Obreros en petrolera / Fotografía de autor desconocido ©ArchivoFotografíaUrbana

Retratos, hitos y bastidores: Díaz Sánchez y la novela petrolera, II

Fecha de publicación: mayo 21, 2020

«No sabía de otro culto que el del placer. Pueblo provisorio, aluvional y fermentado, no pensaba en Dios. Cada una de aquellas almas había dejado su sentido religioso en el pueblo originario allá donde contaban regresar, más pronto o más tarde, según lo que tardaran en acumular la ilusoria fortuna que al partir habían soñado».
Ramón Díaz Sánchez, Mene (1936)

1. Alcanzando por momentos resonancias bíblicas, la degeneración de la aldea infestada por los vicios de ciudad es un leitmotiv que se entrevera con la urbanización del campamento a través de la novela del petróleo. En el caso de Mene, el «mundo edénico» anterior a la revolución petrolera da paso en Cabimas a una suerte de Sodoma. Es una visión sombría del progreso que María Sol Pérez Schael, en Petróleo, cultura y poder en Venezuela (1993), emparentó con la temprana ideología anti-imperialista y las ideas redentoras de Rómulo Betancourt y Acción Democrática, para explicar en parte el éxito de la novela de Ramón Díaz Sánchez.

Así por ejemplo, en alegoría del frenesí urbano, «El Hijo de la Noche», bar y dancing de Cabimas, encapsula el fragor del campamento, que en el antro resuena enloquecedoramente, incitando al vicio y a la violencia.

«También allí tenían que alzar la voz para entenderse. Ya era un hábito gritar. El pueblo todo, de un confín a otro, estremecíase en un trueno constante. Vibraban las sirenas, repercutían los martillos de aire comprimido, zumbaban los motores de los balancines. Cada taladro tiene un balancín que succiona el negro óleo de la tierra; cada balancín tiene un motor que palpita como el corazón de un cíclope; cada motor tiene una caldera que regurgita como una monstruosa arteria rota. Además de esto, en el recinto de «El Hijo de la Noche» había mil bocas que gritaban y reían: dos mil plantas que zapateaban, una orquesta ruin que chillaba desesperadamente, destrozando un paso-doble, y mil puños que golpeaban las puertas, los tableros de las mesas y las sillas de hierro. De la calle subían los rugidos de los automóviles y el herido grito de los gramófonos».

En la tercera parte de Mene, centrada en torno a la discriminación del «Negro», la escatología del petróleo y la multiplicación del ruido se añaden al comercio extranjerizado y la proliferación de tugurios. Lagunillas se ofrece a los inmigrantes trinitarios como la «visión de pesadilla» de una «colmena enloquecida», donde los comercios exhibían

«su vanidad en las fachadas: Restaurant, Barber Shop, Laundry, Cine. Y botiquines, innumerables botiquines. Debajo del hacinamiento humano, el agua se cuajaba inmóvil, cubierta por espesa capa oleaginosa y negra. Y la atmósfera vibraba azotada por desenfrenado entrevero de músicas. Música de pianolas, de gramolas… Música infernal».

En medio de esa pequeña babel dislocada, se observa cierta depuración simbólica en la naturaleza de los elementos, como el agua y el petróleo. Estos recobraban su condición primaria sin dejar de alimentar «el caño de la vida, el precipitado riego de las pasiones» que aceleraban el tráfago de gentarada. Y mientras tanto, la humanidad impía de Lagunillas parecía maldecirse y condenarse a sí misma por su desenfreno y concupiscencia.

«No sabía de otro culto que el del placer. Pueblo provisorio, aluvional y fermentado, no pensaba en Dios. Cada una de aquellas almas había dejado su sentido religioso en el pueblo originario allá donde contaban regresar, más pronto o más tarde, según lo que tardaran en acumular la ilusoria fortuna que al partir habían soñado».

2. Al igual que Oficina No. 1 (1961), de Miguel Otero Silva, Mene y Casandra recrean los asentamientos babélicos, congestionados de migrantes, como abundaban en la Latinoamérica que dejaba de ser rural para masificarse de sopetón en campamentos y ciudades. La novela inaugural de Díaz Sánchez destaca por ilustrar la secularización del pueblo que abandona las tradiciones, mientras se desacraliza y mercantiliza al calor de la urbanización. Es un cuadro sociológico reminiscente, para el contexto venezolano, del tránsito de la Gemeinschaft (comunidad) a la Gesellschaft (asociación) descrita por Ferdinand Tönnies a finales del siglo XIX, tipificando los cambios sucedidos en villorrios europeos en trance de industrialización. Mene recuerda también, mutatis mutandis, los procesos de segregación espacial y social en medio de una urbanización conducente a la movilidad y al desarraigo, tal como reportara Robert Park para el bullente Chicago de los roaring twenties.

Lagunilas, Estado Zulia, 1929 / Fotografía de autor desconocido ©ArchivoFotografíaUrbana

A diferencia de aquellos padres de la sociología urbana, el novelista criollo – que no el ensayista de Transición (1937) y Ámbito y acento (1938) – asoma reticencias más inveteradas ante esa secularización inexorable, a juzgar por las imágenes invocadas. Como de hecho ocurriría con el fuego que arrasó a la insalubre Lagunillas de Agua en noviembre de 1939, un incendio devastador parece punir la pecaminosidad en que transcurre la vida del poblado novelesco. En medio del fragor de la fiesta incesante que tenía lugar en casinos y botiquines, donde hombres y mujeres ebrios, «arrastrados por la ferocidad del instinto, acoplaban sus cuerpos»; al calor de la noche frenética en que vibraba el populacho, el narrador hace estallar el fuego de «mil lenguas viboreantes, gruñidoras», voluptuosas, «poseídas de una conciencia diabólica para arrojar los deleznables obstáculos, las casitas ruines» del «pueblo perdido» que vivía sin iglesia.

Como haciéndose eco de ese simbolismo bíblico instaurado por Díaz Sánchez, años más tarde, en su visita a Punto Fijo y Cardón en 1952, Enrique Bernardo Núñez percibió los campamentos como «poblaciones petroleras formadas de improviso»; el autor de Bajo el samán (1963) tuvo la impresión de que las «zonas de petróleo recuerdan involuntariamente las ciudades bíblicas destruidas por el fuego», a semejanza de la Sodoma de Lot.

3. Son innúmeras las imágenes malhadadas que de la sustancia misma aparecen en la novela del petróleo. Al remontar la progenie demoníaca del oro negro, no olvidemos que Díaz Sánchez había puesto a dos de los personajes genéticos de su saga, Marta y José, como especies de Adán y Eva caídos por los aciagos designios de la explotación. Con su inocencia estuprada por el mozo aventurero que hubo de traer los gringos por vez primera a la otrora aldea apacible y pintoresca, la pobre muchacha de Cabimas «contemplaba el lago mientras el chiquillo le chupaba el seno», divisando El Mene en medio del cárdeno crepúsculo zuliano. «Y no lograba explicarse cuál maldito sortilegio produjera en el espíritu de Joseíto aquel horrible lugar de la costa. El Mene…». Recurriendo a resonancias indígenas y coloniales de la brea connotada por el vocablo, Díaz Sánchez reconstruye la épica de la sustancia y del paisaje desde el arribo de Alfínger y Ojeda, a lo largo de una ruta lacustre “terrorífica y aterrorizada”, hasta el tiempo en el que negras y vulgares sirenas silbaban “estremeciendo la sensitiva piel del aire”; mientras tanto los patos, “en vuelo pánico”, abandonaban “su alfombra de eneas que hoy sólo trasudan negror”.

En una suerte de elegía homérica del Zulia vulnerado, la exploración y explotación ulteriores del petróleo son tachonadas por Díaz Sánchez con imágenes nefastas. Guiados por Joseíto Ubert – personaje símbolo del criollo vendido al yanqui, reaparecido en Casandra, donde también el petróleo es visto como «ser invasor» – hubieron de venir muchos musiúes a explotar ese mene telúrico. Trajeron consigo pesados tractores, «carterpillars altas como castillos rodantes», que mordían la tierra «con sus bandas dentadas», suerte de «orugas diabólicas» que no respetaban obstáculos. Y había gemido «el monte bajo el filo de los machetes y las hachas», mientras las hojas caían «en una lluvia rumorosa» que impregnaba el aire de un olor a «savia nueva». Y en el pozo Equis de La Rosa se había desatado el incendio después de la explosión: «Una lengua roja apuntada hacia el cielo. Una lengua que se agitaba y retorcía con furia inexpresable. Que bramaba y se alargaba, poseída de una vida loca, amenazando los ranchos cercanos».

Prefigurando el incendio que arrasara los palafitos de la Lagunillas de Agua, el mismo Díaz Sánchez estableció el valor simbólico e histórico del fuego terrorífico que permanecería asociado a la sustancia indómita, a partir de la novela del petróleo:

«Y la llama, como una sierpe, se tendía hacia aquellos que procuraban matarla. Luego se alzaba, vigorosa, hacia las alturas, y su resplandor ensangrentaba la noche. Fue aquella la iniciación de una serie de catástrofes que rodeó con aureola de terror la fama del petróleo. Cada semana registrábase un nuevo evento de la muerte. A lo largo de los itinerarios de la explotación el fuego iba trazando una roja cadena».

Imagen cortesía del autor
Imagen cortesía del autor

4. Aunque domeñados por el hombre, los llameantes mechurrios de los campos petroleros, que rivalizaban ya con el Relámpago del Catatumbo en la Casandra de Díaz Sánchez, impresionaron a algunos escritores de paso por el Zulia. De Enrique Bernardo Núñez en Una ojeada al mapa de Venezuela (1949), a Arturo Uslar Pietri en Tierra venezolana (1953), esos relatos de viaje los registraron como símbolos de la fuerza impredecible de la economía petrolera, por alcanzar aún su apogeo. Sobre todo Núñez saludó las cabrias que materializaban el atractivo del petróleo venezolano en los mercados internacionales, lo que le llevó a concluir, acaso muy fácilmente: «El mechurrio es la lámpara maravillosa de este siglo». Sin embargo, algo más cauto sonó al comentar la visita que Míster Ralph W. Gallagher, presidente de la Standard Oil, hiciera al país en 1943:

«Al señor Gallagher le pareció el país «muy bonito», y en realidad que lo es. También a Mr. Rockefeller le pareció «muy bonito». Mr. Gallagher tiene ante sí la tierra de Venezuela, iluminada por los mechurrios, como un mapa de lindos colores, y el dedo de los geólogos le irá indicando los misterios de la tierra; los mejores sitios para las refinerías; las zonas de deslinde; las áreas de mayores posibilidades. (…) La historia actual se escribe con petróleo. De las entrañas de la tierra americana brota el petróleo y por lo mismo la historia contemporánea. Por encima del petróleo hay otras fuerzas que el mismo petróleo no puede controlar. La visita de Mr. Gallagher es de más significación para nuestro país que cualquier otra».

En la visita de los magnates norteamericanos se ve así una oportunidad histórica para aprovechar las ventajas del oro negro, que Venezuela debía asumir, en consonancia con el capital y la tecnología traídos por la presencia foránea vinculada a su producción, explotación y mercadeo. La continuidad de esta presencia, asumida como destino histórico del país, pareció ser reconocida por Núñez en Bajo el samán, cuando don Enrique visitara el lago de Maracaibo en 1952. Entonces hizo notar que, españoles y alemanes, líderes de la conquista del occidente venezolano, no habían hecho «sino abrir los caminos a los hombres del aceite». Y ello a pesar de que Núñez, en algunas de sus impresiones sobre los campamentos, no pareció escapar del simbolismo bíblico que la novela del petróleo, liderada por Díaz Sánchez, había puesto a funcionar en el imaginario venezolano.

 

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