Continúa la historia que se publicó el pasado domingo 15 de julio
Una hilera de luces allá, a lo lejos
Antecedente: El plan era salir a pescar unas cuatro horas. Las suficientes no para llenar el pequeño bote de menos de tres metros con la cosecha del mar, sino para abrir el apetito de cara al almuerzo de aquel jueves santo, el cual sería muy especial puesto que Reinaldo Cervini Viso cumplía 56 años y había reservado la mañana para compartir con su único hijo. No era algo que hiciera con frecuencia. Las ocupaciones, los compromisos… Ya el muchachito tenía 11 años. Dentro de poco no querría ir con su padre ni a la esquina.
Cervini no era muy ducho que se dijera en la faena marinera, pero, total, era cosa de anclar el barquito frente a la casa y estarse unas horas ahí, mecidos por una marea dulce y entregados a la charla filial. Al mediodía, bronceados y relajados, no tendrían más que tirar del ancla y poner el motor en marcha. En cuestión de minutos estarían en casa con las servilletas en el regazo y las copas de cristal rebosantes de bebidas heladas.
Pero nada salió como estaba previsto. Reinaldo Cervini padre, Reinaldo Cervini hijo y el compinche de este, Gustavo Bolinaga, salieron de pesca la mañana del jueves 31 de marzo de 1983. Para el mediodía se hallaban a la deriva en la lancha y el viernes, al caer la tarde, ya habían caído en el mar, entre los restos del destrozado botecito. Fue entonces cuando Cervini Viso, agotado y desesperanzado, les dijo a los adolescentes que siguieran ellos solos. Solo así podrían salvarse. Se consideraba una carga que no haría sino obstaculizar las posibilidades de sobrevivir de los muchachos.
En su residencia de vacaciones, Aída Villegas de Cervini se interrumpió para mirar el reloj. Había estado tan atareada con los preparativos del almuerzo para celebrar el cumpleaños de su marido, que no se había dado cuenta de que ya pasaba largamente del mediodía. Era extraño, ya deberían estar de vuelta. Salió a la terraza y oteó el horizonte. Hacía un día espléndido. Qué podía salir mal. Notó, eso sí, que el mar de Bonaire estaba completamente solo. Eso no era común. Pero, claro, era jueves santo. Ningún pescador concebiría la idea de salir a trabajar en fecha tal. No se veía un solo yate, ni bote, nada. Era raro que tampoco se viera la lancha de sus hombres. Quizá si se asomaba desde otro punto de la casa los vería ya de regreso…
Al caer la noche de ese jueves, los Bolinaga habían sido avisados de que los pescadores tenían muchas horas de retraso. Algo había ocurrido. Algo preocupante… Con el paso del tiempo, la situación era más apremiante, pero Aída nunca pensó que su hijo, su marido, y Gusi, a quien había visto crecer, estaban muertos. Ella es una mujer de personalidad chispeante, simpática, abierta, comunicativa. Hija de Luis Guillermo Villegas Blanco, precursor de la industria del cine en Venezuela, y su esposa mexicana. Mujer de iniciativas, muy rápidamente dio aviso a las autoridades de Bonaire; y, cuando percibió morosidad en la acción (en realidad, franca negligencia), movilizó a las de Venezuela. En la madrugada del viernes, llamó al entonces presidente Luis Herrera Campins, quien mandó a defensa Civil y un par de aviones de la Guardia a buscarlos entre Bonaire y Curazao. A la ayuda oficial se sumarían los amigos de los Cervini Villegas. Al día siguiente, viernes 1 de marzo, había 19 aviones privados con matrícula venezolana sobrevolando el mar territorial de Bonaire e islas vecinas.
Los náufragos se cansaron de mover los brazos para llamar la atención de la flota de aviones que veían pasar sobre sus cabezas. Hacia el mediodía ya tenían claro que todo lo que hicieran sería inútil. Los estaban buscando, cómo no, pero en medio del Caribe eran invisibles.
Al caer la tarde del viernes estaban tan cansados que ni se molestaron en responder la instrucción de Reinaldo padre, según la cual debían abandonarlo y seguir sin él. No solo estaban exhaustos. Estaban ocupados. Mientras su padre se entregaba al dramático monólogo, Reinaldo hijo vio un salvavidas saltando en el agua. Se lanzó en pos de este y logró rescatarlo. Entre él y su amigo se lo pusieron a su padre. Sin hablar, los dos niños evaluaban la situación. Estaban en el mar sin bote. Eran tres y tenían sólo dos salvavidas. Les dolían músculos que jamás habían experimentado tener. Tenían los labios cuarteados, estaban sedientos y muertos de hambre. Se encontraban frente a una pared de cinco metros y pronto se haría de noche.
Reinaldo Cervini Villegas nació en Caracas, el 1 de julio de 1971, en un hogar próspero y amoroso. Había aprendido a nadar en Bonaire, isla a la que acostumbraba viajar con sus padres. En algún momento le habían buscado una instructora de natación, pero su natural rechazo al estilo autoritario, característico de la profesora, lo llevó a suspender las lecciones. Si tenía que soportar una figura autoritaria, con su padre era suficiente.
Gustavo Bolinaga Hernández nació en Caracas, el 3 de septiembre de 1971. Es el quinto de cinco hermanos. Si quería aprender a nadar tenía que aceptar lo que determinaran sus padres, demasiado atareados con el familión para atender caprichos. De manera que para aquel momento ya había aprendido a nadar con el profesor Carlos Seguí, en la piscina del Colegio San Ignacio, en cuyas aulas había coincidido con Reinaldo desde primer grado.
Dos horas antes, a las 3 de la tarde, habían visto tierra. Sabían que estaba allí. Era cuestión de darle un rodeo al farallón y buscar la ruta hacia la ansiada costa. Sonaba tan fácil… Tenían que alejarse de las rocas para evitar que las olas los estrellaran contra aquellas y para ubicar un punto de entrada a la tierra. Eso suponía nadar
mar adentro. Así lo hicieron. Por casi cinco horas. Nadaban y con la cabeza empujaban a Reinaldo padre. Oscureció y eso daba miedo, pero al mismo tiempo quedaban aliviados del azote del sol. En poco tiempo quedarían a ciegas. ¡Hacia dónde nadarían! Y entonces ocurrió el prodigio.
La casa de playa de los Cervini Villegas era un hervidero. La gente entraba y salía a toda hora. Muchas de las avionetas lanzadas a la búsqueda de los náufragos habían traído amigos de la familia a Bonaire. Los padres de Gustavo Bolinaga había sido trasladados a la isla por una aeronave de la PTJ. A las tres de la mañana del sábado, llegaron las hijas del general Raimundo Pimentel Malaussena, quien también tenía casa allá, y le dijeron a Aída que rezaran un rosario a la Virgen del Carmen. A las 6 de esa mañana, la desvelada dueña de casa recibió una llamada del ministro de Cultura de Venezuela, el poeta Luis Pastori, quien le comunicó con gran propiedad: “Aidita, anoche se me apareció en sueños la Virgen del Carmen y me dijo que Reinaldo y los muchachos estaban bien”.
Mientras Aída Villegas de Cervini rezaba el rosario con las hijas del general Pimentel Malaussena, –descendiente, por cierto, del presidente Luis Raimundo Andueza Palacio, (mandatario entre 1890 y 1892) y del gran arquitecto Louis Malaussena–, los náufragos batallaban con una nueva e impensada dificultad.
Tras haberse alejado del muro de piedra, creyeron ver en el mar una ruta hacia tierra. Nadaban con tibia convicción ¡hasta que vieron una hilera de luces! ¡Ahí estaba la tierra! Había que sacar fuerzas de donde no había para persistir en el esfuerzo. Cada brazada los acercaba. Pasaron de un miedo casi paralizante a la esperanza de llegar a tierra. A casa.
Finalmente, tocaron fondo con los pies. Pero no era un piso firme. En lugar de corales o de arena compacta, toparon con una especie de pasta excesivamente suave. Tanto, que no tardaron en encontrarse enterrados hasta las rodillas. Habían llegado a un vertedero de basura. A su alrededor flotaba una abrumadora masa de botellas, cajas, artefactos oxidados, envases y todo tipo de basura. Caminaban sobre materia descompuesta, en medio de un hedor que les cortaba la respiración. Cada paso era una hazaña, pero estaban caminando. Los tres. Vivos.
–En este momento –cuenta Gustavo Bolinaga, hoy economista–, ocurrió otro episodio particularmente extraño. Mientras entrábamos al basurero, divisamos a nuestra izquierda, arriba en las rocas, una pequeña carretera que conducía hasta una suerte de mirador sobre el basurero. Las luces de un carro se encendieron allí, iluminando la entrada del basurero, como dándonos la bienvenida… para luego apagarse una vez que entramos. Puede haber sido una casualidad, pero a nosotros nos produjo una mezcla de rabia y gratitud porque, si bien no nos ayudó a salir, nos iluminó el camino de entrada. Después se apagó dejándonos solos otra vez, en medio de la nada.
Caminar sobre aquel lodazal putrefacto era muy difícil, sobre todo para Cervini padre, quien se quejaba de un fuerte dolor en el pecho. Así, entre repetidas caídas, hicieron en horas un trecho que en condiciones normales les hubiera tomado minutos.
Las luces que habían visto desde el mar resultaron ser el reflejo de la luna en los faros de los camiones de basura estacionados al fondo. Una vez en la playa, buscaron refugio del viento tras una enorme roca en la orilla. Se desplomaron sobre la arena y se sumieron en un prolongado silencio. Eran las once de la noche.
El sábado al amanecer despertaron hambrientos, insolados y adoloridos. Como era sábado santo, el basurero estaba también desierto. Caminaron entre los camiones hacia la entrada del vertedero hasta que llegaron a una pequeña carretera de tierra que llegaba a una bifurcación. Llegados a este punto, como era su costumbre, Cervini Viso tomó una decisión. Caminarían hacia la derecha, a contravía del criterio de los niños. Unos cientos de metros más allá llegaron al final de la carreterita de tierra, con lo que desandaron el camino para tomar por la izquierda.
–Como si no hubiéramos enfrentado suficientes percances –sigue Gustavo Bolinaga-, asomó uno nuevo. Un árbol en el camino nos ofrecía su fruto, que para quienes no habíamos comido en tres días podía haber sido una bendición. Pero, no sé por qué, no quise probar la fruta que Reinaldo padre me dio. Disimuladamente, la boté. Reinaldo hizo lo mismo, no sin antes ceder a la insistencia de su papá y probar un mordisquito. Minutos después, Reinaldo padre experimentó una violenta hinchazón en la cara. Había comido manzanillo, fruta conocida por sus efectos altamente tóxicos. Incluso, venenosos.
El camino se extendía, interminable y seco, por muchos kilómetros. Como los niños iban delante, componían una procesión calamitosa. Iban descalzos, con los pies atormentados por espinas de cactus; Reinaldo padre detrás, lento y con el pecho adolorido, con las nalgas en carne viva tras dos días sentado en el rugoso banco del bote; y con la cara brotada por el manzanillo. Unos seis kilómetros más allá, vieron un perro. Luego, unos techos y, por último, unos niños jugando en una casa. Eran las doce del mediodía.
Con gritos de felicidad corrieron a la casa, donde fueron recibidos por un anciano, una mujer y un niño. Los miraron perplejos, tratando de entender qué decían aquellas criaturas insoladas y eléctricas. Como no hablaban la misma lengua, lo que se les ocurrió a los anfitriones fue darles un baño con manguera y ofrecerles agua para beber y unos sándwiches de mantequilla y queso holandés. Los más exquisitos que hubieran probado jamás. Por último, les dieron franelas y cholas. Fue así como Reinaldo Cervini, hombre de conocida solvencia en Venezuela, su hijo y su invitado quedaron vestidos con chivas de campesinos caribeños.
A estas alturas oyeron la llegada de un carro. Era el esposo de la mujer, quien entendía español. El hombre les preguntó si eran ellos los náufragos de quienes hablaban en la radio. Le pidieron que los llevara al aeropuerto, cerca del cual estaba la casa. Desde ahí llamaron a Aída para que fuera a recogerlos.
En el trayecto se sorprendieron al no reconocer un paisaje que usualmente les resultaba muy familiar. Al acercarse a la terminal comprendieron. Un gran letrero decía: Aeropuerto Internacional de Curazao. Las olas los habían zarandeado de una isla a otra. Entendieron que era mejor dirigirse a la estación de policía, donde no hicieron falta explicaciones. Les ofrecieron un teléfono y los llevaron al Consulado de Venezuela, donde les ofrecieron una ducha, los alimentaron y los examinó un médico.
Los niños tenían raspones, quemaduras de sol, espinas en los pies, pero nada grave. Cervini Viso había tenido un pequeño infarto y los destrozos en la piel, así como la intoxicación con manzanillo, tomaron algunos días para sanar. Más tardó en remediarse el mareo de tierra (esa sensación de vaivén que le queda al navegante al cambiar del mar a la tierra), que tenían todos.
De regreso a la casa de Bonaire, fueron recibidos por una multitud entre la que se encontraba la escritora Eleonora Villegas de Skull, hermana de Aída. “Cuando mi sobrino Reinaldo llegó a casa, yo vi un niño de 11 años con la mirada de un viejo”, dice Eleonora. “Le dije a mi hermana Aída: este niño creció en dos días”.
El mismo sábado, Gustavo regresó a Caracas. Los Cervini Villegas lo harían el lunes, en la avioneta de la familia. Y el martes ya estaban en el colegio, donde los recibieron como héroes.
–Estuvimos meses pagando promesas –recuerda Reinaldo hijo–. Tuvimos que ir a decenas de misas, rosarios, acción de gracias que habían ofrecido los amigos y parientes si aparecíamos con vida. Incluso, nos entrevistaron en la televisión, en los programas de Cecilia Martínez y Eleonora Bruzual.
Reinaldo el viejo murió en Boston, el 8 de febrero de 2007, a un mes de cumplir los 80. Cuatro años después del accidente, lo operaron a corazón abierto y luego lo intervinieron tres veces más. A la cuarta, murió.
Lea la primera parte: Perdidos en el mar