”, editado por Monte Ávila Editores. Los incidentes que siguen están tomados de allí. Oswaldo Trejo, quien había nacido en Ejido, estado Mérida, el 24 de julio de 1924, se trasladó a Caracas con su madre y su hermana (su padre había muerto en 1936), cuando tenía 16 años, en 1940. Dos años después, los caraqueños que pasaban por la esquina de Las Monjas podían verlo, uniformado de policía de tránsito. No sabemos cuánto tiempo estuvo de servicio como autoridad de la circulación, lo que sí registra la historia es que ya en 1948, Trejo publica su primer libro, ‘Los cuatro pies’. En cuestión de semanas, el silbato desapareció de su vida y devino figura en alza en el medio intelectual de Caracas.
–En septiembre de 1949, –escribe Francisco Rivera– Oswaldo Trejo tiene que viajar a Nueva York para acompañar a su madre, que está enferma y debe hacerse una operación. Allá, en octubre, muere esta y de esos días dolorosos irá saliendo, con el paso de los años, un texto.
De regreso a Caracas, a fines de 1949, se reincorpora a su trabajo en la compañía de seguros American International Underwriters, donde había ingresado “como empleado en 1946 y de donde saldrá, con el cargo de vicepresidente, en 1953, pocos meses después de la publicación de su segundo libro, ‘Cuentos de la primera esquina’ (1952)”.
A esos ahorros se refiere Elisa Lerner. Y Rivera lo confirma. Con ese dinero Trejo se va a Europa, “donde permanecerá desde principios de 1953 hasta noviembre de 1957. Quiere conocer mundo. Quiere viajar. Desplazarse. Oswaldo vive muy modestamente en España y luego en Italia. Se ha asignado a sí mismo la suma de 150 dólares mensuales. Pero, en verdad, se las arregla con 100, economizando 50 para hacer correrías cada verano por otros países. Bélgica, Francia, Grecia. Oswaldo visita museos y monumentos. Y lee muchísimo”. Sabemos que también se encuentra con amigos venezolanos para pasear por Roma, ciudad que ha llegado a conocer muy bien. Y escribe. Escribe sin parar.
En entrevista con Julio Ortega, Trejo contó que había empezado a escribir su novela ‘También los hombres son ciudades’ en Roma. “En los días”, especificó, “del apogeo del neorrealismo italiano, cuya influencia me hacía creer que yo podía expresarme en esa tendencia, dando unos personajes, unos ambientes, unas situaciones de una familia venezolana que por no poseer casa propia alimentaba de manera dolorosamente ingenua la esperanza de tenerla en algún lugar. Del proyecto llevado a muchas páginas malísimas, pasé en Rio de Janeiro a la segunda versión […] La tercera la realicé en Bogotá, donde estuve viviendo más que en Rio de janeiro”.
El periplo europeo termina, quizás cuando los fondos ahorrados han tocado fondo, en noviembre de 1957, un año y medio después del día en que fue captada esta imagen. De manera que Trejo regresa a Venezuela dos meses antes de la caída de Pérez Jiménez. Merideños y escritores de raza los dos, cuando Picón Salas viaja a Río de Janeiro, en junio de 1958, como embajador nombrado por la Junta Provisional de Gobierno, se lleva al joven paisano, a quien ha designado en el cargo de Primer Secretario de Embajada. Es el comienzo de la carrera diplomática de Oswaldo Trejo.
–A mediados de 1960, –puntualiza Francisco Rivero– Oswaldo Trejo pasa a Bogotá y es allí donde termina y hace publicar ‘También los hombres son ciudades’ (Editorial Espiral, 1962), permaneciendo en la capital colombiana hasta 1967. […] Trejo regresa a Caracas a mediados de 1967 y permanece vinculado al trabajo diplomático hasta fines de 1978, cuando se jubila con el rango de Embajador. En 1969 Monte Ávila le publica un libro, ‘Escuchando al idiota’, que contiene una selección rigurosa de tres libros de cuentos: ‘Los cuatro pies’, ‘Cuentos de la primera esquina’ y ‘Depósito de seres’.
El embajador y también escritor Eduardo Casanova dice que, una vez en el Servicio Interno, Trejo fue jefe de la diplomacia bilateral en la Dirección de Política Exterior. “Y lo hacía con gran profesionalismo”.
En 1978, finalizada su carrera diplomática, Trejo pasó a ser miembro del Consejo Directivo de la Biblioteca Ayacucho y jefe del Departamento de Creación Literaria del CELARG (1978-82), director literario de Monte Ávila (1982-3), y director del Museo de Bellas Artes, a partir de enero de 1984 hasta su muerte, acaecida el 23 de diciembre de 1996. Nunca, pero nunca, sirvió a una dictadura… que no fuera la del implacable compromiso literario.
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