«Mira todas esas cosas nuevas. Fíjate en esas calles, en esas torres; acércate a ese muelle. ¿Quiénes son esas gentes que parece que se han vuelto locas?»
Ramón Díaz Sánchez, Mene (1936)
1. Si bien tuvo varios antecedentes –incluyendo Tierra del sol amada (1918), de José Rafael Pocaterra– Mene (1936), de Ramón Díaz Sánchez (1903-1968), suele catalogarse como la primera gran novela del petróleo en Venezuela. Supuso una “renovación en técnica, estilo y tema” con respecto a la literatura regionalista de entonces, buscando, añade María Elena D’Alessandro, orientarse hacia obras de “denuncia social” e indigenismo publicadas entonces en Latinoamérica.
Partiendo de su título bisílabo y primigenio, Mene cataloga, con inédita vivacidad urbana, las mudanzas paisajísticas y constructivas, sociales y culturales de los ancestrales villorrios del Zulia. Desconcertados ante la metamorfosis de la antigua Cabimas de su juventud, allí se interpelan dos personajes estupefactos por el tráfago del pueblo trocado en campamento: «Mira todas esas cosas nuevas. Fíjate en esas calles, en esas torres; acércate a ese muelle. ¿Quiénes son esas gentes que parece que se han vuelto locas?». Resonantes a través de Venezuela toda, al calor de la riqueza secular, esas preguntas fueron replicadas asimismo por Díaz Sánchez a propósito de Maracaibo, en un ensayo publicado en la Revista Nacional de Cultura en 1938:
“Maracaibo era en aquellos momentos históricos el campo donde se libraba una batalla cuyas proyecciones económicas y sociales no habían de circunscribirse al ámbito lacustre sino que afectarían a toda la venezolanidad. De ahí que la ciudad zuliana, suerte de Cartago y Constantinopla en aleación extraña, representa en la nueva historia venezolana un papel extraordinario, cuya trascendencia habrá que ensayar con seriedad y penetración”.
Respuestas a esas cuestiones asomaron en las novelas de don Ramón, testigo de las mudanzas en torno al lago de Coquibacoa, desde que llegara a vivir en el Zulia en junio de 1921, tras salir de las cárceles gomecistas. “Fue el Lago el más caracterizado escenario de la metamorfosis”, añade el autor en el mismo ensayo. “Allí, frente a la ciudad bizantina, se desangraba el mito lacustre, mientras que de las riberas orientales venía un resoplido volcánico: Cabimas, Lagunillas, Mene Grande…”. Esa vorágine de la costa oriental prorrumpió en Mene, novela de «la vida rural que va desintegrándose» durante la primera explotación petrolera, para cerrar en Casandra (1957), que reporta el final del gomecismo. Y la saga de ambas pone de manifiesto, como señalara Orlando Araujo, la maestría del «novelista de masas» que utiliza la sociología y la historia como «sustancia de la literatura de imaginación».
2. Buena parte de la novela del petróleo describe las mutaciones entre pueblo y campamento mediante imágenes y símbolos antagónicos, algunos de los cuales contraponen las eras agraria y petrolera en Venezuela. El pasado agrícola es con frecuencia idealizado en esa novelística, siguiendo una tendencia observable en la narrativa latinoamericana, la cual buscaba contrastar con la masificación urbana emergente desde el segundo cuarto del siglo XX. En la primera parte de Mene es evocado un pasado «blanco», cuando la vida de Cabimas, como la de muchos otros pueblos del Zulia, giraba en torno a la plaza y a las disposiciones del cura y del jefe civil. Estos encabezaban festivales patronales donde los caballeros desfilaban en asno, a la luz de «farolas suspendidas en pértigas bizarras», mientras escoltaban a la Virgen del Rosario por la Calle Principal. La procesión daba al poblado «un aspecto de feria clásica», a no ser por los pasodobles que rompían en el atrio montado en la plaza.
La inocencia de aquel tiempo pueblerino acabó al traer Joseíto Ubert por vez primera vez los «hombres rubios» a la «aldea». Tal como señalara Gustavo Luis Carrera en La novela del petróleo en Venezuela (1972), Ubert es personaje “representativo de los criollos cómplices” de las compañías gringas, emparentado con el señor Ribera de Mario Briceño Iragorry, entre tantos ladinos criollos de la explotación foránea de los recursos nacionales. De extranjerismo tiñe el narrador aquel encuentro inicial: «Había en las pupilas del nativo una luz insólita, de encanto y temor, en presencia de los extranjeros. Nunca se oyó antes en el rincón esquivo de la aldea ruido semejante al de sus anchas pisadas. La buena gente no sospechó jamás que se pudiera pisar la tierra de ese modo».
Por contraste con una blancura aldeana que adquiere en la narrativa de Díaz Sánchez resonancias míticas, la era roja de Mene, tiempo de epifanía del petróleo, se inició cuando los musiúes hicieron saltar entre los aldeanos relucientes monedas que parecían troqueladas con un zamuro o una lechuza, pero era un águila. Sabemos que esa periodización simbólica y contrastante torna idílico y pastoral un pasado que era en mucho endémico y fúnebre, como Miguel Otero Silva lo reportaría en Casas muertas (1955). Sin embargo, la idealización del paisaje pueblerino es significativa en Díaz Sánchez el novelista –que no en el ensayista de Transición (1937)– para entender su recelo ante la era petrolera. Y los contrastantes colores de Mene ilustran, en este sentido, una actitud reticente ante lo que Carrera Damas ha denominado el “cambio perturbador”, uno de los grandes temas de la novela del petróleo.
3. Aludiendo al simbolismo de la otra novela petrolera de Díaz Sánchez, puede decirse que ambas eras nacionales se contraponen asimismo en los dos términos repetidos, con obsesión, en los desvaríos aparentes de la loca Casandra. Por un lado, la «tierra» rural que muchos habían abandonado en diferentes regiones de Venezuela, para venir a convertirse, por otro lado, en «muertos» que deambulaban por las plataformas de explotación mecánica en Campo Escondido.
En la cárcel de mediados del gomecismo, el protagonista de Casandra –hijo del Joseíto Ubert de Mene– había escuchado a algún compañero de calabozo lamentarse por el «destino de las masas rurales venezolanas, absorbidas por el petróleo», así como de que las ciudades eran «organismos parasitarios» que consumían lo producido por los campos. Tras salir de la prisión gomecista, al arribar a la «Delfos lacustre», otrora llena «de grandes poetas, de pitonisas y de juglares», otro amigo –alteridad acaso del mismo Díaz Sánchez– hizo notar a José hijo el tránsito que vivía aquel Maracaibo entrañable. «¿Sabes que nuestro pueblo ha cambiado mucho? Aquellos dichosos tiempos de la hospitalidad maracaibera pasaron ya para siempre. Ahora aquí no se oye hablar sino de dinero. Todo se vende y se compra, comenzando por la amistad y el amor». Pero fue al establecerse en Campo Escondido cuando comprendió José el hondo cambio sufrido por aquella «tierra» conjurada por la loca Casandra; se había transformado en el «sucio y congestionado riñón al que confluían misteriosas toxinas», donde la «lluvia negra» salpicaba a diario a sus «muertos» habitantes.
No obstante ese discurso denostador del petróleo, bien ha advertido D’Alessandro que las novelas petroleras de Díaz Sánchez traslucen al mismo tiempo “una verdad que se cuela por las grietas: las compañías modernizaron a una sociedad que desconocía los adelantos en nutrición, salubridad, tecnología, entre otros”. Aunque desordenadamente, el oro negro trajo asimismo progresos materiales a las aldeas envueltas ahora en «el tráfago de la intensa vida minera». Así ocurría en Cabimas, tal como contemplaban perplejos Casiano y Ño Casildo:
«Automóviles atronadores que tejían la ancha calle asfaltada, bordeadas por casitas de tablas y zinc; flamantes comercios de canastillas y botiquines en su mayoría. Al cencerro de las bocinas mezclábanse las notas sincopadas de la música en discos, broncos mugidos de vapores que cruzaban el lago, pegados a la costa como sombras chinescas; gritos humanos en idiomas heterogéneos. Y el incesante pregón de los choferes: ‘¡Voy La Rosa!’ ‘¡Voy Ambrosio!’ ‘¡Lagunillas Vooy!»
4. A través de su imaginario ficcional, mucha de la novela petrolera propaló una visión diabólica del oro negro, de su irrupción y explotación en ciudades y campamentos degenerados. Díaz Sánchez prefiguró algunos de esos demonios al animar las fuerzas mecánicas arribadas para explotar el atávico mene con el que indios y conquistadores embreaban sus canoas y galeones. Las bondades naturales de esa sustancia primigenia desaparecerían con la llegada de «aquellas ruedas dentadas y aquellas cuchillas relucientes», las cuales comenzaron su «tarea feroz» de devorar los montes. «Maquinarias fornidas, saturadas, diríase, de un espíritu de odio contra todo lo verde», maniobradas por hombres «rubios, duros, ágiles».
«Detrás de los derribadores vinieron los edificadores. Siempre más adelante, hacia los cuatro vientos. Donde hubo charcas y montes surgían casas robustas, amplias calzadas, torres agudas, tanques ventrudos. Las cuadrillas engrosaban sin cesar, organizándose bajo una disciplina férrea como las máquinas. Ya no eran sólo rubios e indios sobre la tierra mordida. Cada mañana arribaban buques repletos de hombres extraños. Babel hizo carne su mito sobre este trozo de tierra calenturienta. Todos traían la misma fiebre, las mismas ansias.
«Pueblos oscuros –Cabimas, Lagunillas, Mene–, se incorporaban al frenesí del mundo. Las veredas convertíanse en calles, los cujizales en viviendas: unas viviendas presurosas, hechas con los cajones de las máquinas y tapadas con planchas de zinc. La demencia de un sueño extravasado de las fronteras oníricas».
Reviviendo la figura de la pitonisa a quien nadie creía sus alertas sobre la destrucción de Troya, Casandra es otro mito infortunado a través del que Díaz Sánchez pareció confirmar su fatalismo sobre el oro negro. A diferencia del ensayista, el novelista dio pábulo así a las “caóticas voces” surgidas a la muerte de Gómez, tal como el mismo autor explicara al reeditar su obra en 1968, poco antes de fallecer. No solo la Venezuela petrolera era –o acaso sigue siendo– como Casandra, «una loca borracha que envenena a sus hijos», sino también sus profecías sobre la «lluvia negra» y la «muerte» portan un simbolismo que el autor se encargó de explicitar.
«¿Y qué es lo que hace Casandra sino metáforas, cuando dice esas cosas sobre la lluvia negra y sobre los muertos que todavía respiran y comen? Lo de la lluvia no puede ser más claro ni más inteligible: es el petróleo; en cuanto a que los hombres que la rodean están muertos, lo dice no porque han dejado de respirar y moverse, sino porque no saben para qué respiran y se mueven».
Entre las babeles demoniacas en que se trocan pueblos y campamentos, las profecías de la agorera margariteña resonaban acaso como oportunidad salvadora: «Como la Niké alada conducía a los griegos a la victoria, así conduciría Casandra a su pueblo en cuanto alguien pusiera en marcha su simbolismo», sentencia el narrador. Pero la Casandra venezolana terminó muerta con su nietecito, putrefacta y picoteada por los zamuros en las afueras de Campo Escondido. No parece así quedar esperanza para la conjura de los demonios y la redención del pueblo en la segunda novela petrolera de Díaz Sánchez.
A través de la “intelectualización de un tema” que poco aportó, a juicio de Carrera Damas, a la renovación estilística y sociológica lograda por Mene, don Ramón intentó reforzar –esta vez a través del mito clásico que remplaza el talante bíblico de su primera novela– la predestinación y el fatalismo concernientes a la lluvia negra, destructiva para los venezolanos. Díaz Sánchez el novelista pareció así reincidir en una visión fatídica del recurso mineral, cuyas potencialidades económicas, bien sabía el ensayista, eran inmensas.
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