Siempre tuve detrás
al Demonio de la Soledad.
Llegué a sentir horror
frente a sus máscaras
y salía de mi habitación
a caminar una calle
trazando un círculo
de seis kilómetros.
Cierta vez, encontré
un matero de cemento
donde crecía un ficus
con sus ramas y raíces.
El matero, demasiado estrecho
rebosaba de colillas de cigarros
y vasos
de papel encerado.
Luego, desfallecido
regresaba al apartamento
para conciliar el sueño:
nada que hacer, nada que hacer.
A la mañana siguiente,
en el cuarto del ropero
interpelé al Demonio
en voz alta:
‒¡Aparécete entonces!
‒¡Negro, hablemos de una vez!
Mas no ocurrió nada.
Mis camisas y pantalones
permanecieron arrugados
en silencio.
Pensaba que entre sombras
lo sobrenatural debía revelarse.
Algunas noches llegué a soñar
que desde gran altura
era lanzado contra las azoteas
de la ciudad, y escuálido
pendía de los cables
de los postes de la luz.
Abajo entre callejones
maullaba
una multitud
de gatos negros.
El mencionado Demonio
resultó ser un ángel sin alas,
y en aquellos muñones suyos
solo quedaban clavos oxidados.
Al día siguiente continué
con las sesiones
de análisis freudiano
a cargo del anciano Túrman.
Discutíamos con empeño rabioso
los términos
de alguna estrategia
que le pusiera fin a esta ansiedad.
Suspiraba por adentrarme
en los Desiertos del Sur
para vivir lo que creía
un «duelo» necesario.
Túrman mordía sus labios delgados
o enseñaba el interior de una boca
inmunda, con muelas cariadas
y coronas de reyes destronados:
‒No puedo entender cómo quieres acercarte
a esa desértica naturaleza recurriendo a las astucias
de lo urbano…
Túrman era un hombre ¡verdaderamente intratable!
Me tomé la última lata de cerveza
que había llevado a la consulta
y me despedí de su aliño siquiátrico
cerrando la reja del edificio:
OFIR
De todas maneras,
en mi mente se barajaban,
se habían trepado unas cuantas ideas
y estaba resuelto a ponerlas en práctica…
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