Regreso a clases

Fecha de publicación: septiembre 7, 2017

La memoria no existe. En su lugar están los libros, los edificios y monumentos, las pinturas y grabados, los mapas y planos, las películas y fotografías. Pero, pese a las mil evidencias de que la memoria es una quimera, siempre creemos que retendremos tal o cual momento, dato o emoción. No es así. Nada se salva del olvido, que solo se arredra ante la piedra tallada y los documentos bien pergeñados y conservados. Pese a esto, decíamos, que es una gran verdad imposible de rebatir, muy pocos se toman el trabajo de fechar una fotografía y apuntar el nombre de su autor. Y entonces tenemos que adivinar cuándo fue captada la imagen, en qué lugar y cuál es la situación.

En el caso de esta pieza, parte del acervo del Archivo Fotografía Urbana, el hecho parece estar claro. Tal como ocurrirá este lunes 18 de septiembre en todo el país, se reinician las clases. Se colige el evento por la prolijidad de los uniformes en cuyas telas no se ha cebado el desgarro de los juegos bruscos, los nudillos vengativos de una lavandera armada con jabón de Castilla, ni el desvaimiento que a la larga acusa hasta el dril más fuerte al ser sometido a largas tardes de sábado bajo el sol. Y está claro que es un primer día de clases no solo porque los zapatos están enteros y la elásticas de las medias mantienen su determinación y no han caído desmayadas con tanto trasiego de bateas, sino porque el ruedo de las faldas y pantalones están donde deben estar. Sus dueños no han echado el estirón que cada año deja sus uniformes “zancones”, “brincapozos”, “te van a picar los pollitos”, “vas a recoger pepinos”, en fin, muy cortos.

Debe ser un día soleados en los primeros años 60. Esto se deduce por los cables de la luz en las alturas (el cableado de la energía eléctrica fue puesto bajo tierra como quien esconde bajo la cama las huellas recientes de un mal paso, a mediados del siglo XX, en las grandes ciudades de Venezuela). Ya las niñas se han incorporado masivamente a la educación. Y desde hace tiempo. A las claras se ve la falta de tensión entre los géneros, la familiaridad con que comparten la acera breve y la reunión tras largas vacaciones.

Los bultos de cartón, que hablan del celo de unas familias de modesto pasar, pero empeñadas en que el muchachito llegue a ser alguien en la vida. No los podrán equipar con maletines de cuero, pero cada septiembre les reponen el baratón, que todos los viernes es aseado con un trapito húmedo y sacudido boca abajo para despojarlo de basurita de sacapunta, envolturas de caramelo y quién sabe si un insecto que murió feliz, lamiéndose las antenas impregnadas de Savoy.

Esta escena puede haber tenido lugar en Maracaibo, donde hay un antiguo Colegio San Onofre. Pero la verdad es que muchas poblaciones de la hispanidad tienen planteles con el nombre del excéntrico anacoreta que dejó los dorados salones de la corte abisinia para echarse a un erial a hablar solo (en realidad, con el diablo, que venía a tentarlo a cada rato). De manera que también podría haber estado en el centro de Caracas o en Los Andes (la acera es inclinada). Es un colegio privado (si fuera público no aclararía que está “inscrito en el Ministerio de Educación”); y, con toda seguridad, su sede no dice desde afuera lo amplia que es. Estos niños van a ingresar, muy probablemente, a un zaguán donde los espera una sombra dulce que habrá de abrirse a un ancho patio a cuyo alrededor se alinean las puertas de las aulas.

La foto transcurre en una atmósfera apacible y auspiciosa. Ningún mal asedia a estos niños. Por el contrario. Son venezolanos. Tienen petróleo, tienen democracia, tendrán acceso al crédito, tienen padres y abuelos inmigrantes, que han encontrado un lugar de donde no querrán irse. ¿Qué puede salir mal?

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