Jorge Luis Borges, siguiendo una antigua enciclopedia china, imaginaria claro, clasifica los animales en “pertenecientes al emperador, embalsamados, amaestrados, lechones, sirenas, perros sueltos, fabulosos, incluidos en esta clasificación, innumerables, que se agitan como locos…”. Este absurdo es tan sabio que Michael Foucault lo toma para abrir Las Palabras y las cosas (1966), para demostrar las imposibilidades últimas del lenguaje. Y en verdad esa dificultad de clasificar adecuadamente nos la topamos a cada rato. Por ejemplo y muy particularmente en un fotógrafo como Henrique Avril (1870-1950) del cual se ha dicho reportero, retratista, paisajista, impresionista, criollista, artista, documentalista, descubridor de la imagen de Venezuela, postalista, pintor, impresor, empresario y algo más. Ordenar estos predicados no es simple porque se entrecruzan continuamente: una foto puede ser un descubrimiento temático, un deslumbramiento artístico, a lo mejor impresionista o sencillamente la documentación utilitaria de un paraje, digamos. O, seguramente, una mezcla de algunas o todas esas casillas esquematizadoras.
Para atenuar esa trampa metafísica, el problema de toda clasificación es que no sabemos nunca la totalidad (Borges), diría que la premisa que me gustaría tener para ponerme ordenar la dispersión que es toda obra, y toda vida, es aunque sea un boceto biográfico suficiente para entender por qué razones este fotógrafo emprendió la titánica tarea de hacer un gran fresco del país que recorre como un caballero andante y se interesa por su esencia más profunda, más telúrica y menos modernizadora y extranjerizante, guzmancista si prefieren. Tenemos información dispersa de las fechas de muchas de sus fotos o de sus hitos vitales, de sus profusos viajes por el país o su prestigiosa presencia nacional pero nada sabemos de su carácter y su proyecto, este último más brumoso por la temprana y difusa adolescencia de la nueva y mágica manera de embalsamar lo real que es la cámara oscura (o clara). Sobre estas señales sueltas me gustaría hacer una aclaratoria y es el énfasis puesto por muchos de sus admiradores en su carácter de adelantado, de precursor, de primerísimo. Sí lo es, pero no tanto de lo que se le atribuye y que viene de una creencia acrítica en los calendarios. Josune Dorronsoro en un muy agudo artículo, “Veneración de los pioneros” (Álbum de ensayos, 1999), nos demostró lo relativo de las afirmaciones categóricas en esa zona primigenia y virgen. Ya, por ejemplo, Federico Lessmann había hecho abundantes y valiosas fotos de Caracas y el Zuliano Ilustrado había incorporado la fotografía a la prensa. La especificidad fundacional de Avril está en otra parte más trascendental.
Y comenzaría por un problema que me parece apasionante. Es cierto que la grandeza de Avril consiste de entrada en que nos revela, nos da noticia (novedad) de una Venezuela sin imágenes. Es en ese sentido más general que es el primer reportero nacional, más que en el profesional atado al “acontecimiento” que por ratos ciertamente lo fue. Descubre el país visual en una escala sorprendente, recorre buena parte del territorio y se los hace ver a los venezolanos de ayer y de hoy. Es por eso que la mayoría de sus fotos son fascinantes, hasta las inconsistentes estéticamente.
Yo no he encontrado ningún rasgo biográfico que me sirva para entender el proyecto vital de este extraño venezolano que quería hacer el gran retrato de un país. De su gente, de sus lugares naturales, de sus escasos y pobres realizaciones civilizatorias. Que se lo impone como una cruzada, como un destino. Seguramente no lo sabremos ya, lo esencial de las vidas suele tragárselas el silencio y el olvido.
Pero lo que hace es extraordinariamente importante no solo para la historia de nuestra fotografía sino para esa gesta que sobre todo Elías Pino Iturrieta trata de desenterrar, ese otro siglo XIX, que no es de los caudillos sin ley ni moral, sino los que aquí y allá, en los quehaceres más disimiles, desde educación y la salud hasta la institucionalidad cívica o el nacimiento de los oficios y las empresas, van edificando nuestra difícil civilización. El nacimiento traumático de una nación, todavía hoy traumática. “Entonces se concretan iniciativas fundamentales para el apuntalamiento de la vida que se anhelaba desde la creación del Estado nacional, procesos heterogéneos que van dando forma a una sociedad…” dice Pino. Este es uno, muy importante, el del fotógrafo, dotarse de un rostro y esa extraña forma de permanecer fuera del tiempo que tanto sorprendían metafísicamente a André Bazin o Roland Barthes
Y recordemos sucintamente que la fotografía que se hace en el país, que es casi toda retratos en estudio, hechos con modelos internacionales. Y la pintura no alcanza siquiera a captar la luz tropical y sus temas, salvo alguna excepción épica hecha también con lenguajes nórdicos, son del academicismo decadente finisecular europeo, como los casos más notorios y valiosos de Rojas y Michelena. Lo cual hace resaltar aun más la obra de este permanente transeúnte que quiere hacer el gran fresco del país.
En esa biografía seguramente imposible habría que preguntarle además por su pasión por pintar el pueblo llano, con preferencia el pequeño poblado, el anónimo rincón, los ancestros indígenas, los grupos humanos populares, la desolación que trae la guerra. Casi no hay fotos de las ciudades capitales, salvo Puerto Cabello, pero es el lugar que escogió para vivir la mayor parte de su existencia, para ventura de este en donde se originan muchas de sus mejores imágenes. Es probable que se haya perdido mucho de lo muchísimo que debe haber hecho. Su estudio del Puerto duró decenios. Incluye también a su esposa que juega en su obra papeles diversos y poco definidos y hasta sus empleadas que reciben el estudio como herencia y, según algunos, hacen mal uso del https://elarchivo.org/wp-content/uploads/2022/07/037929.jpgvo con copias torpes. De manera que esos casi cincuenta años que pasa en Puerto Cabello, salvo la presencia de algunas obras muy importantes, haya un vacío que quien sabe que contiene. Su obra consagrada se ha concentrado en sus colaboraciones en El Cojo Ilustrado que apenas dura tres lustros, unas trescientas fotos, y hay grandes lagunas que quien sabe hasta qué punto podamos todavía enriquecer documentadamente. Por eso es muy importante al menos completar y unificar en lo posible su acervo fotográfico y ordenarlo, más de una clave podríamos encontrar que se sume a la riqueza que ya poseemos de él.
Tenemos abundantes testimonios documentales, en las páginas que le han dedicado algunos estudioso, yo subrayaría al abundoso Henrique Avril, el relator del paisaje venezolano (2014) de Antonio Padrón como los trabajos más concisos pero muy certeros de Dorronsoro arriba citada, de que su labor comercial es incesante no solo en su estudio de Puerto cabello que dura décadas como en muchos lugares del país donde hace pasantías y ofrece con anuncios de prensa y demás sus virtudes y modernidades en el nuevo arte. Lo que no está claro si esa movilidad incesante y, sobre todo, las fotos de paisajes y lugares fuesen también parte de alguna actividad laboral pagada, menos convencionales para la época. Y si ello explicaría parte de su itinerario incesante. En todo caso no lo agota, podemos afirmarlo sin su biografía a la mano.
Como se ha visto las categorías borgianas se mezclan y se difuminan y luego se concilian en un universo existencial en este caso incognoscible en definitiva (Borges dixit).
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