En el segundo capítulo del libro La política en el siglo XX venezolano, su autor (1) “se adentra en lo que pudiera entenderse por «partido político» y en lo que significó la noción de «partido» que pudo haber imperado durante el siglo XIX venezolano”, antes de abordar “las andaduras, tropiezos, éxitos y reveses de las organizaciones de masas que emergieron y actuaron en el contexto del siglo XX”.
Preliminares
El siglo XX venezolano es el tiempo de la modernización y, con ello, de la aparición más definida de instituciones y hábitos propios de sociedades complejas, como lo ha sido, entre otros, la existencia de grandes partidos de masas.
La Venezuela de este siglo fue organizada en su predominio por dos órdenes políticos de alto contraste: la era de las autocracias apartidistas, que dominaron a la sociedad venezolana desde el personalismo y la institución militar, y la de los grandes partidos de masas, en su emergencia, auge y declinación. Y entrambas, la larga y convulsa transición del gomecismo a la democracia de Puntofijo, que experimentó las tensiones de nuestra modernización, entre una creciente democratización y nuestra tradición autoritaria. La primera era se caracterizó por la cancelación de la incoada, incompleta e ineficaz vida partidista de jefes políticos liberales y nacionalistas de finales del siglo XIX: los caudillos andinos, con más o menos institucionalización, protagonizan esta etapa como alternativa a la percibida como corrompida, caótica y aprincipista política del tardío Liberalismo Amarillo. Amparada por las nuevas doctrinas que se distanciaban de la soberanía popular y preferían la idea de un gobernante tutelador, esta opción veía a los partidos como facciones y agentes del desorden y debilidad nacionales.
La era de los partidos de masas se va asomando en las postrimerías del gomecismo y la compleja transición iniciada en 1936. Hablamos de los ya regresados desde las «avenidas del exilio» y la experiencia extranjera: venezolanos jóvenes que notan los nuevos modos de la política de masas en los países democráticos que van conociendo y en las lecturas que les eran vedadas en el país. Son las generaciones de 1928 y 1936 las que impondrán un nuevo sentido de lo popular en el conjunto general de la población e insistirán, en marchas y contramarchas, en el establecimiento de la legitimidad política basada en el sufragio que, a su vez, persigue convencer de sus talentos particulares al colectivo. Estos pioneros fundarán diversas organizaciones para promover sus programas, debatir en el fervor de la prensa libre y organizar las acciones de resistencia ante las reversiones y amenazas autoritarias. En sus etapas de auge serán organizaciones de enorme influencia y prestigio social, y su protagonismo será tan decisivo que, con su crisis y declinación, sobrevendrán la crisis y declinación de nuestra democracia representativa.
La política que traen consigo los partidos es la política de masas, vedada antes por concepciones menos democráticas de la república representativa, no alcanzada previamente por el limitado esfuerzo igualador caudillista. Es la política del «pueblo», entendido como el colectivo de las multitudes, el conjunto de ciudadanos de toda condición que expresa sus preferencias electoralmente.
En este trabajo describiremos las peripecias de esos partidos como organizaciones, como promotores de programas políticos, como canalizadores y transmisores de aspiraciones colectivas. Solo parcialmente como actores de gobierno, aunque alcanzar esta posición sea su función principal, y porque será necesario comentar cómo el ejercicio del poder afectó su dinámica organizacional y electoral.
¿Qué es y qué no es un partido político?
Se dice esencialmente que los partidos políticos son fundamentales para la democracia; de hecho, que no hay democracias sin partidos políticos. Pero este no siempre fue el caso. Los remotos orígenes de los sistemas democráticos contemporáneos, al menos en su forma liberal y pluralista, no tuvieron partidos políticos. Estas instituciones fueron formándose a medida que la expresión organizada de facciones e intereses llevó a hacer más estables, más duraderas, las reuniones circunstanciales que la dinámica política suscitaba repetidamente, aparejadas por la complejidad social derivada de la revolución industrial y sus efectos expansivos en el mundo (2). Por eso, cuando en el siglo XVIII, el estadista y pensador irlandés, Edmund Burke, decía que un partido político era «un cuerpo de hombres unidos para promover el interés nacional mediante sus esfuerzos conjuntos, sobre un principio particular en el que todos están de acuerdo» (3) estaba definiendo esa noción en su medida más mínima. «Partido» visto como esas efímeras asociaciones de personas, más o menos recurrentes, que buscaban orientar las decisiones políticas de los cuerpos deliberantes y de los gobiernos hacia un determinado sentido. Pero bien decía Burke que esta no era la tarea del ideólogo diletante sino del hombre práctico, insistiendo de seguidas:
Es asunto del filósofo especulativo marcar los fines propios del gobierno. Es tarea del político, que es el filósofo en acción, encontrar los medios adecuados para esos fines, y emplearlos con efecto, [y] seguir todos los métodos justos para poner a los hombres que mantienen sus opiniones en tal condición que les permita llevar a la práctica sus planes comunes, con todo el poder y la autoridad del Estado (4).
Es decir, un partido no es un artefacto que busca desde la periferia meramente influir sobre el poder político sino que pretende literalmente conquistar las instituciones del gobierno para ejercer en ellas su obra. Y aquí requeriría algo más, que es una organización relativamente permanente, y que en un régimen pluralista democrático supone que esencialmente sea de carácter electoral. En cuanto a sus fines, un partido —nos sigue guiando el estadista irlandés— se distinguiría de la mera búsqueda interesada y parcial del poder, o de los emolumentos y beneficios personales que implica este objeto hacia logros particulares, siendo un partido genuino promotor de alguna idea o visión amplia de la sociedad y su interacción con el gobierno: «Una disputa tan generosa por el poder, en máximas tan varoniles y honorables, se distinguirá fácilmente de la lucha mezquina e interesada por posiciones y emolumentos…» (5). Quizás la ciencia política moderna no sea tan generosa en ese requerimiento, pero sí admite que los partidos han de tener alguna perspectiva de interés público general y la denominan función de «agregación de intereses», es decir, la reunión y ordenación de las demandas difusas de la sociedad en un repertorio de acciones políticas de carácter general y planteamientos de medidas gubernamentales jerarquizadas (eso que llamamos «programas»), sobre la base de una visión específica y relativamente articulada de posiciones sobre la realidad que les diferencia de sus competidores (eso que llamamos su «doctrina» o «ideología»).
En cualquier caso, la idea según la cual se admite que aquellos seres humanos de inclinación similar puedan coaligarse —admitiendo que toda sociedad es susceptible de generar en sí misma una miríada de posiciones— en asociaciones o grupos que, a la postre, serán denominados partidos, es la perspectiva subyacente de toda teoría sobre estos. A mayor complejidad de la sociedad se hace inevitable que ocurra la fragmentación de los intereses públicos, lo cual explica la relativa expectativa de unanimidad en las democracias antiguas, así como también el surgimiento de los partidos en las contemporáneas. Se parte entonces del reconocimiento —no siempre mutuo, no siempre feliz— de los puntos de vista contrarios.
Esto, que de por sí es válido para las organizaciones sociales con influencia de todo tipo (como gremios, sindicatos, patronales, organizaciones no gubernamentales, think tanks u otros), en los partidos se potencia con la posibilidad de ocupar el gobierno, para lo cual se asume una serie de funciones adicionales. El colectivo partidista no puede esperar meramente que la concordia espontánea de sus miembros derive en una agrupación estable que de manera mágica suscite simpatías y esté preparada para gobernar, por lo que de modo paralelo a sus actividades proselitistas debe procurar motivar adhesiones individuales voluntarias y semipermanentes (lo cual suele generar incomprensión y reactancia entre los «independientes»); formar desde esas adhesiones cuadros profesionales o semiprofesionales de activistas y militantes, entre los cuales también entrene a futuros miembros de la élite política (tanto en su doctrina particular como en las funciones de gobierno); canalizar como organización sus aspiraciones —y las de sus simpatizantes— hacia los poderes públicos; socializar, con relativa coherencia, su mensaje e ideología en el público en general (promoviendo a su vez climas de opinión favorables a sus propósitos), y mantener siempre una posición de defensa y estabilización de las reglas e instituciones que permiten su actuación o su promoción, allí donde no existen. Es así como la noción de partido solo tiene relevancia donde es tácito el reconocimiento al pluralismo, lo que en sentido práctico no quiere decir más que la vigencia de los derechos de asociación y organización, lo que en buena medida corresponde a la existencia y los valores de un sistema político democrático-liberal (6). Los partidos políticos propiamente dichos existen como alternativas de y hacia el poder.
Con el paso del tiempo, el reconocimiento de la diversidad política dentro de los cuerpos legislativos, y las demandas de mayor participación e incidencia social desde fuera del gobierno, hicieron forzosa la existencia de partidos. En el siglo XIX, cuando estos entraron en escena con el paulatino desarrollo de la política de masas, emergieron corrientes divididas entre posiciones de defensa de la autoridad gubernamental y de criterios tradicionales (monárquica o republicana), típicamente identificados como «conservadores», y posiciones de defensa de la soberanía de la sociedad (ya fuera de sus sectores más acomodados o de las masas emergentes), que fueron reconocidos como «liberales». A esta diferencia básica se le sumarían otros clivajes casi inagotables (proletario-burgués, religioso-laico, protestante-católico, urbano-rural, capital-provincias, y otros sostenidos por profesiones, lenguajes, etnias, etc.) en las diferentes «familias» ideológicas que conocemos (socialismo, democracia cristiana, nacionalismos, ecologismos…) (7).
Este proceso de eventual reconocimiento constitucional de la diversidad social generada por las sucesivas transformaciones no fue ni súbito, ni lineal, ni predeterminado; señala Duverger en su clásico sobre la materia:
En 1850, ningún país del mundo (…) conocía partidos políticos en el sentido moderno de la palabra: había tendencias de opiniones, clubes populares, asociaciones de pensamiento, grupos parlamentarios, pero no partidos propiamente dichos. En 1850, éstos funcionan en la mayoría de las naciones civilizadas, esforzándose las demás por imitarlas (8).
Es el proceso del pluralismo político que, apareciendo primero en partes de Europa y Norteamérica, fue también un rasgo distintivo de las instituciones constitucionales republicanas de América Latina.
Aquí una nota aparte. No es que no podamos considerar a los «partidos» únicos o de-Estado como organizaciones relativamente estables y complejas que propugnen una ideología o dicten un programa. Pero los partidos-de-Estado propios de regímenes autoritarios (de diverso tipo) tienen una naturaleza distinta: no son asociaciones voluntarias, ni son organizaciones que compitan por atención y favores de la opinión pública, sino que sus adhesiones parten de una combinación de coacción y cooptación, y sirven de canales de movilización e instrucción vertical desde el Estado hacia la sociedad (y no de comunicación en otro sentido). Si lo que hemos referido como «partidos políticos» son agrupaciones consustanciales a la democracia, los partidos «únicos» serían un fenómeno aparte. Esta es una diferencia esencial con los partidos hegemónicos en los sistemas pluralistas, puesto que si bien estas organizaciones gozan de un predominio electoral relativamente estable durante varios ciclos, están rodeadas de un sistema de competencia abierta y, por lo tanto, no se confundirán nunca del todo con instancias estatales.
Banderías y personalismo en el siglo XIX venezolano
A finales del siglo XIX podía afirmarse con bastante certeza que cualquier intento de formar un bipartidismo conservador-liberal entre los partidos históricos venezolanos había fracasado. Aunque formalmente nada lo impedía, y todas nuestras constituciones reconocían la libertad de imprenta y de asociación, la dinámica de la vida política estuvo limitada por las prevenciones aristocráticas de la élite paecista y la imposición autoritaria de las distintas iteraciones del Partido Liberal, reforzadas mutuamente, como una manera de posponer esta aspiración. Desde al menos 1840, cuando la Sociedad Liberal de Caracas se plantea una oposición al «partido ministerial» y un programa de medidas alternativo, lo hace expresando el propósito de una política propia de una república liberal: manifestación de prensa, elecciones competitivas, control parlamentario, aunque finalmente llegará al poder bajo la sombra del ataque al Congreso en 1848. La realidad efectiva del liberalismo decimonónico será la de una constante frustración de este patrón, logrando —bajo una formalidad institucional y electoral continua pero no genuinamente abierta— el dominio alternativo entre una u otra hegemonía política. Entre treguas y fusiones, las victorias políticas ocurrían en el campo de batalla, y la resultante dinámica era una de exclusión al pluralismo y de inestabilidad.
No podemos decir que los autodenominados partidos del siglo XIX, que no tenían los rasgos propios de las organizaciones modernas, eran doctrinariamente pobres. El pensamiento político decimonónico podía haber sostenido tal desarrollo; había expresión real de desacuerdos ideológicos en torno a la forma del Estado, el rol de la Iglesia, las rutas para la prosperidad económica, la expansión de las libertades políticas, el papel de los ciudadanos armados, etc. Pero el factor dinamizador más acusado era la animadversión personal, en ocasiones iniciada por estos principios, pero también por las lealtades furiosas derivadas de la experiencia bélica, y la convicción cada vez más débil de la posibilidad de pluralismo. Tómese en cuenta, además, que con escasos sistemas de comunicación y sin una representación parlamentaria efectiva de la sociedad, y con un sufragio coaccionado crecientemente distante de las experiencias expansivas de otros países, la fortaleza de las organizaciones políticas nacionales era secundaria a la lealtad caudillista y a la capacidad efectiva de gamonales y jefes civiles locales en la búsqueda y control de menos votos que soldadesca. La desconexión entre los límites políticos de la recurrencia electoral, y la imposibilidad de emergencia de una oposición organizada en esos términos, estimulaba canales insurreccionales (9).
Era más probable entonces que la carrera política de concejales, representantes, diputados y ministros se iniciara y avanzara en las refriegas violentas de la guerra civil. No resultaba extraño ver remitidos de prensa durante las brevísimas campañas electorales —incluso hasta la década de 1940— de ancianos representantes al Congreso anunciando sus candidaturas con el aval de ser veteranos de alguna batalla remota. Era la nuestra una república liberal incoada en la que coexistían estas formalidades con la práctica política violenta, y el dominio autocrático, donde no existía la posibilidad de alternabilidad efectiva (10). En 1887, el intelectual tachirense Luis López Méndez reclamaba melancólicamente desde Europa que no había una verdadera democracia porque no existían partidos:
Es general la convicción, aunque no se le exprese con franqueza, de que se ha adoptado una mala política, que conduce al cesarismo, al dejar indefinidamente los destinos del país en manos de un partido que, libre de toda censura, sin el respeto que inspira una oposición franca y viril, sin contrapeso alguno por parte de la opinión, ha de ir divorciándose cada día más de aquellos grandes ideales de libertad que en un principio constituyeron su fuerza expansiva… Es un partido enfermo aquel que, en medio de la paz y al frente de un pueblo dócil al freno de la autoridad, quiere, para conducirlo, hacer vibrar a cada paso una amenaza, antes que el acento solemne de la ley. Y es que un partido político es una masa de opinión pública condensada, que no puede conservarse en equilibrio, si a su rededor no gritan otras masas, determinando sobre él fuerzas de atracción y repulsión… La sociedad, si acepta los beneficios que puede hacerle un partido y los agradece, no puede estimarlos mucho cuando sabe que se le otorgan al precio de su silencio (…). Si la discusión no existe, si las mil voces de la opinión están mudas, no puede decirse que haya instituciones democráticas, ni que la sociedad sea dueña de sus destinos. En tal estado de cosas, un partido noblemente inspirado podrá hacer el bien; pero será un bien impuesto, un bien a palos que, por consiguiente, se convertirá en un mal (…). Democracia es gobierno de discusión (11).
Pero ni la esperanza por la democracia ni la aspiración de pluralismo eran unánimes, y la identificación de los partidos Liberal Amarillo y Nacional que en el fondo constituían sus agrupaciones locales y personalistas, producía un anhelo de orden urgente ante las «ambiciones permanentes». Un joven liberal, Laureano Vallenilla, clamaba al romper el siglo:
Una sociedad política cuando llega al extremo que sus hombres sólo ejercitan los medios de la violencia, reconoce su incapacidad para gobernarse por la sola virtud de las leyes, y no encontrará reposo sino al abrigo del despotismo y no respetará otros gobiernos que aquellos que la hieran, y no tendrá más derechos que aquellos que les conceda la voluntad del sable que la domine (12).
La hegemonía andina 1898-1936
La última década del siglo XIX cerró al cese aparente del caos y la división dentro del Partido Liberal Amarillo con la victoria de la facción castrista y sus aliados centrales tras la Revolución Liberal Restauradora (entendida esta «restauración» como un mal encubrimiento de la reapertura a elementos cercanos al guzmancismo y anduecismo, y la remoción de los crespistas). Un pequeño contingente invasor armado desde los Andes no solo llega por victorias militares sino por la relativa indiferencia de caudillos regionales a la suerte del último presidente propiamente electo en 1897, Ignacio Andrade, dada la imposibilidad de su defensa por el fallecido general Crespo. A su modo, esta era la culminación de 10 años de guerras entre facciones liberales y la demostración más clara de la inoperatividad política de las formalidades electorales, «legalistas», del Liberalismo Amarillo.
a) Viejos partidos, nuevos césares
Los «nuevos hombres» de la entrada andina a la política nacional eran, esencialmente, figuras que emergieron de una rebelión armada, manteniendo los limitados cuadros civiles del Estado como sus adláteres. Rápidamente, las distintas agrupaciones regionales coaligadas en el Partido Liberal se postran a los pies de Castro. Las viejas banderas y diferencias ideológicas, si importaban antes, no tienen sentido ante la fusión que exige el régimen andino, mientras Castro como eventualmente Juan Vicente Gómez invocan una «unidad nacional» contra la idea misma de los «partidos»:
Y no se diga que los partidos políticos son necesarios en la vida de las naciones, cualquiera que sea el grado de cultura que éstas hayan alcanzado. No. Ese es un argumento inspirado por la mala fe; ese es un sarcasmo de los satánicos insufladores de la discordia. (…) Cuando ya la lucha ha terminado por el triunfo definitivo del derecho, cuando las sombras del error político han sido disipadas, cuando la libertad ha extendido sus hermosas alas en el cielo de un país, no hay ni puede haber más de un partido: el de la unidad nacional (13).
Castro concentra poder sobre el Partido Liberal puesto que maximiza la tendencia autocrática y personalista en torno a un posible control parlamentario, así como sobre la prensa y cualquier manifestación institucional de disenso. Aunado a esto, la extraordinaria derrota militar de la gran coalición caudillista de la Revolución Libertadora es el fin de la única fuente de poder real de las facciones liberales. Los políticos liberales, ya doctores ya caudillos, quedaron condenados a su extinción natural, a un largo exilio, o a su acoplamiento individual a las circunstancias.
Pese a una efímera esperanza de los liberales en la toma del poder por parte de Gómez, la proscripción de la vida política partidista se profundiza. El general tachirense rechaza el apoyo de los partidos, desprecia a sus agentes como facinerosos y va generando una nueva casta de funcionarios entre los cabecillas militares andinos y los «doctores» que le apuntalan en la prensa, el gabinete y la formalidad parlamentaria. Estos civiles, acompasados con la fuerza creciente de un Estado concentrado, articularían más elocuentemente la negación a la posibilidad de partidos desde la ideología positivista: ya por nuestro relativo atraso civilizatorio, ya por la necesidad de adecuarse al dominio de un jefe ordenador. Para estos, si acaso valía la pena recordar aquello que se llamó en Venezuela como partidos había sido una experiencia aleccionadora por sus carencias y pobreza doctrinaria:
Nuestros partidos históricos, que nacieron con la Guerra Civil de la Independencia (…) [titulados] godos y liberales, no profesaron doctrinas políticas definidas sino cuando los unos sostenían las banderas del Rey de España y los otros luchaban por obtener la Independencia (…). Estudiar con otro criterio aquellos movimientos, atribuirlos exclusivamente a influencias de principios, es desconocer las causas fundamentales de nuestra evolución histórica y permanecer en la errónea creencia de que en Venezuela hayan existido partidos doctrinales, con opuestas tendencias, y que nuestras luchas intestinas fueron ocasionadas por cuestiones constitucionales (14).
Si la alternativa partidista al poder era, bajo esta perspectiva, no la manifestación doctrinaria —imposible de que surgiera en una sociedad más bien primitiva—, sino la expresión encubridora de ambiciones personales, quedaba justificada la presencia omnímoda del jefe. Así no pueden tener cabida partidos en esta dinámica. La lógica de los viejos liberales y nacionalistas, sometidos una y otra vez por un gobierno que acometía la modernización del Estado como un efecto accidental de la reproducción de su dominio, era recurrir desesperada y recurrentemente a planes de invasiones y alzamientos por parte de los «caudillos desterrados» (15). En lo interno, toda oposición política formal se encontraba proscrita.
b) Partidos revolucionarios del exilio
A lo largo de las décadas gomecistas, muchos literatos y políticos de orientación liberal (como Rufino Blanco Fombona y José Rafael Pocaterra) y militares o caudillos (como Emilio Arévalo Cedeño, Román Delgado Chalbaud y Rafael Simón Urbina) en el exilio, generaron un sinnúmero de agrupaciones pobres de recursos y organización —como la Nueva Venezuela, Venezuela Libre, la Sociedad Patriótica Venezolana, la Unión Revolucionaria Venezolana y la Unión Cívica—, sin convicción o posibilidad de participar en política electoral en Venezuela. Carentes de aliados significativos, y separados de las nuevas generaciones que emergen a la luz del proceso de modernización, serán organizaciones efímeras, aventureras, impotentes, desacreditadas y llenas de recriminaciones mutuas, aun con sus figuras de gran distinción personal y coraje físico. Tómese en cuenta que el gobierno gomecista desplegó también una red de informantes, agentes y detectives que espiaba, penetraba y saboteaba el germen más mínimo de estos grupos en el Caribe, Norteamérica y Europa.
Episodios entre cómicos y trágicos caracterizaron este período. Jóvenes universitarios tocados por el marxismo-leninismo e influidos por la Revolución rusa —Salvador de la Plaza, los hermanos Gustavo y Eduardo Machado, Ricardo Martínez, entre otros—, formaron en México el Partido Revolucionario Venezolano (PRV) en 1926, y aliados con aventureros asaltarán Curazao en 1928 para tener una base en la cual preparar una invasión al estado Falcón que fracasaría. Otro intento similar sería el del Partido de Liberación Nacional, cuya Junta Suprema radicada en París y formada por viejos caudillos liberales, protagonizaría la ferozmente reprimida expedición del Falke, en 1929.
Solapada con estos eventos ocurrió la rebelión del carnaval juvenil liderada por la Federación de Estudiantes de Venezuela (FEV) en 1928, generada en la Universidad de Caracas. De carácter apartidista, ideológicamente difusa y de marcado romanticismo, su simple demanda de libertad será reprimida con cárcel y exilio, estimulando la participación de algunos de sus cuadros destacados (Rómulo Betancourt, Raúl Leoni, Jóvito Villalba y Miguel Otero Silva, entre muchos nombres que ocuparán posiciones de gran relevancia en las décadas por venir) en estas trágicas aventuras. Su frustración casi inmediata llevará a una de las reflexiones políticas más influyentes en el devenir de los partidos: en 1931, en el exilio colombiano, comunistas, socialistas y compañeros de ruta de la FEV y el PRV crean la Alianza Revolucionaria de Izquierda, cuyo «Plan de Barranquilla» y «Programa Mínimo» replantearán, sin las consignas antiguas, una nueva visión del país a partir de un diagnóstico materialista-histórico: Venezuela estaba dominada por clases sociales aliadas con el imperialismo extranjero y, por lo tanto, no se debía simplemente promover la democracia entre sus élites, sino desde sus clases populares urbanas y rurales, y además, no exclusivamente desde la clase obrera (16).
Esto tendrá un efecto importantísimo en la gestación de organizaciones partidistas modernas, así como en el reclamo de más libertades individuales y en la presión eventual para el sufragio universal. La primera versión de esta revolución propondría la ruptura con formas de promoción de aventuras militares y algún personalismo caudillista, con la expectativa de un alzamiento de masas y una radicalización general que no ocurrirían si no estaban acicateados por una organización política, en la cual los firmantes se comprometían a ingresar como «militantes activos» para organizarse «dentro del país». Quedaba planteada, en la concepción de Betancourt, la necesidad de un partido de masas en Venezuela, y no una cofradía de diletantes: «Lo que sí no podemos nosotros pensar en ser es “intelectuales sin partido”. Ni de vaina, hermanitos. Esa misma posición es demasiado asexuada para hombres como nosotros ya fatalmente, biológicamente, impulsados al campo de la política de masa» (17).
La primera apertura democrática, 1936-1948
En la Venezuela gomecista, donde las más mínimas libertades no tenían validez alguna, la posibilidad de iniciar y organizar partidos se encontraba vedada. Las distintas oposiciones al jefe único no logran el cambio, y Gómez muere en su lecho en 1935. Pero será desde el propio poder político, ahora en manos de su último ministro de Guerra y Marina, el veterano de la Revolución Liberal Restauradora, general Eleazar López Contreras, de donde surgirá la apertura política. Tímida, si se le juzga a la luz de sus contemporáneos más radicales, pero audaz en contraste con el primer tercio del siglo. El año de 1936 será el de una extraordinaria eclosión de actividad pública y movilización popular, en medio de un retorno primero aluvional de libertades públicas, y de modo paulatino con el surgimiento de numerosas organizaciones sociales y políticas. Pero esta eclosión emergerá en un país contradictorio, que era a la vez profundamente atrasado, con una juventud impaciente de instalar nuevas instituciones y doctrinas, y que ya atestiguaba zonas de desarrollo capitalista fuera del letargo agrícola. Es por ello que los partidos de la apertura democrática no tienen un sentido ideológico único sino que reflejan una novedosa apertura.
a) Viejos partidos y partidos de gobierno
Desde cuadros de la élite civil tradicional, letrados, nuevos profesionales y empresarios que rechazaban a la vez el mantenimiento de las formas políticas del gomecismo y las que percibían como amenaza de agitación social con nuevas ideas, apareció la Unión Nacional Republicana, liderada por Enrique Tejera, de breve duración. Viejos caudillos liberales y conservadores intentarán revivir al Partido Liberal y al Par-Nac, defendiendo su carácter especial como víctimas del fenecido tirano, y denunciando también la época de extremos.
De las contradicciones de la transición surgirá el Movimiento Organización Venezolana (ORVE), que muestra la ambivalencia de este período de renovadas libertades: esta organización será fundada en los primeros meses de 1936 por funcionarios públicos del nuevo Estado, el superministro Alberto Adriani, cuyo programa de modernización nacional tecnocrático será escéptico en lo relativo a la política de partidos y a las ideologías, y jóvenes socialistas y librepensadores como Rómulo Betancourt y Mariano Picón-Salas. Adriani, escindido entre ser líder no oficial del gabinete, y líder político de masas, decantará en lo primero su fugaz acción política, dejando al joven Betancourt la organización del movimiento que pivotará ese impulso hacia las izquierdas.
Más tarde, el propio gobierno lopecista intentará crear una organización propia y distinta frente al control electoral local de los viejos personeros gomecistas, en la Asociación Cívica Bolivariana, basada en su «Programa de Febrero» (inspirado en la obra de Adriani, como una agenda profunda de modernización y de concesiones socioeconómicas desde el Estado hacia la sociedad —como legislación laboral, seguridad social, fomento de los gremios y sindicatos, higiene pública, alfabetización, expansión de la oferta educativa pública, fomento de la agricultura y cría con bases racionales y económicas, poblamiento y colonización de zonas inhóspitas, etc.—, aunque sin ampliación inmediata de los derechos políticos más allá del «régimen de legalidad»).
Las ACB contratan expertos electorales extranjeros —famoso entre ellos por sus maniobras fue el abogado asesor colombiano José F. Franco Quijano— y promueven la adhesión entre la nueva clase de empleados públicos como militantes. Varios de estos partidos de las «derechas» estarán coaligados en la Liga de Defensa Nacional de carácter antimarxista, promotora del inciso sexto del artículo 32 de la Constitución de 1936 (18) que prohibía in extenso las actividades de las izquierdas, independientemente de su lealtad concreta al régimen emergente o su adhesión a los valores democráticos apenas inicialmente desplegados. Pese a este intento, López no logrará controlar la sucesión presidencial de 1940, y su postulado predilecto, el doctor Diógenes Escalante, no aparecerá en liza, terminando electo el general Isaías Medina Angarita, al superar al candidato de las izquierdas, el doctor Rómulo Gallegos.
Durante el mandato presidencial de Medina, y como un esfuerzo adicional por desprenderse de las políticas de su antecesor, emergerá del Ejecutivo un nuevo intento de gestionar desde el gobierno la política electoral. Su primera iteración, fundada en 1943, tendría el nombre infeliz, pero franco, de Partidarios de las Políticas del Gobierno (PPG), que se rebautiza como Partido Democrático Venezolano a finales del mismo año. Integrado por funcionarios públicos (siendo su más destacada figura organizativa Arturo Uslar Pietri), así como por profesionales y empresarios laicos y no socialistas (como Antonio Arráiz, Isaac Pardo, Rafael Vegas, entre otros), buscaba también el apoyo de las masas con una alianza circunstancial con la forma semilegal del comunismo nacional, la Unión Popular Venezolana, antes de la legalización de este último movimiento en 1945.
Cabe destacar que estos intentos de organización se verán favorecidos por las condiciones limitadas del sufragio y las restricciones a la competencia electoral de la década posgomecista. Sin embargo, ideológicamente —más allá de una visión aperturista y garantista en contraste significativo con la vieja tiranía, y con elementos modestamente nacionalistas y modernizadores que contrastaban con su marcado elitismo—, no hicieron aportes novedosos a la tradición política ni se proyectaron con éxito como fuerzas sociales significativas tras el ocaso de los gobiernos que los sustentaron con propaganda y recursos materiales. Fueron una amalgama incómoda entre el viejo liberalismo y el aún imperante positivismo.
b) Partidos doctrinarios y la entrada de las masas
Habiendo hablado ya de los partidos oficialistas posgomecistas, reacios a una definición ideológica muy acabada, veremos a continuación la aparición de los embriones de las grandes doctrinas que influirán en la Venezuela moderna durante las décadas en ciernes.
Las «izquierdas», vistas oficialmente con profunda suspicacia bajo el gobierno del general López, desarrollan sus rasgos definitorios en esta etapa. Las contradicciones entre los comunistas marxistas-leninistas del PRV, y sus aliados socialistas de ARDI —manifestadas en las discusiones sobre los alcances y límites del «Plan de Barranquilla»— van a adquirir nueva relevancia en esta etapa. Por una parte, vuelve a entrar en vigencia la FEV, con cuadros universitarios emergentes, pero también con la reincorporación de estudiantes liberados tras largas prisiones (como Jóvito Villalba) o retornados del exilio (como Betancourt). Ante la situación de mayores libertades se plantea la necesidad de sustituir «el cuartelazo y la asonada… el empuje romántico» por la tarea organizativa antes vedada.
Irrumpen numerosos grupos proletarios y pequeñoburgueses a la luz de la modernización y urbanización incipiente, como el Partido Republicano Progresista, el Bloque Nacional Democrático, el espacio izquierdista de la FEV, los sectores prosufragio de la ORVE, entre otros menores, que se fusionarán en el Partido Democrático Nacional (PDN), el cual aún incluye a marxistas revolucionarios con socialistas democráticos como Betancourt, Villalba, Leoni, Gonzalo Barrios y Luis Beltrán Prieto Figueroa. El debate entre ser una vanguardia revolucionaria proletaria y la visión más amplia de un partido policlasista de todo sector no oligárquico (burguesía nacionalista, profesionales libres, clases medias, funcionarios públicos, empleados, obreros, campesinos, estudiantes…) consumirá buena parte de su existencia inicial. Aunque los comunistas en 1938 se separarán (la legalización del Partido Comunista Venezolano —PCV— ocurrirá en 1945), este vínculo original bastará para que el gobierno evitara legalizarle y promoviera la expulsión de todos sus dirigentes del territorio nacional.
El PDN vivirá entre la clandestinidad y el exilio durante esta etapa hasta que, bajo las libertades medinistas, logre ser legalizado en 1941 como un partido socialista reformista, policlasista y no anticapitalista, con el nombre de Acción Democrática (AD). Cabe destacar que, al usar la palabra «reformista», no estamos señalando timidez alguna por parte de AD frente al PCV, sino la separación de ambos por sus tácticas preferentes (el gradual avance organizacional y electoral en uno; la acción revolucionaria de una vanguardia en otro), y sus objetivos últimos (la promoción paulatina de la igualdad y la democracia desde la sociedad capitalista en uno; la sustitución súbita del modo de producción dominante, en el otro). Pero, en contraste con la sociedad venezolana de 1941, el programa de AD era abundantemente revolucionario (19).
Un desarrollo notorio de este tiempo lo marca el surgimiento de una escisión de la FEV por parte de un grupo de estudiantes que, separado generacionalmente de sus fundadores, emergerá de la renovación de los centros educativos católicos durante las primeras décadas del siglo. Desde los colegios San Ignacio de Loyola, La Salle y la Congregación Salesiana apareció un grupo de jóvenes que, tocado al mismo tiempo por la política venezolana católica europea y las ideas de Acción Católica derivadas de la Doctrina Social de la Iglesia, fundará la Unión Nacional Estudiantil (UNE). Entre sus primeros dirigentes estarán Rafael Caldera, Pedro José Lara Peña y Lorenzo Fernández.
En un país de élites tradicionalmente laicas o materialistas durante su historia republicana, una agrupación que no fuera liberal, positivista ni socialista era una rareza. Enfrentado a sus compañeros estudiantes por lo que consideraba era una actitud hostil ante la religión católica y sus aportes a la educación, así como a la más amplia amenaza del clasismo marxista en la juventud (al que veían como una consecuencia del elitismo liberal y caudillista imperante), no será propiamente un grupo político conservador. Aunque apoyado por el lopecismo, solidario con su acción de gobierno y aliado inicialmente con pequeños partidos nacionalistas en los Andes, tratará de forjarse rápidamente como una organización política distinta, haciendo énfasis en la cuestión social, los derechos laborales de la nueva clase obrera y la defensa de la autonomía educativa, mientras condenaba la continuidad gomecista y la timidez elitista en la opinión y el Congreso.
La mutua animadversión inicial entre la FEV —y sus aliados desde las izquierdas— y la UNE se acrecentará por la influencia derivada de las luchas políticas de la Guerra Civil Española sobre el sector juvenil y evitará una confluencia de sus sectores democráticos y pluralistas no obstante breves momentos de cooperación constructiva. Durante su primera década de actividad desde la UNE aparecerá un conjunto de organizaciones electorales —Acción Electoral, Movimiento de Acción Nacionalista, Acción Nacional— con modesto éxito y un espacio político aún reducido (20).
La política de masas está aún limitada por los factores que causarían el fin de la etapa posgomecista. Pero para estos grupos se hará palmaria la importancia de los partidos como espacios de promoción programática y formación de cuadros. Para las agrupaciones de izquierda, especialmente el PDN, se tratará de la organización clandestina, la disciplina interna y la ruptura con el elemento comunista. Para la nueva derecha católica, desde la UNE y los grupos electorales que de ella emergieron, la organización nacional tendrá un propósito de prédica doctrinaria y de diferenciación frente a los clubes políticos tradicionales. Entrambos se dará un impulso por estimular y forjar nuevos cuadros de militantes y dirigentes. Este es el momento germinal de los que serán los partidos más importantes del siglo XX, y formará parte de sus ventajas en las siguientes décadas, pero también de su impronta ideológica: ya desde los diversos enfoques respectivos del socialismo democrático o la democracia cristiana, la época formativa de estos líderes estará signada por un severo descrédito de la economía de laissez faire, así como por un entusiasmo hacia el rol del Estado como promotor del progreso, incluso dentro de un sistema capitalista: el New Deal norteamericano, la doctrina económica keynesiana y los estados de bienestar de la posguerra europea confluirán en fortalecer aquella impresión que sus respectivas ideologías indicaba. Por otra parte, se trataba aún de políticos bisoños, con poco roce mutuo, rigideces ideológicas y limitado pragmatismo. ¿Podía ser de otro modo en una política aún limitada?
c) La explosión del octubrismo
La apertura a la política de masas ocurrirá desde las acciones revolucionarias provocadas por el golpe de Estado del 18 de octubre de 1945, cuando AD resuelve el nudo gordiano de la crisis de sucesión medinista por medio de una alianza, históricamente controversial, con la joven oficialidad media del Ejército Nacional, y desde la Junta Revolucionaria de Gobierno. La voluntad de poder de este partido se manifestó en una ruta distinta a la de sus propósitos programáticos gradualistas; pero lo cierto es que, en nombre de la revolución, no había descartado medios revolucionarios a través de los cuales se permitiría imponer un estatuto electoral radicalmente novedoso: la convocatoria a una Asamblea Constituyente elegida por el sufragio universal, directo y secreto, y la inhibición de participación como candidatos, en este proceso y los subsiguientes, de los miembros de la Junta. El electorado se decuplica de la noche a la mañana, despertando las ilusiones de grupos tradicionalmente excluidos y las prevenciones de los sectores tradicionales. Pero, en general, las reglas adoptadas son recibidas con entusiasmo por todos los nuevos grupos políticos, salvo por aquellos circunstancialmente desplazados.
Este proceso decanta en cuatro organizaciones nacionales que llegaron a posiciones de poder e influencia sin la maduración de una prolongada transición y sin la práctica efectiva de un pluralismo competitivo. AD, con un programa de amplias reformas sociales redistributivas y con una mayoría aplastante en la Asamblea Constituyente, no es un partido tímido. Sin referirnos a sus realizaciones podemos señalar, en cambio, el estilo con que asume su liderazgo en el país: legitimado por las mayorías, se concibe a sí mismo no como la vanguardia de un proceso que lo supera, sino como la manifestación organizacional de la voluntad general. Era el partido del pueblo, y con esa convicción no era difícil pasar de la claridad mayoritaria al temor de una pretensión de unanimidad.
La sensación de ventajismo será una de las advertencias que una de las nuevas agrupaciones, el Comité de Organización Política Electoral Independiente (Copei), traerá a colación en el momento de su aparición en enero de 1946. Este partido, que ocupará el espacio abierto por la incapacidad de adaptación de las derechas tradicionales a la política moderna, es la continuidad del sector mayoritario y prodemocrático de los jóvenes católicos de la UNE y Acción Nacional, en los cuales Caldera había colaborado inicialmente como procurador del nuevo gobierno. Este partido socialcristiano declarará entre sus fundamentos doctrinales, a la par que la defensa de su plataforma de reformismo y de la autonomía educativa una década atrás, que el elemento del pluralismo ideológico —en una concepción que mostrará su influencia eventual— sería necesario para complementar y fortalecer la participación popular en la democracia representativa:
[L]a democracia no existe cuando un solo partido se arroga el derecho de pensar por todos y controla irrefrenadamente las riendas del poder; que la libertad electoral no consiste en palabras hermosas (…) sino que sólo puede lograrse cuando todos los ciudadanos, sin restricciones ni diferencias odiosas, participan ampliamente en un proceso donde cada parcialidad haya tenido garantías para hacer oír su voz solicitando sin cortapisas la determinación del electorado por sus consignas (…). De acuerdo con esta concepción democrática, COPEI ha fustigado las inconsecuencias de un grupo político que al llegar al poder olvidó con increíble trivialidad y ligereza lo que prometiera desde la oposición (21).
Una posición similar, pero más radicalizada dada su conformación, exhibirá el partido Unión Republicana Democrática (URD), fundado en diciembre de 1945 por personas del «ala luminosa del PDV», como Isaac Pardo y Andrés Germán Otero, que adquirirá su fisonomía posterior con la incorporación de Jóvito Villalba, quien se había separado del PDN tras su exilio para servir como senador independiente electo en las planchas medinistas. El maestro Villalba intenta dar una ideología propia a esta organización pero ni su rescate de las banderas tradicionales del liberalismo, ni las nuevas de cierto progresismo de centroizquierda, ayudarán a su definición (quizás el elemento más continuo de su programa sería su posición de defensa de la autonomía municipal, aunque su declinación llegará mucho antes de que lo haga el nuevo federalismo venezolano). Durante el trienio 1945-1948 su énfasis estará en la lucha contra el «sectarismo oficial», sin mayor tracción electoral fuera del oriente del país. Por su parte, el PCV logrará durante ese tiempo una cuarta posición electoral, rezagado en su organización de masas por su prolongada clandestinidad y su fraccionamiento entre distintas facciones como el Partido Revolucionario del Proletariado (liderado por Luis Miquilena), el Grupo NO y el Grupo Unitario (encabezado por Gustavo Machado, y más claramente vinculado a la Unión Soviética).
Los más acérrimos críticos de los dos primeros gobiernos de masas (1946-1948 y 1948) llegaron a denominarlo como «dictadura de partido»; este es un calificativo que ilustra la situación de crispación que fue arropando a la sociedad. Puede afirmarse, sin embargo, que existía un pluralismo limitado por la inexperiencia política, las abrumadoras mayorías que desestimulaban una política consensual y la percepción según la cual las organizaciones contrarias no eran adversarias legítimas, lo cual hacía prescindente la deliberación con estas, mientras acaloraban sus críticas. Así como nunca antes en la historia había habido política de masas, tampoco se había experimentado desde hacía muchas décadas tal grado de diferenciación ideológica y de desafección entre rivales a las cuales estaba desacostumbrada la sociedad.
La década militar, 1948-1958
Con una nueva participación política de las Fuerzas Armadas, proclamada ante el país como la solución a los problemas derivados de la actuación de los partidos, la primera manifestación de los oficiales conjurados contra el presidente Gallegos en noviembre de 1948 fue declarar que los gobiernos de AD habían «implantado el sectarismo político, manteniendo una agitación permanente (…) trayendo el desbarajuste total de la República» (22). Pero aunque el acusado inicial es Acción Democrática, este cargo se le arrostrará a la novel experiencia partidista ante la cual las Fuerzas Armadas se presentaban con un claro «apoliticismo», convocando a los venezolanos «alejados de todo extremismo» con «imparcialidad, honestidad y eficacia» (23). Los partidos políticos todos eran vistos como símbolo de extremismo faccioso y sectarismo perturbador, aun cuando hubieran asentido pasivamente al derrocamiento.
a) Represión y exilio
La Junta Militar Provisoria disolverá a AD como organización subversiva y la mayoría de sus dirigentes históricos partirá al exilio; un sector importante de la militancia pasará a ser detenido, o a la actividad política clandestina, incluyendo acciones de agitación violenta que acarrearán medidas de represión mortal (como el asesinato de los dirigentes Leonardo Ruiz Pineda, Alberto Carnevalli y Antonio Pinto Salinas, estando prohibidas las más mínimas acciones de proselitismo). Por su parte, el PCV mantiene su división entre los comunistas unitarios y el Partido Revolucionario del Proletariado, que será cooptado por el régimen militar hasta su autodisolución en 1952.
El resto de los partidos nacionales discurrirá en una suerte de semilegalidad bajo el principio general de la persecución política. Desde un comienzo, URD y Copei le plantean a la Junta un estatuto electoral incluyente, pero su actividad efectiva estará limitada por el control policial. Dirigentes de la Juventud Revolucionaria Copeyana, como Luis Herrera Campins, sufrirán un temprano exilio por intentar iniciar una huelga estudiantil, y también es clausurado su órgano de prensa, El Gráfico, por evadir instrucciones de la censura oficial. Ambos partidos concurrieron a las elecciones de la Constituyente en 1952 bajo condiciones de hostigamiento y sin haber podido hacer actos de masas durante varios años. URD recibiría el apoyo táctico de AD y el PCV, con lo que lograría la victoria en las urnas, escamoteada descaradamente por la Junta Militar. Como resultado el partido fue prohibido y Villalba y Mario Briceño Iragorri arrestados y expulsados del país. Copei rechazará el fraude electoral y destituirá a los cuadros que decidieron plegarse a ese veredicto; aunque no será ilegalizado, Caldera será la única figura nacional de oposición que permanecerá en Venezuela, acosado en su actividad pública y privada, separado de su trabajo docente, prohibidas sus columnas y programas de televisión y, en última instancia, arrestado y expulsado del país en 1957, al ser el potencial adversario del general Pérez Jiménez en las elecciones de ese año.
Hay que destacar que las condiciones de limitación al pluralismo de los años que van de 1948 a 1957 serán absolutamente peores a las del trienio revolucionario que le antecedió. Pese al ventajismo y las escaramuzas violentas, ese período no tendrá la represión organizada —e ideológicamente sustentada— del gobierno del Nuevo Ideal Nacional: campos de concentración, torturas, censura sistemática y exilio generalizado de dirigentes, lo cual aleccionará a todos los partidos democráticos, reorientándolos desde sus diatribas mutuas hacia la tarea de enfrentar a un adversario común. Todo ello redundando en la reconsideración de sus posiciones y en la formación, en 1957, por parte de los cuatro partidos nacionales, de la Junta Patriótica clandestina como organización de agitación revolucionaria.
b) Las masas regimentadas
Mientras la política de masas abierta estará a todo efecto vedada a la oposición, el régimen militar no podrá trancar las compuertas del sufragio universal y la participación activa de las multitudes, pero se le defraudará y distorsionará a fines de mantener el control político del grupo dominante, canceladas las actividades de su competencia. En primer lugar, con la creación de una organización proselitista para la campaña de 1952, el Frente Electoral Independiente, que expande los propósitos de las ACB de López y el PDV de Medina hacia unas elecciones multitudinarias. En segundo lugar, organizando las manifestaciones de movilización social permitidas en torno a los valores y consideraciones del gobierno por medio de los desfiles de intervención compulsiva en la Semana de la Patria, en la cual funcionarios públicos, estudiantes, gremios y hasta trabajadores de empresas privadas rendían honores al gabinete. El fraude electoral de 1952 será proyectado en la evasión de cualquier rasgo competitivo en las elecciones presidenciales de 1957 —cuya expectativa había estimulado la unidad de las fuerzas de oposición— y su sustitución por el plebiscito amañado acelerará la crisis terminal de ese sistema.
Auge y declinación de los partidos democráticos, 1959-1999
La era del auge de los partidos suele ser narrada como un hecho histórico irreversible desde la aparición de las organizaciones políticas de masas en la década de 1940. Lo cierto es que los sucesos de enero de 1958 no son protagonizados directamente por los partidos (pese a la intervención de la Junta Patriótica en la huelga general) sino por las Fuerzas Armadas, quienes —tras la presión popular— seleccionan a independientes civiles, la mayor parte de ellos medinistas, para reorganizar la vida pública. Los partidos estaban a la expectativa «on the outside, looking in», y el carismático contralmirante Wolfgang Larrazábal era como el consentido de las multitudes caraqueñas. Pero lo cierto es que el «espíritu del 23 de enero» implicaba «unidad» en dos sentidos distintos: la conciliación entre partidos previamente enfrentados, o la superación de sus pugnas por encima de estos. Condenado el régimen militar, no quedaba claro si su causa eran los excesos del partidismo, y no el celo contrario al pluralismo y la participación política de las masas.
La dinámica de los partidos durante esta nueva apertura pasará por dos etapas: el allanamiento de las tensiones de los partidos entre sí, en favor de reglas generales de convivencia, y el enfrentamiento de las tensiones de las organizaciones al interior de ellas mismas, con las expectativas de las nuevas generaciones frente a sus fundadores.
a) El convulso multipartidismo de Puntofijo
Lo que termina imponiéndose no es la revancha de un solo partido: todas las organizaciones sociales significativas habían sufrido con el régimen militar, y esto generaba a la vez orgullo para cada grupo y conciencia mutua de la legitimidad. Aunque se planteó la posibilidad de una presidencia unitaria, se mantuvo la fisonomía de cada partido, en los esfuerzos de reorganizar los cuadros y procesos internos tras el tiempo de desarticulación autoritaria. En ausencia de tal candidatura se acuerda una convivencia, basada en la conducta de debate moderado en la contienda electoral, la aceptación de sus resultados y el reconocimiento de que los votos a cada uno de estos partidos serían para la democracia en general, esto es, ninguna de las organizaciones asumiría para sí misma la materialización del sistema democrático. Aparejado a esto, se asumiría un programa de gobierno «mínimo» al que cualquier partido victorioso estaría comprometido, y que incluía las demandas esenciales de cada organización.
Esto demuestra una importante coincidencia en algunos puntos programáticos, allanando necesariamente elementos más ideológicamente diferenciados. Este sería el Pacto de Puntofijo de octubre de 1958, así llamado porque se firmó en la residencia de Rafael Caldera, con la representación de los líderes de los partidos Copei (Rafael Caldera, Lorenzo Fernández, Pedro del Corral), AD (Rómulo Betancourt, Gonzalo Barrios y Raúl Leoni) y URD (Jóvito Villalba, Ignacio Arcaya y Manuel López Rivas). Es un pacto de partidos que no están en el poder, que aún no saben con certeza cuál será su fortaleza electoral tras años de dictadura, pero que de entrada plantean la necesidad de un poder consensuado, en reconocimiento de la legitimidad mutua, necesaria por las amenazas aún constantes contra el pluralismo desde el pretorianismo y el marxismo revolucionario.
El «programa mínimo» fue firmado por todos los candidatos presidenciales: Caldera Betancourt y Larrazábal, quien era apoyado por URD y el PCV. Se iniciará en 1959 un gobierno de coalición en el Ejecutivo (con una composición mixta en el gabinete), y en las cámaras, que terminará en el período solo con el núcleo ortodoxo de AD (dada su primera división), y Copei; URD saldrá ostensiblemente del pacto por desacuerdos en torno a la política sobre la revolución cubana, intentando pivotear hacia el electorado de los partidos de izquierda, cuya situación examinaremos más adelante.
Lo cierto es que «Puntofijo» no duró cuarenta años, sino tres. Lo que a finales del siglo XX se dio por llamar «puntofijismo» con tono despectivo no era sino aquella conciliación y búsqueda de consensos celebrada en los inicios de la democracia. El modelo deriva de las ideas de pluralismo ya reclamadas durante el trienio revolucionario de 1945-1948, y se consolidará con una política de acuerdos constantes y consultas permanentes entre los partidos, pero también desde el Estado hacia la sociedad organizada en sus gremios, sindicatos, iglesias, etc., consagrado en varios acuerdos generales y, especialmente, en la Constitución de 1961; Juan Carlos Rey lo denominó «sistema populista de conciliación de élites» (24): populista, porque está basado en la apelación de los partidos políticos al electorado; de conciliación, por tratarse de una dinámica de acuerdos ad hoc. Los derechos de asociación, la libertad de expresión, aun con todas las excepciones que puedan citarse, no tuvieron en la historia tanta vigencia como en esta etapa de la historia. Aunque si bien es cierto que se trataba de un sistema representativo, la altísima legitimidad electoral de los partidos permitía afirmar que eran, en su conjunto, así como la sociedad organizada, «el pueblo», y con cuya práctica regular esa sociedad se formaría en prácticas democráticas. Así lo afirmaría Betancourt:
[E]s falaz y demagógica la tesis de que la calle es del pueblo. El pueblo en abstracto es una entelequia que usan y utilizan los demagogos de vocación para justificar su empeño desarticulador del orden social. El pueblo en abstracto no existe. En las modernas sociedades organizadas (…) el pueblo son los partidos políticos, los sindicatos, los sectores económicos organizados, los gremios profesionales y universitarios (25).
Para mostrar esta dinámica tomemos los dos períodos constitucionales siguientes: el del presidente Raúl Leoni (1964-1969) logró un acuerdo con URD y las fuerzas del uslarismo, en la que se denominó «Ancha Base» que, sin embargo, no dio piso parlamentario al gobierno, frustrando algunas de sus iniciativas más importantes. En el mandato del presidente Rafael Caldera (1969-1974), el primero en el que un partido de oposición llega al poder electoralmente en el país, Copei decide gobernar en solitario, con lo que no establece acuerdos generales sino negociaciones para cada pieza de legislación o decisión ejecutiva que lo requiriera. Se inicia, informalmente, también el llamado «acuerdo institucional» en la distribución de altas oficinas de Estado distintas al Ejecutivo, según el cual la Presidencia del Senado sería ocupada por el partido de gobierno mientras que la de diputados pasaría al primer partido de oposición (con distribuciones similares en los comités de trabajo del Congreso), así como también serían de un partido distinto al de turno el fiscal y el contralor general. Esto se proyectaría hacia la etapa bipartidista.
¿Por qué hacía falta esta política de pactos y acuerdos entre partidos? Durante el gobierno de Betancourt, por el propósito de sostener el sistema de manera leal; pero más adelante, por los resultados electorales que implicaron un sistema multipartidista, en el cual —más allá de la figuración de AD y Copei— varios partidos tenían posiciones relevantes en el Congreso y en la opinión, aunque no se consolidaran en venideros ciclos, y con un relativo costo de comprensión para las bases de los partidos. En 1963, Arturo Uslar Pietri obtiene una alta votación a la Presidencia con su asociación Independientes Pro Frente Nacional, luego el Frente Nacional Democrático (FND), que formará parte de la «Ancha Base», pero será rápidamente irrelevante. A su vez, el contralmirante Larrazábal y sectores separados de AD y URD, forman la Fuerza Democrática Popular (FDP), que correrá con la misma suerte.
Otro tanto debe decirse acerca de las divisiones de los grandes partidos. AD experimentará tres rupturas crecientemente traumáticas: la de la juventud y cuadros parlamentarios en el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), liderada por Simón Sáez Mérida, Américo Martín, Moisés Moleiro y Domingo Alberto Rangel, decepcionados ante la necesidad de moderación de la «vieja guardia» e ilusionados con la revolución cubana; la del grupo «ARS» (oficialmente denominado AD-Oposición y luego Partido Revolucionario Nacionalista, PRN), una fracción de izquierda no vinculada con la lucha armada, liderada por el parlamentario yaracuyano Raúl Ramos Giménez, y la tercera, derivada de la disputa por la candidatura presidencial de 1968, que estará a cargo de Luis Beltrán Prieto Figueroa a partir del Movimiento Electoral del Pueblo (MEP), de importante figuración electoral en sus primeros años. AD perderá buena parte de sus integrantes más izquierdistas y consolidará una actitud pragmática y de moderado reformismo, a la vez que perderá valiosos dirigentes y, al menos en 1968, la Presidencia.
URD también tendrá divisiones hacia su izquierda, con Vanguardia Popular Nacionalista (que se fusionará brevemente con el PRN), encabezada por José Vicente Rangel y Luis Miquilena, así como el Movimiento Demócrata Independiente iniciado a raíz de disputas generacionales y programáticas por Alirio Ugarte Pelayo, quien fallecería poco después trágicamente. En Copei, en cambio, no hubo divisiones importantes en este período, aunque se manifestaron tensiones entre grupos de la juventud partidista —los «Araguatos» (derecha), los «Astronautas» (izquierda) y los «Avanzados» (centro)— por razones de definición ideológica en torno a las variantes de la democracia cristiana, que llevaron a la expulsión de algunos cuadros.
¿Qué pasaba con los partidos de la izquierda revolucionaria? El PCV había tenido una posición incómoda al comienzo del sistema; los comunistas tenían un enorme prestigio por la resistencia contra la dictadura, aunque amenazante a juicio de muchos sectores necesarios para la reconstrucción democrática, pero no dejaron de ser un partido pequeño esencialmente anclado en las posiciones de la URSS. Se ha planteado que fue un error la exclusión del PCV del Pacto de Puntofijo, pero más allá de su incompatibilidad de valores con el sistema democrático representativo, lo cierto es que el partido participó en lo que estaba al alcance de su fuerza electoral y reconocimiento, incluyendo la Comisión Redactora de la Constitución.
La frustración con el electoralismo de los líderes veteranos del partido, y también la influencia de la experiencia cubana desde 1959, impusieron en sus cuadros más jóvenes la táctica de la subversión armada y el foquismo, descartando la política de masas, apoyando informalmente a diversos candidatos. El PCV y el MIR fueron ilegalizados durante el apogeo de la oposición violenta, pero en 1968 concurrirá el primero a las elecciones con la tarjeta de Unión Para Avanzar (UPA). Cuando comienza la actividad de las guerrillas, solo existían esas dos organizaciones importantes en la izquierda, pero al final de la lucha armada, por disputas tácticas, reconocimientos parciales desde el sistema político y la fragmentación de las potencias socialistas globales —o del comunismo en Occidente—, derivarán en múltiples escisiones. Las dos más influyentes serán el Movimiento al Socialismo (MAS), fundada por Teodoro Petkoff, Pompeyo Márquez, Germán Lairet, Freddy Muñoz y Argelia Laya en 1970 a raíz de las críticas del primero al autoritarismo soviético; este partido logró ser el más exitoso de la izquierda venezolana por dos décadas, con gran presencia parlamentaria y regional; y la Causa Radical (LCR), fundada ese mismo año por Alfredo Maneiro, que no se planteará la ruta parlamentaria sino la del activismo obrero y comunitario; consiguió victorias significativas en sindicatos de empresas públicas hasta su auge en los tempranos noventa. Del resto, aun con el proceso de pacificación de las guerrillas bajo el gobierno de Caldera, la izquierda estará fraccionada en un sinnúmero de pequeños partidos, no todos adaptados ni leales al sistema democrático, pero sí con una muy limitada suerte electoral, aunque algunos de sus cuadros tendrán importante figuración luego de la disolución del régimen democrático.
Este esquema multipartidista, arraigado por las reglas electorales que favorecían tal fraccionamiento —como el sistema de representación proporcional de las minorías y el cociente nacional— produjo fenómenos electorales; es decir, apariciones súbitas y espectaculares de un partido para desaparecer después del mapa electoral, al no tener más que la figura de algún candidato atractivo sin organización permanente. El FDP, el FDN y hasta cierto punto el MEP, podrían ser señalados como tales. Caso llamativo es el de la Cruzada Cívica Nacionalista, que coaligará a viejos funcionarios y partidarios del general Pérez Jiménez, y que lo postulará al Senado por el Distrito Federal en 1968, el cual sorpresivamente ganó (haciendo una limitada campaña desde su exilio), y ocupó el cuarto lugar en las elecciones. Pérez Jiménez no asumirá su curul, y sobre él pesará la inhabilitación política consagrada en la primera enmienda de la Constitución; sin embargo, el perezjimenismo no estará prohibido y competirá sin éxito en otros procesos electorales. Habrá también micropartidos, entre extremistas, folclóricos y de ocasión, favorecidos por la representación de las minorías, como el Partido Legalista de Francisco Pedroza y el Movimiento de Acción Nacional de Germán Borregales.
b) El bipartidismo, 1973-1993
Con la recuperación electoral de AD en 1973, liderada por Carlos Andrés Pérez, se abre la etapa del bipartidismo. Se suele identificar a la era histórica de la democracia de partidos con este fenómeno, dada la consistente envergadura de AD y Copei en los 40 años del sistema. Sin embargo, este no fue un hecho predeterminado ni asegurado en la dinámica multipartidista de los años sesenta, sino derivado tanto de un elemento estructural —la modernización de las campañas electorales— como de los propósitos de organización sostenidos por ambas agrupaciones. AD, dividida entre sus sectores más a la izquierda, era preferida por las masas y la burguesía nacional; Copei era el único partido preparado para competir consistentemente con AD, ostentaba suficiente apoyo popular (hasta 1983, es el único partido venezolano que crecerá en votos elección tras elección) y, además, estaba respaldado por su exitosa gestión.
La alternabilidad pacífica entre ambos se convirtió en un modelo de éxito y referencia para una región que estaba asolada por guerrillas y dictaduras en los años setenta y que apenas retornaría a la democracia en la década de los ochenta. ¿Por qué tiene lugar este éxito político? Examinemos los factores que separarían a estas organizaciones del resto del pelotón: 1) no eran partidos personalistas sino que contaban con múltiples dirigentes que eran referentes a nivel nacional, y con una dirigencia que no dependía de las veleidades del carisma; 2) no se podían considerar partidos regionales porque, aunque contaran con bastiones, competían en todo el país de manera consistente; 3) eran moderados ideológicamente, no solo por partir de ideologías proclives al centro sino por la cultura de acomodo derivada de la mutua experiencia de Puntofijo, y también por lograr minimizar sus disensos internos; 4) representaban un sector significativo de la sociedad y alcanzaban en conjunto, en promedio, cuatro quintos de la votación nacional; mantenían además presencia en numerosas organizaciones de la sociedad, y, 5) se trataba de organizaciones estables y profesionalizadas, con estructuras permanentes para la movilización electoral, la formación de cuadros y la promoción de sus programas. Esto puede ser tautológico, pero se encontraban en un círculo virtuoso que no fue accidental ni súbito: al contrario de los fenómenos electorales, pudieron superar reveses comiciales y continuar conservando relevancia mutua.
Claro está, todo esto estaba aparejado a las expectativas de la sociedad y las creencias sobre su legitimidad. Para los críticos de los partidos, las características que hemos enumerado podían ser las marcas de un sistema desigual y separado de su esencia: la presencia nacional era «asfixiante partidismo»; la ausencia de personalismo denotaba un «gris burocratismo y mediocridad»; la representatividad electoral hablaba de «ventajismo populista»; la profesionalización y organización permanente, «clientelismo»; la disciplina interna, «monolitismo»; la moderación ideológica, «burdo pragmatismo oportunista», y así un largo etcétera. Hacia los años ochenta, con la experiencia de tres ciclos electorales de bipartidismo, parecía descorrerse el velo de la latencia antipartidista histórica, tanto desde las derechas (que lo veían como un populismo distinto a una democracia liberal), como desde las izquierdas (que lo cuestionaban como una democracia falseada que escondía la dictadura del capital) (26).
El auge del bipartidismo se expresó también en desviaciones, algunas derivadas de la crisis de la eficacia gubernamental y los shocks externos, pero también de problemas propios de la dinámica dentro y entre los partidos. La preocupación de la democracia interna y las luchas por lograr la supremacía de alguna de las corrientes dentro de cada organización, llevaron a acrecentar la dependencia mutua entre los dirigentes y la maquinaria interna. Externamente, la competencia duopólica entre los partidos, y la relativa confianza en el supuesto de que la democracia estaba asegurada, aumentó la ferocidad de sus críticas mutuas, apalancada con todas las herramientas del mercadeo electoral y los mass media. La gran diferencia con la crispación política de los años cuarenta, que se basaba en la diferenciación por pureza ideológica, es que la de los años ochenta se sustentaba en acusaciones mutuas de ineficiencia y corrupción, potenciadas por la oposición a ambos, proyectada en los medios y más influyente en la opinión pública, hasta que el desprestigio particular de AD o Copei se hizo sinónimo del desprestigio del sistema.
No ayudaba a esta dinámica que las barreras no formales de entrada en la competencia electoral estaban fuera del alcance de otros partidos que carecían de estímulos para una organización más amplia. Desaparecidos los «fenómenos electorales», e integrado el MAS al sistema político (y así también a la dinámica de denuncia y sus efectos), numerosos micropartidos fuera de la extrema izquierda, a veces también vistos como «partidos de maletín» (al carecer de militancia, infraestructura y organización), solo tenían significación como partes de coaliciones dentro del Parlamento, con lo cual se hacían atractivos para individualidades que alcanzaban notoriedad y algún rédito político, como Causa Común, Movimiento de Integridad Nacional, Opinión Nacional, Nueva Generación Democrática, etc. Pese a la emergencia de numerosos candidatos «independientes» y «antisistema» entre 1973 y 1988, ninguno alcanzaría importancia electoral.
c) Decadencia y fragmentación del sistema
En las elecciones de 1983 y 1988, en las cuales AD y Copei mantuvieron su predominio, aparecieron las primeras señales significativas de alarma: en ambos casos la abstención de los electores —que había sido casi nula en la primera etapa de la democracia— sobrepasó el 10% mientras que, en las encuestas de opinión, el favoritismo de los partidos había disminuido. Se presentaba, entonces, una paradoja: se trataba de partidos que eran crecientemente impopulares, pero por quienes los electores seguían optando a la hora de votar, por lo que su impopularidad no se traducía en una inmediata pérdida de poder. El descontento, que podía deberse a las carencias relativas de eficacia económica y social del sistema por las realizaciones concretas de sus más recientes gobiernos, se afincó sobre AD y Copei como organizaciones.
Los problemas de gestión derivados del fin de la bonanza petrolera y las dificultades de alcanzar consensos en momentos de menguados recursos fiscales con mayores expectativas sociales, generaron creciente descontento. Durante el gobierno adeco de Jaime Lusinchi se forma la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado (COPRE), la cual pasó a denominar al sistema político como una sociedad asfixiada por el Estado, y al Estado como uno dominado por los partidos, los cuales privilegiarían su existencia como distribuidores de renta antes que ser intermediadores de la sociedad (27). Esta influyente concepción, descripción tecnificada del viejo celo antipartidista («los partidos sólo piensan en su propio interés…»), ha sido retada por estudios más recientes: no eran los partidos todopoderosos demarcadores de la agenda sobre el gobierno y sobre la sociedad, sino que más bien habían claudicado su función a la expansión y autonomía del Poder Ejecutivo, influido este por otros intereses fácticos que eran necesarios para financiar las millonarias campañas electorales, y que potenciaban la corrupción administrativa (28). Una manifestación deformada de esta tendencia ocurrió durante la Presidencia de Jaime Lusinchi, cuando este designó como gobernadores de estado a los secretarios generales de AD de cada entidad; no era que Acción Democrática había copado el Estado, sino que la fracción que lideraba el partido imponía, desde el Ejecutivo, su control sobre las maquinarias políticas y las burocracias estatales.
Desde la Copre y los sectores académicos se plantearon mecanismos de relegitimación: la apertura de la democracia interna, con la renovación de las elecciones de base o las primarias abiertas, por encima de las convenciones regionales y nacionales de los partidos; la instauración de la uninominalidad en las candidaturas para aumentar la responsabilidad de los representantes ante los electores, y la elección directa de gobernadores de estado y alcaldes, además de un esquema de descentralización. Se trató de esperanzas que no rindieron frutos evidentes, y hay dudas sobre si ello se debió a lo tardío de su implementación o a la excepcionalidad histórica del liderazgo partidista en la experiencia venezolana. Los candidatos derivados de procesos de apertura a una mayor actividad interna fueron derrotados electoralmente; los procesos comiciales de la descentralización, que se presume que fueron diseñados para acercar estos gobiernos a la ciudadanía, tenían una bajísima participación, y los liderazgos regionales no se avocaron a la renovación de sus propias organizaciones de origen sino a la competencia nacional por el poder en nuevos y fugaces partidos personalistas. Estas medidas aún despiertan alguna nostalgia, pero lo cierto es que los líderes de AD y Copei habían renunciado a sus palancas de control dentro de sus organizaciones, sin que eso significara realmente una transformación positiva en su percepción social, ni en la legitimidad del sistema en general.
Sin entrar en detalles acerca de las gestiones y avatares gubernamentales de 1974 y 1994, cabe destacar que durante este tiempo se produjeron hitos críticos que desfondaron progresivamente la credibilidad de la gente en sus partidos más importantes. En la convocatoria de 1993, para la cual AD y Copei habían seleccionado a sus jóvenes candidatos presidenciales en elecciones abiertas (de los militantes el primero, de la sociedad el segundo), fueron sobrepasados por organizaciones cuyos planteamientos no iban en la dirección reformista que estos proclamaban.
Con su obra popular y la experiencia de la Gobernación del estado Bolívar, Andrés Velásquez de LCR alcanzará poco más de 20% de los votos, y es hasta entonces el candidato más exitoso de las izquierdas; propone una ruptura con «la clase política», pero orientada hacia una democracia más participativa. Desde la crítica moral a las gestiones recientes y la crítica ideológica a la política de reformas de mercado entonces en boga en los dos partidos tradicionales, los adeptos del Copei de Rafael Caldera crean Convergencia Nacional (CN), que obtiene nuevamente la Presidencia en una alianza con numerosos partidos pequeños de izquierda democrática y centro, y capta buena parte de la votación socialcristiana. No emergerá, sin embargo, un nuevo bipartidismo entre estas opciones aún democráticas, sino un multipartidismo fragmentado del que ni AD ni Copei podrán recuperarse (aunque AD gana las elecciones regionales de 1995), mientras que CN, el MAS y LCR (que tendrá la división antisistema y antiglobalización del partido «Patria Para Todos», PPT) no consiguen superarlos como organizaciones estables, aunque logran entre sí una tensa colaboración. Partidos emergentes desde las regiones tampoco obtendrán liderazgo nacional alternativo. A final de los noventa, organizaciones como Integración, Renovación y Nueva Esperanza (Irene) de la alcaldesa de Chacao Irene Sáez, o la escisión conservadora promercado de Copei, liderada por la familia Salas en Carabobo, Proyecto Venezuela, exhibirán una figuración nacional fugaz. El sistema de partidos centrado en AD y Copei quedaba ya sin sustitutos democráticos a la vista.
La transformación del sistema llegaría desde una ruta insospechada hacía apenas una década antes: con una alianza de militantes de la extrema izquierda, oficiales de las logias militares rebeldes de los intentos de golpe en 1992 (MBR-200), antiguos perezjimenistas y diversos sectores críticos, aparece en 1997 el Movimiento V República que, en palabras de su fundador y líder, Hugo Chávez Frías, pretendía refundar la república:
Más que un nombre partidista, más que una fracción se trata de una nominación que revitalizará la vida política venezolana hacia una nueva república (…), estamos unidos hombres y mujeres que venimos de todas las tendencias políticas: de izquierda, del centro, de la derecha; gente progresista comprometidos con la necesidad de transformar a Venezuela en una República, en un estado nuevo, que genere una situación de igualdad, de justicia, de ejercicio real de la ley (29).
Chávez llega al poder en 1998 con la alianza denominada el «Polo Patriótico», encabezada por el MVR, el MAS (excluidos sus fundadores), el PPT, el MEP y otros partidos de izquierda, pero esencialmente sobre el empuje de su carisma personal, aunque en medio de una extraordinaria abstención. En 1999, se iniciará un proceso constituyente, ostensiblemente dedicado a la sustitución de la clase política: el congreso multipartidista elegido en noviembre de 1998 es suplantado por una Asamblea Constituyente casi exclusivamente compuesta por simpatizantes y militantes del movimiento chavista. Más allá de los rasgos de esta agrupación, y su desarrollo institucional posterior como partido-de-Estado en el Partido Socialista Unido de Venezuela, el énfasis de los constituyentes de 1999 en acabar con la «democracia puntofijista» y «representativa», eliminó no solo la consideración constitucional de los partidos políticos, sino que además sustituyó la conciliación y el reconocimiento pluralista por una «democracia participativa» de mayoría delegativa en un líder personal.
Cierre: La esencialidad partidista de la democracia representativa
La historia de los partidos en el siglo XX culmina en una casi perfecta simetría si se ve superficialmente: un caudillo carismático y audaz que proclamaba la trascendencia de su causa revolucionaria sobre las organizaciones democráticas barre un sistema declinante. Pero las diferencias dan cuenta del tránsito: lo que permanece entre los venezolanos que creen en la democracia como cultura, de nostalgia por el pasado e, incluso, como vestigios materiales de vida civilizada que nos circundan, se debe a la voluntad de los líderes de los partidos políticos modernos del siglo XX, tanto líderes de movimientos que canalizaron las demandas sociales de modernización, como promotores de que esa canalización pasara por el procedimiento del sufragio universal, y también gestores de gobierno en la realización concreta de esas demandas. De ese modo, en su momento de auge, los partidos políticos modernos del siglo XX impulsaron un proyecto histórico y lograron hacerlo avanzar, tanto cualitativa como cuantitativamente, hasta que fueron sobrepasados por una sociedad más compleja y con más demandas, pero también —y esto es testimonio paradójico de su preeminencia— poco dispuesta a participar políticamente.
Los partidos modernos se forjaron en condiciones considerablemente adversas, lo cual da cuenta de la importancia de la voluntad democratizadora de sus fundadores. No solo porque la tradición política venezolana era de camarillas oligárquicas instaladas sobre prácticas autoritarias, sino porque la economía política del petróleo suele fortalecer ese tipo de regímenes. Habríamos podido pasar de ser un país sometido y miserable, a uno también sometido, pero apenas menos miserable (salvo por una élite extravagantemente rica), sin la intervención de los fundadores de AD, Copei, URD, el PCV y las otras organizaciones democráticas del siglo. No se trata solo de la gestión administrativa, económica y social de los gobiernos de esos 40 años sino del hecho de estar fundamentados en la agregación de demandas sociales y en la formación de una cultura de reconocimiento mutuo y pluralista.
Sin embargo, esto no fue suficiente. Por una parte, los partidos no son el único sector social de élite responsable en un sistema pluralista, y poco se ha examinado aún el rol de las élites económicas, gremiales, sindicales, profesionales, religiosas y militares en los desajustes de la democracia representativa. Por otro lado, tampoco fue la democracia la panacea que evitaría que se siguieran manifestando los males de las viejas prácticas autoritarias, o la muralla que nos libraría de una regresión autoritaria. El atestiguar hoy, incluso en sistema democráticos avanzados, cómo la credibilidad de los partidos tradicionales de las democracias de Estados de Bienestar —incluyendo aquellas de sistemas pluralistas muy consolidados— pasan por la misma crisis de credibilidad, gobernabilidad y legitimidad que experimentó la democracia venezolana, es poco consuelo. Porque no han logrado aún ni la teoría ni la práctica política concebir con éxito sistemas efectivamente pluralistas y representativos que no cuenten con partidos políticos organizados, institucionalizados y estables, y que puedan a la vez mantenerse como sociedades abiertas por mucho tiempo. Sin partidos democráticos, una sociedad de masas compleja pasa rápidamente a una tiranía de la mayoría, y luego a una tiranía sin mayorías.
Nuestros grandes partidos históricos en su declinación de finales del siglo XX no fueron sustituidos eficazmente por partidos democráticos sino por uno que deseaba copar, rehacer el sistema político in toto. Las promesas de salvación de la sociedad frente a los errores de AD y Copei implicaron la erradicación del pluralismo partidista de manera general, pero también la eventual disminución del poder de las élites sociales, ahítas de reconocimiento. Sabemos ya cómo es de verdad, si la lejanía de las viejas dictaduras y la complacencia democrática nos lo había hecho olvidar, un sistema sin partidos efectivos. Existen, es cierto, organizaciones políticas opositoras autónomas del Estado, pero son muy pocas —cada vez menos— las que hacen vida de manera abierta y plenamente libre. Si la disolución de partidos, el exilio, la prisión política, el asesinato de dirigentes y el cercenamiento de los derechos de reunión, expresión y asociación son identificados con alguna época pasada, tenemos los rasgos para distinguir este comienzo de siglo.
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Notas:
(1) Guillermo Tell Aveledo Coll es doctor en Ciencias Políticas. Profesor en la Universidad Metropolitana y en la Universidad Central de Venezuela.
(2) Manuel GARCÍA-PELAYO, El Estado de partidos, Alianza Editorial, Madrid, 1986: 75-77.
(3) Edmund BURKE, «Thoughts on the Cause of the Present Discontents», Pre-revolutionary writings. Cambridge, Cambridge University Press, 2003: 187-188. Para una discusión sobre la emergencia, organización y necesidad de los partidos en Occidente, ver Susan SCARROW, Perspective on Political Parties: Classic Readings, Nueva York, Plagrave MacMillan, 2002.
(4) Ibidem.
(5) Ibidem.
(6) Giovanni SARTORI, Partidos y sistemas de partidos, Madrid, Alianza Editorial, 1980: 35.
(7) Alfredo RAMOS JIMÉNEZ, Los partidos políticos latinoamericanos, Mérida, CIPC, CDCH-ULA, 2001: 91.
(8) Maurice DUVERGER, Los partidos políticos, México, Fondo de Cultura Económica, 1957: 15.
(9) Alberto NAVAS BLANCO, El comportamiento electoral a fines del siglo XX venezolano, Caracas, FEH-UCV, 1998: 114-116.
(10) Graciela SORIANO DE GARCÍA-PELAYO, «La noción de oposición como expresión histórica de la disconformidad política», Politeia, N° 21, IEP-UCV, 1988: 165-190.
(11) Luis LÓPEZ MÉNDEZ, Carta de febrero de 1887, en «Mosaico de Política y Literatura» (Bruselas, 1891). En: Congreso de la República, Pensamiento político venezolano del siglo XIX. Textos para su Estudio, N° 14 (La Doctrina Positivista, Tomo II), Caracas, Ediciones Conmemorativas del Bicentenario del Natalicio del Libertador Simón Bolívar, 1983: 383-390.
(12) Laureano VALLENILLA LANZ, «Por la paz pública», El Monitor Liberal, Caracas, 25 de septiembre de 1899, citado por Elena PLAZA, La tragedia de una amarga convicción: historia y política en el pensamiento de Laureano Vallenilla Lanz, 1870-1936, Caracas, Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas, Universidad Central de Venezuela, 1996: 43.
(13) Discurso de Cipriano Castro ante la convención del Partido Liberal, 1900. En: Manuel Vicente MAGALLANES, Los partidos políticos en la evolución histórica venezolana, Caracas, Ediciones Centauro, 1983: 196.
(14) Laureano VALLENILLA LANZ, Cesarismo democrático y otros textos, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1991: 133, 140.
(15) Manuel Vicente MAGALLANES, Los partidos políticos…, op. cit., 249.
(16) «Si contra estos sectores, nativos e injertados en nuestra sociedad insurgimos (…) es interpretando lealmente las apetencias populares, las necesidades y anhelos de la multitud. Con ellas estamos. Con las clases explotadas, con el camisa-de-mochila, con el pata-en-el-suelo, con las peonadas de los hatos, con los siervos de los latifundios cafetaleros, con los obreros de las petroleras, con los dependientes de las pulperías, con los medianeros de los ingenios, con el pequeño comerciante arruinado por la competencia capitalista, con el pequeño propietario absorbido por la gran propiedad, con el maestro de escuela y demás intelectuales proletarizados que a precios miserables venden su ciencia o sus cuartillas, con los soldados reclutados en leva forzosa, con el empleado público subalterno, con toda clase, en síntesis, integrada por nuestros hombres de músculo o de pensamiento que por salarios de hambre entregan su fuerza de trabajo al gobierno o a los patrones particulares, nacionales o extranjeros». Rómulo BETANCOURT, «Con quién estamos y contra quién estamos», en Venezuela Futura, N° 3, Nueva York, Mayo de 1932.
(17) Carta de Rómulo Betancourt a Raúl Leoni y Valmore Rodríguez, compañeros de ARDI, 3 de mayo de 1932. En: Rómulo BETANCOURT, Archivo de Rómulo Betancourt, Tomo IV (1932, 1929-1930 adenda). Caracas, Fundación Rómulo Betancourt, 1994: 160.
(18) Constitución de los Estados Unidos de Venezuela, 20 de julio de 1936, artículo 32: «La Nación garantiza a los venezolanos: (…) 6° La libertad del pensamiento, manifestado de palabra, por escrito o por medio de la imprenta, u otros medios de publicidad, pero quedan sujetas a pena, conforme lo determine la ley, las expresiones que constituyan injuria, calumnia, difamación, ultraje o instigación a delinquir. No es permitido el anonimato, ni se permite ninguna propaganda de guerra ni encaminada a subvertir el orden político o social.
Se consideran contrarias a la independencia, a la forma política y a la paz social de la Nación, las doctrinas comunista y anarquista, y los que las proclamen, propaguen o practiquen serán considerados como traidores a la Patria y castigados conforme a las leyes.
Podrá en todo tiempo el Ejecutivo Federal, hállense o no suspendidas las garantías constitucionales, impedir la entrada al territorio de la República o expulsarlos de él, por el plazo de seis meses a un año si se tratare de nacionales o por tiempo indefinido si se tratare de extranjeros, a los individuos afiliados a cualquiera de las doctrinas antedichas, cuando considerare que su entrada al territorio de la República o su permanencia en él pueda ser peligrosa o perjudicial para el orden público o la tranquilidad social».
(19) Arturo SOSA ABASCAL, Rómulo Betancourt y el partido del pueblo (1937-1941), Caracas, Universidad Católica Andrés Bello, 2001.
(20) Guillermo LUQUE, De la Acción Católica al partido Copei, 1933-1946: el proceso de formación de la democracia cristiana en Venezuela, Caracas, Fondo Editorial de Humanidades y Educación, Universidad Central de Venezuela, 1986.
(21) «Esencia y finalidades de Copei», Septiembre de 1946. En: Paciano PADRÓN, Copei: documentos fundamentales, 1946, Caracas, Ediciones Centauro, 1981: 113-114.
(22) «Exposición de las Fuerzas Armadas a la Nación», noviembre de 1948. En: Congreso de la República, Pensamiento político venezolano del siglo XX. Textos para su estudio, N° 99, Gobierno y época de las Juntas Provisorias (1948-1952): el pensamiento oficial (actas, decretos, y resoluciones fundamentales), Caracas, Ediciones Conmemorativas del Bicentenario del Natalicio del Libertador Simón Bolívar, 1994: 383-390.
(23) «Otro Comunicado Militar», noviembre de 1948. En: José Agustín CATALÁ, El golpe militar de 1948 contra el presidente Gallegos: artífices y cómplices civiles. Síntesis histórica de la asonada que produjo 10 años de dictadura, Caracas, El Centauro, 2008: 24-25.
(24) Juan Carlos REY, «El sistema de partidos venezolano», Politeia, N° 1, Caracas, IEP-UCV, 1973: 175-230.
(25) Discurso del presidente Rómulo Betancourt ante el Congreso Nacional, 29 de abril de 1960, citado en Diego Bautista URBANEJA, Pueblo y petróleo en la política venezolana del siglo XX, Caracas, Ediciones Cepet, 1992: 221.
(26) Guillermo Tell AVELEDO, «Profetas del desastre: las críticas ideológicas al sistema democrático venezolano en la década de los setenta y ochenta», Tiempo y Espacio, Vol. XXXVIII, N° 73, Caracas, UPEL, IPC, 2020: 13-60.
(27) «[L]os partidos políticos van a cambiar su condición inicial para convertirse en instituciones del Estado mismo. (…) Las limitaciones a la creación de organizaciones intermedias con suficiente capacidad de intervención, durante la última dictadura, indujeron a que los partidos, una vez reestablecida la vida democrática, pasaran a ocupar progresivamente esos espacios sin otros competidores en la sociedad. De esa manera los partidos cambiaron su naturaleza, al establecer un tejido con el Estado y al interior de sus instituciones. Como consecuencia de este proceso, el Estado no ha recibido las presiones sociales indispensables para su institucionalización, pues la función de los partidos políticos la ha hecho parcialmente innecesaria; los partidos han sustituido en alguna medida al propio Estado (…) [y] en el mismo proceso han impedido su institucionalización. Al mismo tiempo, han dejado de ser las modalidades más desarrolladas de organización de la ciudadanía. En un momento los partidos fueron la forma de intervención de la sociedad civil en el Estado, y después se han transformado en instrumento de intervención del Estado en la sociedad civil. El poder de los partidos deriva cada vez menos de su capacidad de representación cotidiana de la población». Comisión Presidencial para la Reforma del Estado, La Reforma del Estado: proyecto de reforma integral del Estado, Vol. 1, Caracas, Comisión Presidencial para la Reforma del Estado, 1988: 40-53.
(28) Juan Carlos REY, El sistema de partidos venezolano, 1830-1999, Caracas, Centro Gumilla, Publicaciones Universidad Católica Andrés Bello, 2009: 184-215.
(29) Hugo CHÁVEZ FRÍAS, «Acto de inscripción del Movimiento V República», en V República: Revista Trimestral. Órgano Teórico del MVR, Año 1, N° 1, Villa de Cura, Editorial Miranda, 1997: 19-20.
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