En el primer artículo dedicado a Henrique Avril planteábamos una inquietud: ¿qué movilizó a este tenaz fotógrafo a recorrer una gran parte del país, hasta sitios que en sus tiempos se dirían remotos e incluso inhóspitos, para conocimiento de los venezolanos de ayer y para la memoria de los que vinimos después, apropiándose esa realidad inédita en imágenes intemporales? A lo que sumábamos la cuestión de la escogencia muy señalada de sus temas que no los dicta el orgullo de los pocos logros de nuestra naciente modernidad sino sus zonas más recónditas y telúricas o sus habitantes más depauperados y ajenos a la incipiente vida citadina y al menguado progreso. Hablamos, sobre todo, pero no solo de ellas, de sus imágenes del Cojo Ilustrado entre los dos siglos.
Sin duda para Avril la fotografía es un oficio con el cual se gana la vida. Su estudio de Puerto Cabello dura cuatro o cinco décadas activo, seguramente haciendo retratos, cartas de visita y similares para los porteños acomodados, en tiempos en que es una ciudad boyante, el puerto más rico del país, el de esa pequeña joya que llaman San Esteban, la urbanización de los poderosos agentes portuarios. Luego, cuando la técnica se democratizó y lo permitió, para casi todos los vecinos. Además, tenemos registros de que en los numerosos viajes que hace a través del territorio nacional suele anunciar en la prensa local la prestación de sus “exquisitos” servicios, aun por muy corto tiempo. Es probable que también haya hecho algunos trabajos heterodoxos para la época y remunerados por poderosos y empresas, pero ¿cuáles? En todo caso no parecen muchos. Los que opinan sobre ello suponen, por ejemplo, que las fotos del Cojo Ilustrado no eran pagadas, la misma revista parece afirmarlo. Que haya algún dinero de familia, vaya usted a saber, su padre era un impresor provinciano, pero es bastante seguro que lo envió a su Francia natal para hacerlo de su novedosa profesión.
De manera que su deambular parece responder a otras pulsiones distintas a las del simple pequeño empresario de la fotografía. Y al margen de esas constataciones fácticas yo apostaría, ateniéndome simplemente a los temas y sus tratamientos estéticos, que hay un impulso espiritual y un trabajo afanoso y aún penoso muy tangible que orienta hacia otro rumbo, sin excluir –repito– el obvio trabajo remunerado. Otra precisión es que hoy sabemos, más claro que en aquel tiempo, que no hay una línea gruesa valorativa entre la foto por encargo y la propiamente autoral. Torito era el fotógrafo de Gómez y Tito Caula juraba que la fotografía nada tenía que ver con el arte y ambos están en el panteón de la fotografía nacional. Y si duda cabe, Cartier-Bresson y Robert Capa hicieron reporterismo y Avedon fotos de moda y de socialités. De lo que se trata es de encontrar en Avril una premisa, un concepto general, para su ímpetu viajero y el talento de su obra, su alma creativa. Para el artista y su universo, muy suyo.
Se ha tratado de ideologizar la obra de Avril, está bien, pero es un lío muy grande, hasta que las ciencias sociales y los historiadores de las ideas terminen de aplanar el terreno. Criollismo se ha dicho porque como los criollitas literarios se ocupa de lo típico venezolano, de sus costumbres y actores menos contaminados con la ciudad y la incipiente modernidad, buscando nuestra identidad, nuestra nacionalidad lo más ampliada e interconectada posible. Hasta un libro se ha escrito sobre ello (Henrique Avril, Los rostros del desolvido. Claudia Pignataro, Monteávila Editores, 2011). Categoría algo extraviada que, sobre todo, funciona peor al menos en fotografía. Por una razón simple porque para el lente de la cámara no hay otra manera al abrirse que toparse con “lo nuestro” y no con lo “distinto”. Eso le pasa incluso a Manrique y otros “europeístas”, elitistas. Al fin y al cabo, el elegante y adinerado caballero fotografiado tiene identidad venezolana. Se hablará del estilo o la escenografía, pero igual vale para el uso del idioma español o la manera habitual de usar sombrero y, también, de la luz eléctrica o el telégrafo. Lo único que se puede concluir es que la sofística identidad nacional es culturalmente plural y comprende ricos y pobres, cultos y analfabetas… todo el bicho viviente dentro de nuestras fronteras. El aporte de la fotografía, según el libro aludido es ayudar a aproximar y cohesionar esa diversidad, mostrándola visualmente: “…construir naciones implicaba exaltar a sus pobladores, desde las señoritas de la alta sociedad hasta quienes integraban los sectores populares”, dice Pignataro. Estos últimos que son lo específicamente nuestro, un pianista lo es aquí y en Londres, y por ende capaces de darnos arquetipos nacionales, autóctonos. Todo lo cual algo tiene un algo de verdad, como acompañamiento de un reanimado sentimiento de nación y deseo de progreso, que genera una transitoria mejoría económica y una despótica paz. Pero verdades de Perogrullo.
Tratar, por último, de darle una dimensión clasista beligerante a su preferencia temática sería un abuso, no hay trazos de conflictividad en ellas ni hay manera alguna de conectarla con las relaciones de Avril con los dictadores andinos, que parecen ser cordiales, ni discursos que lo acerquen con las ideologías de las turbulencias populares europeas, sobre todo francesas.
No da para mucho, un marco muy vago e indefinido, por último, falaz y reaccionario como toda identidad genérica y estática.
Lo de reportero, el primero, pero ya sabemos lo relativo del laurel, parece no estar muy en consonancia con lo que hoy entendemos como reportero gráfico. Ya vimos que pueden ser grandes artistas. Cuando practican más rutinariamente y hasta mecánicamente el asunto sabemos que nombramos el fotógrafo que completa con una imagen alguna noticia o reportaje. Habla el mandatario y se le pone una foto al lado con flux, sonrisa y firmeza como corresponde al primer mandatario, si el diario lo estima. Hay un choque y vemos el carro volteado (en general no vemos al chofer triturado). En ese sentido Avril hace poco de reportero. La vez en más relevante es con los enfrentamientos políticos de Caracas en 1936, contra López Contreras. Son fotos muy profesionales, expresivas y actualizadas formalmente de los momentos calmos de los sangrientos choques.
Pero más valdría buscar por otro lado, por otra clasificación borgiana, por otra categoría animal, en este caso la del artista, la más evidente y menos polémica, a primera vista, se trata de ver a través de la cámara oscura y mágica.
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