Perdidos en el mar

Perdidos en el mar

Fecha de publicación: julio 15, 2018

El 31 de marzo de 1983 fue jueves santo. Era el cumpleaños del empresario Reinaldo Cervini Viso, quien había viajado a la isla de Bonaire para pasar el asueto con su esposa Aída, su único hijo, Reinaldo Cervini Villegas, y un amigo de este, Gustavo Bolinaga.

La familia y su invitado se hospedaron en la casa que entonces tenían los Cervini-Villegas en Bonaire, una espaciosa residencia de vacaciones, de una planta, con fachada pintada de blanco y patio que daba al mar Caribe. Esa mañana se levantaron muy temprano y tomaron un buen desayuno. Tenían por delante un día de pesca. Bueno, no todos desayunaron bien, Gustavo prefirió dormir un poco más y apenas tomó un café con leche ya de camino a la playa. Mucho habría de lamentar esos minutos de remoloneo entre las sábanas.

Los tres viajeros parten a la aventura

Nada auguraba que aquel día de pesca se convertiría en una pesadilla. Cervini Viso había comprado un bote de fibra de vidrio, de 8 pies (casi tres metros), blanco por dentro y rojo por fuera, de unos tres metros de largo y un motor de 4 caballos (era el único que había en la tienda y lo adquirió sin pensarlo, en sustitución del de 16 caballos que ya tenía y que el técnico encargado de repararlo no le entregó a tiempo). También estaban listas las cañas de pescar, así como cajas de pesca con anzuelos, nylon. Minuciosos preparativos que, sin embargo, no observaban algunos bocadillos ni una botella de agua. A nadie le pareció necesario. Total, solo estarían tres o cuatro horas pescando. El caso es que a nadie se le ocurrió incluir un termo.

Cuando estuvieron a unos 50 metros de la casa, lanzaron el ancla, se cercioraron de que estuviera ajustada en el fondo y se sentaron a pescar. Pasada una hora, apenas le habían arrebatado a las aguas unos peces enclenques. En ese momento, Cervini Viso comentó que quizá se habían alejado un poco de la orilla, pero no soltó la caña porque confiaba en que el ancla los mantendría en lugar seguro. Pero la playa se hizo cada más pequeña y las figuras en la casa, del todo borrosas. Era evidente que no estaban donde debían. Levaron el ancla y entonces se percataron de que había estado incrustada en un coral que se había disuelto con el vaivén del bote. Estaban a la deriva.

Por suerte, pensaron, el motor que los había llevado hasta allí los devolvería a la orilla. Pero al ir a encender el flamante motor, aún con la etiqueta, nada pasó. Estuvieron media hora tratando de encenderlo y el motor ni tosió. Revisaron el combustible, la transmisión, todo lo que se les ocurrió (no había ningún experto a bordo), pero el coroto no respondió. Mientras, la corriente persistía en su labor de alejarlos de la costa.

Por suerte, pensaron, podían remar. Ignoraban que los remos, de aproximadamente un metro de largo, eran ideales para un lago apacible, pero no para mar abierto, como comprobarían horas después, tras establecer turnos en los que dos remaban y el otro se afanaba en achicar el agua, que entraba sin cesar, y en hacer intentos de encender el motor, cosa que se lograba, para gran felicidad de los tres marineros… solo para apagarse en pocos minutos. Por muy desorientados que estuvieran –y lo estaban-, saltaba a la vista que las olas seguían empujándolos hacia altamar. Exhaustos por la inútil faena, los muchachos pasaron de la alarma a la desesperación. Tenían 11 años y estudiaban quinto grado en el Colegio San Ignacio.

Cervini Viso desplegó grandes esfuerzos por mostrar que todo estaba bajo control y que pronto saldrían de aquel escollo. Nadie lo decía, pero todos preveían aterrados que pronto se haría de noche y que, entre mil peligros, estaba la posibilidad de que la pequeña embarcación se volteara y ellos cayeran al mar. Como adulto a cargo, Reinaldo padre trató de distraerlos con actividades distintas al remo, el achique y el cortejo al motor, como ondear las franelas usando como asta un arpón. Dado que Reinaldo hijo llevaba una roja, la ofreció de primero. Unos pocos segundos le tomó al viento reducir a jirones la presunta enseña de salvación, que en un instante se perdió en el horizonte. Pese a nuevos métodos de ajuste de la franela al arpón, la de Gustavo siguió el mismo camino. Ahora los niños estaban sin camisa.

Sin dejarse amilanar –o, por lo menos, negado a lucir amilanado- Reinaldo padre insistía en mostrarse optimista. Frente a un auditorio sin camisa, aseguró que se sentía feliz porque estaba pasando su cumpleaños junto a su único hijo. Estaba cumpliendo 56 años. Había nacido en Valencia, el 31 de marzo de 1927, en el hogar de Ángel Cervini Mazzei y María Cristina Viso Sucre, sobrina nieta del Mariscal de Ayacucho.

Ángel Cervini Mazzei había nacido en la isla de Elba (aunque muchos documentos aseguran que nació en el estado Carabobo, Venezuela) en 1901, y cuando tenía 4 ó 5 años llegó con sus padres a Valencia, donde hizo estudios y llegó a desempeñarse como docente en las cátedras de Biología e Historia. Atraído desde muy joven por la brega agrícola, a los 18 años ya era dueño de una hacienda cafetalera en las afueras de Valencia. De regreso a las aulas, en 1922 se graduó de abogado en la Universidad Central de Venezuela y empezó a desempeñarse como asesor legal de firmas comerciales en Puerto Cabello sin abandonar las labores agrícolas. Según dice el Diccionario de Historia de Venezuela de Fundación Polar: “En poco tiempo, las propiedades de los Cervini se ubicaron entre las más importantes productoras de derivados lácteos de Carabobo. A raíz de la muerte de Juan Vicente Gómez (1935), tuvo que vender sus propiedades a precios irrisorios y se trasladó con su familia a Caracas”.

Esa transacción desventajosa tuvo que ver con el hecho de que Ángel Cervini Mazzei tenía negocios y amistad cercana con el general Antonio Pimental, figura prominente del gomecismo, al final del cual muchas de sus figuras visibles fueron perseguidas. En 1939, después de vender las fincas por tres lochas y establecerse en Caracas, los Cervini Viso decidieron hacer un viaje por Europa con prolongada escala en Italia. Marcharon con dos de sus cinco hijos, Lilian y Reinaldo, quien entonces tenía 12 años, casi la misma que su hijo en la aventura de Bonaire. Estaban en París en junio de 1940, cuando los alemanes ocuparon Francia y desfilaron por su capital. Los Cervini Viso consideraron concluida su estancia en el viejo continente y se corrieron a Italia para tomar un barco que los devolviera a Venezuela. Dos barcos salían de inmediato hacia América, el Horacio y el Virgilio. Uno llegaría a puerto y el otro sería hundido con gran cosecha de muertos. Los valencianos hicieron la elección correcta, pero Reinaldo Cervini Viso nunca olvidó que el mar puede ser escenario de catástrofe. De regreso a Caracas, se instalaron en su casa de Cuartel Viejo a Pineda y el muchachito inicio sus estudios de bachillerato en el San Ignacio, entonces en la esquina de jesuitas; y luego, en la senda de su padre hizo Derecho en la UCV.

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, Ángel Cervini Mazzei tenía clara la importancia de desarrollar el sector industrial con capital nacional y, con esa visión, fundó y dirigió varias empresas. “Se le ha vinculado a firmas industriales y financieras como Mavesa, Las Llaves, Tiquire Flores, Cementos Carabobo, Consolidada de Cemento, Banco Ítalo-Venezolano, Vidosa, Vencerámica, Agropecuaria Tocuyito, Vajillas Carabobo, Banco Nacional de Descuento”, dice el Diccionario de Polar. Se compartía entre sus funciones de empresario del campo y e industrial. Miembro activo de la Cámara de Industriales desde 1940 y llegó a presidirla. Esto, entre una intensa actividad gremial. Con Alejandro Hernández, la fundación de la Asociación Pro-Venezuela, constituida el 7 de julio de 1958, que durante 20 años fue presidida por su hijo Reinaldo Cervini Viso.

Zarandeados por las olas de las Antillas, vieron llegar la noche. En el horizonte se veía el resplandor del pueblo y, alrededor del bote, un mar agitado los hacía subir y bajar en ocasiones con violencia. En un par de oportunidades el agua entró al bote empapándolos de pies a cabeza y obligándolos a usar chapaletas y gorras para achicar. Esa noche no durmieron más de dos horas. Todavía los aguardaba lo peor. Ni la oscuridad de la noche ni el hambre y la sed fue tan angustioso como despertar el viernes 1 de abril y verse en mitad del mar. Ni un atisbo de tierra, ni de cargueros cuyo nombre en la lejanía se entretenían viendo, ni los tanques de la refinería. Ahora solamente tenían una infinita masa de agua alrededor. Con entusiasmo que distaba de albergar en realidad, Reinaldo padre anunció que debían seguir la orientación del sol para ubicarse y dio instrucciones para que todo el mundo volviera a sus puestos de remo y achique. Además, una prohibición: prohibidos los temas de conversación que involucraran agua o comida.

Remaban sin la más mínima noción de hacia dónde debían enfilar. Más por mantenerse ocupados que por desplazarse. Limpiaron el bote de cualquier lastre que ralentizara la marcha. En el fondo del mar yacían ya el motor, las cañas, las cajas de pesca… todo, menos la chaqueta beige de Cervini Viso, con la que se cubrían los niños, las chapaletas, las cholas y los chalecos salvavidas.

Luego de lo que parecieron siglos, de pronto, una esperanza. Ahí estaba una pared de piedra, de unos cinco metros de altura, que se extendía por un largo trecho. Al extremo occidental del acantilado se elevaba una colina, a cuyos pies había algunas casas; y en su tope se erigía una especie de castillo. Tenían que llegar allí. Como fuera. La meta ahora era mantener la embarcación en movimiento. Y por un buen rato, las cosas parecieron funcionar. El bote cogió en dirección al castillo. El hambre y la sed dieron tregua y la esperanza se fortaleció. Entonces, el infortunio les resolló en la nuca. En uno de los cambios ante el remo, cuando Gustavo debía pasárselo a Reinaldo hijo (porque Reinaldo padre mantenía el otro), la sincronización falló y Gustavo soltó el remo antes que su amigo lo aferrara. Ante sus miradas horrorizadas, el remo fue a dar al agua.

Gustavo quedó paralizado, pero Reinaldo hijo saltó tras el remo y al instante le dio alcance. Pero cuando quiso regresar al bote, ya la corriente lo había alejado y sus esfuerzos por nadar resultaban poco efectivos. Cada vez se alejaba más. Presa de la angustia, su padre tomó la cuerda que quedaba del arpón y la lanzó hacia su hijo. El joven Reinaldo estiraba el brazo para coger el cabo del mecate, este se le escurría.

Luego de agotadores intentos fallidos, atrapó la cuerda y subió al bote.

Remaban con furia hacia el castillo, pero lo que se acercaba era la pared de piedra. Cervini Viso les dijo que tendría que cambiar de planes. Tendrían que llegar a lo alto del muro de cinco metros de altura. Se basaba en que había observado que las olas rebasaban el acantilado y calculaba que si lograban subirse a una especialmente grande, los depositaría en lo alto. Sin chistar, se pusieron los salvavidas y se prepararon a saltar sobre el obstáculo para llegar a tierra, a cualquier clase de tierra.

El proyecto, que en su imaginación de sedientos e insolados funcionaría a la perfección, estuvo a punto de disolverse en tragedia. En lugar de izarse sobre el mar y aterrizar en el techo del acantilado, el bote se estrelló contra este partiéndose en dos.

La lancha en pedazos se hundió en un minuto. Y con la misma velocidad los dos Reinaldo perdieron sus salvavidas. Como Gustavo Bolinaga conservaba el suyo, salió a la superficie, donde se encontró solo. Desesperado giraba sobre sí mismo para buscar a sus compañeros y, tras momentos que se le antojaron eternos, los vio emerger, ambos sin salvavidas. Cuando las olas amenazaban con estamparlos contra la roca, encontraron una cavidad en ella, una especie de cueva donde descansaron hasta que la oquedad se llenó de agua con la siguiente ola.

Cervini Viso tragó gran cantidad de agua y se hundió súbitamente. Su hijo, como antes con el remo perdido, espabiló sin dilación. Se sumergió para buscar a su padre. Entre los dos niños lo sacaron a flote, pero estaba muy debilitado. Finalizaba la tarde del viernes santo.

–Sigan sin mí –les dijo a los dos muchachitos-. Yo no tengo fuerzas para seguir nadando y todavía falta darle un rodeo al acantilado para buscar la ruta hacia la tierra. Váyanse ustedes. Es su única oportunidad de sobrevivir. Obedezcan. Déjenme aquí.

Lo que llamaba “aquí” era la muerte.

Continuará…

Lea la segunda parte de Perdidos en el mar (2)

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