Pérez Jiménez vuelve al lugar del crimen

Fecha de publicación: septiembre 2, 2018

Es una sonrisa para la historia. Para los reporteros, que han llegado por decenas a la cárcel del condado de Dade, en Miami, Florida, a cubrir la salida del antiguo hombre fuerte de Venezuela. Va camino al aeropuerto para ser extraditado. No es una expresión franca, ni mucho menos confiada. No podría serlo. Pérez Jiménez enfrenta en ese preciso momento una de las horas más difíciles de su vida.

Son las 11:30 de la mañana del viernes 16 de agosto de 1963. Hace exactamente 55 años de ese día en el que un fotógrafo captó su imagen en mangas de camisa, entre dos policías enflusados. Curiosamente, fuera de su imagen con uniforme de oficial del Ejército, enjaezado con montones de medallas y condecoraciones, la única estampa distinta que teníamos del tachirense era en traje de baño. Lo conocemos generalote o en calzoncillos. Esta es una de las poquísimas instantáneas que lo muestran con un look diferente a los ya descritos. Es porque se ha vestido a la carrera.

Al despertar ese día, el general de división Marcos Evangelista Pérez Jiménez ignoraba que tenía pautado un viaje con ruta internacional. Mucho menos de regreso a Venezuela, de donde había salido en enero de 1958. Pero ese 16 de agosto, el juez Arthur Goldberg, de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos, dio un fallo final donde declaraba sin lugar las peticiones presentadas por los abogados para evitar la extradición solicitada por el gobierno de Venezuela. Minutos después de que el juez Goldberg pusiera fin, en Washington, a cuatro años de lucha de Pérez Jiménez para escapar de su destino, en las oficinas del FBI en Miami sonó el teléfono. Sin más dilación que la que toma coger un flux del perchero, los “Marshall” federales se presentaron con amplios poderes legales en la cárcel para llevarse al prisionero y conducirlo al aeropuerto internacional de Miami.

“El solicitante”, dijo el juez Goldberg, “ha sido encontrado en condición de ser extraditado y habiéndose agotado todos los procedimientos de conformidad con nuestras leyes, está sujeto a la extradición. Por lo tanto, niego la solicitud de aplazamiento, por cuanto después de todas las audiencias celebradas, encuentro que no existe mérito para sus alegatos sustantivos y sus contenciones de procedimiento podrían solamente demorar y no poner fin a la definitiva extradición”.

La acción establecía que Pérez Jiménez sería juzgado solamente por las acusaciones de malversación —y no por cargos de asesinato político, como había solicitado el gobierno de Rómulo Betancourt—; y que se le concederían todos sus derechos, de conformidad con las leyes venezolanas. Eran términos contemplados en el Tratado de Extradición firmado entre las dos naciones en 1922. La sentencia máxima que podría recibir sería de 12 años de prisión.

Esta sonrisa intenta encubrir la inquietud que con toda seguridad agita su alma. En las horas precedentes, los federales lo habían sacado en volandas de la celda 505 de la cárcel del condado de Dade, donde había estado recluido durante el proceso y, para zafarse del asedio de la prensa, salieron por la puerta de la cocina y lo metieron en un carro para trasladarlo al aeropuerto internacional de Miami. Con el zarandeo se ponía fin a un presidio iniciado el 12 de diciembre de 1962, cuando el FBI lo buscó en su mansión para ponerlo preso. Era la primera vez que Pérez Jiménez salía a la calle en ocho meses.

Cuando Pérez Jiménez huyó de Caracas con su esposa, sus tres hijas y su suegra, en el avión presidencial (la Vaca Sagrada) se dirigió a República Dominica y poco después siguió su viaje a Florida, donde entró con una visa de turista. Al principio, se alojó en una suntuosa suite de $60.00 por día, en el hotel Sans Souci, en Miami Beach, y luego compró una mansión en Pine Tree Drive, otro lado del canal Indian Creek, en West Palm Beach. En Internet está disponible una documental de la British Pathé, comentado por Michael Fitzmaurice, donde puede verse a Pérez Jiménez disfrutando la piscina de esta propiedad, saltando en el trampolín y luego dándoselas de boxeador. Según el periodista, “la mansión de $400,000”, muestra “de la fortuna personal de 700 millones de dólares, estimada a principios en un juicio federal”, tenía un garaje con cuatro automóviles, una cancha de tenis, un gimnasio y un ejército de sirvientes.

Cabe imaginar el disgusto que se habrá llevado el dueño de todo aquel boato cuando cambió este panorama por el de la cana. Su secretario privado, Alberto J. Ramírez, le contaría a Germán Carías, periodista de El Nacional, que en la misma mañana del 2 de diciembre de 1962, cuando lo detuvieron, lo llevaron a la cárcel.

“Lo quisieron meter, en un principio, con delincuentes de toda categoría”, dijo Ramírez. “Le habían destinado una celda común. Pero el general se opuso enérgicamente. Le manifestó a los encargados del penal que pasarían sobre su cadáver antes de permitir que lo confundieran con los otros presos. Oídas en Washington las protestas de los abogados y familiares de Pérez Jiménez, porque hasta hubo que llamar a Washington, se ordenó que lo trasladaran a una celda separada”.

No terminaron aquí los quebraderos de cabeza. Según Ramírez, al ex dictador lo metieron en una celda “de tres a cuatro pasos de largo y el ancho de los brazos abiertos. El calor era insoportable. La prisión del condado de Dade, exteriormente, es muy acogedora. Si se mira desde afuera, dan ganas de vivir ahí, pero dentro es un infierno. A Pérez Jiménez, cuando entró, lo requisaron minuciosamente. Hasta lo quisieron revisar ultrajantemente. Pero él no lo permitió”.

Cada vez que hablaba con sus abogados, e incluso con su esposa, estaban presentes agentes del FBI. “Estos vejámenes”, dijo el secretario Ramírez, un maracucho residenciado hacía mucho tiempo en Miami, “llegaron a no permitirle alimentación distinta a la de todos los reclusos. En ninguna oportunidad, a pesar de las múltiples insistencias, se le pudo llevar un plato de comida preparada en su casa. ¡En ocho meses cuatro días y 45 minutos comió lo mismo que los delincuentes comunes de Estados Unidos!”.

De ahí que esta foto sea rara también por el hecho de que se le ve delgado. Ni rastro de los abultados cachetes que siempre lució. Los perdió con la mala cocina de la cárcel de Miami.

Este carro que alcanzamos a ver en la foto va a estacionarse cerca de las 12 del mediodía debajo de una de las alas del DC6B cuatrimotor de Avensa, fletado por el gobierno venezolano para llevarse al ex dictador, y se va a quedar allí un buen rato. Algo está pasando. Pérez Jiménez permanece en el interior del vehículo, resguardado por Jim French, ayudante de autoridad judicial.

Su hija Margot Pérez y su esposa, Flor Chalbaud, son los únicos familiares que han ido al aeropuerto, pero no pueden hablar con el detenido. Margot y su esposo, Lee Brook, han llegado en un convertible y optan por quedarse en la pista. Se ve que todavía guardan alguna esperanza. El lugar está cercado por las autoridades. La policía y otros cuerpos, estatales y federales, han tomado severas medidas de precaución. Unos 50 policías han rodeado el área y en la pista hay dos camiones de bomberos.

Pasan los minutos y nada se mueve. El preso sigue en el carro con los policías. Después se sabría que la demora, de casi una hora, en la entrega de Pérez Jiménez a las autoridades venezolanas se debió a que sus abogados estaban intentando un último recurso ante el Tribunal Supremo del estado de Florida, en Tallahassee, capital estatal. ¿Indicará esta sonrisa que el preso tiene fe en la fortuna de este tejemaneje? Él había argumentado, durante su larga brega en los tribunales de Estados Unidos, que enviarlo de regreso equivalía a sentenciarlo a muerte a manos de sus enemigos políticos. Pero el gobierno venezolano prometió un juicio imparcial y aclaró que ahora no había pena de muerte ni torturas para los detenidos.

A las 12:27 fue entregado a las autoridades venezolanas y no le quedó más que subir al avión que lo devolvería al país cuya Presidencia había detentado. “El que una vez fue el hombre fuerte Venezuela”, escribió el periodista de AP, Joe McGowan Jr., “estaba pálido y evidentemente había perdido mucho peso”. El corresponsal de AFP observó que tenía un puñado de libros bajo el brazo y que saludó a los periodistas al subir al avión. Los dictadores tienen eso, son encantadores con la prensa… extranjera.

El chasquido del cinturón al ceñir el cuerpo de Pérez Jiménez en el avión marcó el final de una prolongada gestión que había tenido un punto álgido en 1961, cuando el presidente John Kennedy visitó Venezuela y se reunió con su homólogo, Rómulo Betancourt. Ambos llegaron a un acuerdo para la extradición de Pérez Jiménez.

Ahora, a sus 49 años, el de Michelena emprendía un vuelo de seis horas que culminaría con su entrega a la DIGEPOL, en Maiquetía. Rápidamente lo trasladaron a la Cárcel Modelo de Caracas y de allí a la Cárcel de San Juan de Los Morros, donde quedaría recluido. Para el momento del despegue ya se le debía haber borrado esta sonrisa calculada para las fotografías.

 

Lea el post original en Prodavinci.

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