La familia comunista
se sentó a la mesa:
eran cinco gallos rojos
esa noche de navidad.
Alzaron las copas
mientras cada uno
entonaba un discurso:
el primero elogió el rostro
sin acné
de Mao Tse-Tum
y el siguiente
recordaba una frase
de un manual
de la Editorial (Soviética)
Progreso
el último
invocó los retratos
que Alberto Korda
hizo del Che,
como si el guerrillero
heroico
fuera un ícono
de la iglesia ortodoxa.
Al ocurrir estas palabras
yo imaginé un cumplido
a la tercera ley de la dialéctica:
esa que habla de la negación,
de la negación,
de la negación.
Pero al ponerme de pie
sólo pude improvisar
unas frases
sobre lo invisible:
Recuerden que Rilke decía:
Somos las abejas de lo invisible.
Total, todos se había referido
a ese algo que no estaba allí,
algo que aún no había colmado
el plato blanco
puesto que solo sentíamos
aquel aroma
que provenía del horno
de la cocina.
¡Qué mala idea
de mi parte-pobre
fue injuriar la autoridad
de la «materia»!
Vi al presidente del Partido
jugar con su dentadura postiza
y a la secretaria de actas
anotar mi número de carnet.
Entonces, toda la cubertería de plata
se puso al revés
para que los tenedores
me amenazaran
con sus cuatro puntas.
Asombrado pensé:
Acaso, en esta noche
no es invisible el movimiento
discreto de la luna
los ladridos de lo perros
o el recuerdo del obrero que cayó
de un andamio.
La arena en el desierto de Judea
inventa colinas y valles
en la oscuridad
Todo el paisaje sonoro,
incluyendo a Dios,
es invisible.
También el olor a pinos,
a muérdago
y a pan.
Habrá que sonreír,
habrá que sonreír.
¡Cómo se atreven a semejante tachadura
en plena Nochebuena!
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