1. Vivía yo en Madrid cuando el Caracazo estalló. Recuerdo que los estudiantes y colegas del instituto donde impartía clases me preguntaban, asombrados, por las causas de aquellas revueltas de febrero 27 y 28 de 1989, dado que Venezuela aparentaba ser, hasta entonces, uno de los países más estables en Latinoamérica. Tan sorprendido como ellos de leer los reportajes en El País y ver las escenas de saqueos por Televisión Española, yo apenas atisbaba a responder que la otrora Venezuela saudita de la bonanza petrolera, había dado señales de agotamiento desde el Viernes Negro de febrero del 83, en medio de la corrupción endémica, el bipartidismo sempiterno y la creciente desigualdad social.
Con el tiempo aparecieron análisis más sesudos. Puesto en perspectiva, mucho del Caracazo fue atribuido a que el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez (CAP) –un socialdemócrata de corte más bien populista en su primer mandato (1974-79), durante la Gran Venezuela de proyectos faraónicos– trató de adoptar a rajatabla una racionalidad tecnocrática en las políticas públicas. Apoyándose en la “generación Ayacucho” de profesionales retornados al país tras estudiar en prestigiosas universidades extranjeras, con becas de la fundación epónima creada en su primera presidencia, CAP había concebido un nuevo programa modernizador desde mediados de la década de 1980. Pero esa visión programática y tecnocrática a ser plasmada por los así llamados “IESA boys” –jóvenes académicos del caraqueño Instituto de Estudios Superiores de Administración, integrados al gabinete– chocaría con aspiraciones políticas y gubernamentales de la maquinaria partidista de Acción Democrática, la cual se sintió relegada. Y también con las percepciones de una sociedad reacia a aceptar el fin de la Gran Venezuela y la era saudita, como hicieran notar los análisis de Janet Kelly y Andrés Stambouli, entre otros economistas y politólogos.
Si bien incluido en el plan de gobierno presentado por el candidato durante su campaña, el paquete tomó por sorpresa a esa inmensa mayoría, que como suele ocurrir, no lo había leído; sobre todo a quienes, como recuerda Arráiz Lucca, “votaron por Pérez creyendo que ‘por arte de magia’ volverían las ‘vacas gordas’ de su primer mandato”. Siguiendo recomendaciones del Fondo Monetario Internacional (FMI) –con el cual se negociaba la deuda venezolana desde los ochenta, como ocurría en otros países latinoamericanos en el marco del así llamado Consenso de Washington– las medidas incluían la congelación del número de empleados públicos, el ajuste periódico de tarifas telefónicas y eléctricas, la privatización de numerosas empresas, y el detonante aumento de precios en alimentos y gasolina. Este último gatilló un incremento inmediato del 30 por ciento en pasajes de transporte público, lo cual encendió la chispa en la ciudad dormitorio de Guarenas, epicentro de la sublevación. Réplicas tuvieron lugar desde el mismo 27 de febrero en Charallave, La Guaira, Maracay, Valencia, Barquisimeto, Mérida, San Cristóbal, Maracaibo, Barcelona, Puerto La Cruz, Ciudad Bolívar, Puerto Ordaz y San Félix.
Con más de 300 comercios saqueados y seis millones de bolívares en pérdidas, los disturbios provocaron una reacción del Ministerio de la Defensa, en la que fueron movilizados catorce batallones y diez mil soldados en la capital. El estado de excepción decretado resultó en 1.000 muertos, 2.000 heridos y 4.000 detenidos, según cifras oficiales, más altas según la oposición. Esta reacción tan volátil como violenta, conocida desde entonces como “Caracazo”, evidenciaba no solo una gran fatiga económica entre la población –con una depreciación del bolívar de 900 por ciento desde el Viernes Negro– sino también el conflicto entre la razón de partido y la programática. Eran rémoras con las que debía lidiar aquel país signado todavía por un anquilosado bipartidismo, el cual había alcanzado 93 por ciento en las elecciones de 1989, si bien minado ya por un desencanto que había penetrado las bases populares.
2. Reminiscente de aquella racionalidad miope e inviable que gatillara el Caracazo fue para mí escuchar, recién llegado a Santiago a finales de septiembre de 2019, que un “panel de expertos” había decidido incrementar en treinta pesos las tarifas del metro. El aumento aplicaba a partir de un calmo domingo cuando, por cierto, hice uso del excelente servicio inaugurado en 1976. Las mejoras en este han sido apreciables en cada una de las visitas que, al menos una vez por año, he venido haciendo a Chile desde 2006. Con todo y ello, me extrañó la pasividad de los usuarios ante el aumento de tarifa, atribuyéndola yo a que ya el pueblo chileno, o al menos santiaguino, tenía internalizados esos principios tecnocráticos y neoliberales. Sin embargo, las violentas “evasiones” al pago, protagonizadas por liceístas y universitarios en las primeras semanas de octubre, advertían de cierta inconformidad y malestar. Y los sucesos venideros me confirmaron que estaba yo equivocado sobre esa internalización y pasividad ante la racionalidad tecnocrática.
El viernes 18 de octubre, sobre las seis de la tarde, estaba yo por comenzar mi clase de postgrado en el campus de Lo Contador de la Universidad Católica, ubicado en la afluente comuna de Providencia. La sesión no pudo empero iniciarse, ya que un comunicado oficial de la universidad cancelaba las actividades, en vista de las violentas evasiones y otros disturbios que ocurrían en Santiago desde el mediodía, de los que estaba yo ignorante por encontrarme en el campus excéntrico. Camino al apartotel cercano, pensé que algo muy serio debía ocurrir, para que se suspendieran actividades en una universidad que suele tener clases hasta pasadas las nueve de la noche, en un país tan laborioso como Chile. Y tan pronto llegué al departamento de Pedro de Valdivia, los canales de televisión me dieron la respuesta.
No solo estaban siendo vandalizadas decenas de estaciones del metro, sino también ardían barricadas, buses y edificios en comunas céntricas y populares; desde las escaleras de la torre Entel cercana a Plaza Italia – temprano emblema del milagro neoliberal chileno – hasta supermercados y comercios en Peñalolén y Puente Alto. Mientras los saqueos y las protestas cundían por ciudades del interior, era obvio que los carabineros estaban desbordados por el estallido. No fue entonces sorprendente observar al presidente Sebastián Piñera, desconcertado y titubeante, apareciendo en cadena nacional de televisión esa misma noche, flanqueado por su primo Andrés Chadwick, ministro del Interior, para decretar el estado de emergencia y el toque de queda en Santiago y Valparaíso desde el mismo viernes. Con hospitales y aeropuertos colapsando, subsecretarios y funcionarios se sucedían en las pantallas de CNN Chile y Televisora Nacional, dando instrucciones sobre cómo obtener salvoconductos para circular y desarrollar otras actividades en los venideros días de excepción. Y escuchando el estruendo de los helicópteros y el ulular de las sirenas, me percaté de que era quizás la primera vez que experimentaría yo un toque de queda.
3. Similitudes con situaciones venezolanas contemporáneas –de las protestas impenitentes a la escasez de bienes básicos– comenzaron a aparecer en la siguiente semana de la primavera chilena, cuando las actividades fueron suspendidas en casi todos los centros de enseñanza públicos y privados. “Nosotros estamos curtidos en estas lides”, me comentaron los encargados venezolanos de un pequeño mercado en Pedro de Valdivia, adonde acudí a abastecerme de alimentos básicos el mismo lunes 21; estaban entonces cerrados mis comercios habituales, de la panadería Castaño al supermercado Santa Isabel. Con los mismos dependientes venezolanos –profesionales que atienden comercios desde que migraran, como ocurre con muchos connacionales– conversamos de las posibles similitudes con las recientes protestas en Ecuador. Estalladas semanas antes, fueron también desatadas por incrementos en los precios de combustibles y otros rubros, siguiendo pautas del FMI; su ferocidad llevó incluso, como se sabe, al presidente Lenin Moreno a mudar temporalmente la sede del gobierno de Quito a Guayaquil.
Junto a comparaciones latinoamericanas actuales, con colegas de la universidad barajamos, en los azarosos días subsiguientes, los antecedentes que podían hallarse en la misma historia chilena. De la “huelga de la carne” en octubre de 1905, ferozmente reprimida por el gobierno de Germán Riesco, a la matanza de obreros de Iquique en 1907, se mencionaron las protestas que voceaban demandas por la “cuestión social” de comienzos del siglo XX. Estas fueron agudizadas por la caída en los precios del salitre tras la Primera Guerra Mundial, extendiéndose hasta la Gran Depresión iniciada en 1929, de la que Chile resultó entre los países más golpeados en Latinoamérica. Pero el antecedente más similar a este estallido primaveral parecía ser, según colegas y estudiantes, la “revuelta de la chaucha” en agosto de 1949, detonada por un alza de veinte centavos de peso – o “chaucha”, coloquialmente – en los precios del transporte público. Las movilizaciones cobraron fuerza en el ya controvertido gobierno de Gabriel González Videla, impopular por haber proscrito a los comunistas, tras utilizarlos en la coalición del Frente Popular que lo llevara al poder.
4. En medio de posibles paralelismos entre esta primavera chilena del 2019 y los antecedentes tanto nacionales como latinoamericanos, contemporáneos o históricos, seguí yo rumiando las analogías con el Caracazo. Estas no solo provenían de la virulencia de las protestas gatilladas por incrementos en las tarifas de transporte, sino también de haber ambos eventos representado reacciones masivas y sorprendentes, en países de aparente estabilidad, ante problemas estructurales largamente escamoteados. Y en este último sentido asomaron otras similitudes y diferencias refractadas, obviamente, por las tres décadas transcurridas entre ambos estallidos sociales.
Allende la reacción contra el programa neoliberal epitomado en el alza del precio de la gasolina, el Caracazo evidenció, grosso modo, el malestar contra un establecimiento político cuyo bipartidismo había dejado de ser representativo, socavado además por la corrupción y la desigualdad social, en una Venezuela de economía descompuesta. En cambio, esta suerte de Caracazo de Santiago comenzó en un Chile que, con un ingreso per cápita sobre los veinticinco mil dólares, se mira en el espejo de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), el club de países ricos al cual ingresara el tigre latinoamericano en 2010. Sin embargo, la agenda fraguada en las protestas tras el estallido inicial, de transporte y salud a pensiones y educación– demandas ya aparecidas de manera parcial en años anteriores– apuntan a los pilares del programa neoliberal instaurado por la dictadura de Pinochet. En conversaciones con colegas rememoramos entonces que, antes incluso de la emblemática visita de Milton Friedman a Santiago en marzo de 1975 –cuando recomendara al general un shock treatment para la economía estatista e inflacionaria– la llegada de Sergio de Castro como ministro en 1974 había sentado esas piedras angulares del programa. Este comenzó por la liberación de precios y la restitución de la propiedad privada, la apertura a la inversión foránea y el rescate de la confianza empresarial, mientras se reducía el gasto público en educación, salud y pensiones. Entonces la disminución de la participación estatal en la economía –que alcanzaba 40 por ciento del PNB al iniciarse la década de 1970 –redujo el déficit fiscal y previno la hiperinflación, según recordara Francisco Rosende en La Escuela de Chicago (2007).
En vista del milagro chileno proclamado para finales de los ochenta –cuando Latinoamérica, por contraste, cerraba la década perdida asolada por la crisis de la deuda– la democracia restablecida no cambió la orientación neoliberal de la economía. En efecto, la victoria de la Concertación en el plebiscito de octubre de 1989 demostró que las reformas políticas eran necesarias para diseminar los beneficios del milagro económico. Sin embargo, se creyó que el bienestar social solo podía ser alcanzado si los pilares de esas políticas neoliberales eran mantenidos, incluyendo la minimización de la participación estatal en los fondos de jubilación, educación y salud. Y es por ello que, me recordaban los colegas, una de las consignas más voceadas durante las protestas ha sido que “no son treinta pesos sino treinta años”, apuntando justamente a no haberse producido un golpe del timón neoliberal desde el restablecimiento democrático en 1989.
5. Durante las primeras semanas de noviembre las protestas se extendieron por todo el país y diferentes sectores de la capital, incluyendo las inmediaciones del Costanera Center, icono secular del Chile capitalista. Más de una barricada vi arder desde de mi apartotel en la cercana Providencia, mientras las compras eran apresuradas en comercios que cerraban desde el mediodía. El edificio donde me suelo alojar es vecino de una iglesia griega ortodoxa, la cual, para mi asombro, no solo hubo de colocar un cartel advirtiendo que no es católica –para no ser atacada, como muchas otras– sino también selló el acceso principal, al igual que casi todas las tiendas del sector.
En medio de este desolador paisaje urbano, donde la vida pública era mermada, algunos colegas se manifestaron preocupados por la violencia extrema y el vandalismo que ha destruido espacios e instalaciones colectivas, junto a patrimonio cultural e histórico. Otros hicieron notar la importancia de los jóvenes en las movilizaciones, manifiesta desde el inicio de las evasiones. Al igual que en otras protestas antiglobalización recientes –de Europa al Medio Oriente– ese protagonismo juvenil se condice con el papel de las redes sociales en las convocatorias. A pesar de las diferencias en los análisis, casi todos los colegas permanecían optimistas sobre el saldo de este “despertar” en el largo plazo. Porque una vez superados los procesos económicos y sociales desencadenados por esta primavera chilena, los cuales apenas comienzan; así como una vez adoptadas las reformas políticas e institucionales –incluyendo probablemente una nueva constitución que sustituya a la de 1980– emergerá un Chile “más justo, inclusivo y sustentable”.
Coincidí con ellos en este último sentido, sobre todo apostando por la institucionalidad chilena que tanto admiro, apoyada en una macroeconomía sólida y fiscalmente responsable, la cual permitirá una redistribución más equitativa del ingreso. Sin embargo, además de mi desconsuelo ante el nuevo paisaje urbano chileno, donde la vida pública parece asediada, les manifesté mis temores heredados de la experiencia venezolana posterior al Caracazo. Conversamos sobre cómo la reacción contra el establecimiento partidista y gubernamental condujo a una incendiaria protesta de calle, también conocida como “anti-política”, la cual llevó a la salida de CAP en 1993, antes de terminar su mandato constitucional. Y por el resto de la década de 1990, no obstante los esfuerzos durante el segundo gobierno de Rafael Caldera (1994-99), esa anti-política, atizada por los golpes frustrados del 92, terminaron desmantelando el sistema partidista y el Estado de derecho, con consecuencias incontrolables en los años por seguir.
Los colegas me reconocieron que, por ser un estallido que hasta ahora no tiene el rostro de un líder opositor, se corre el riesgo de que pueda surgir uno de la noche a la mañana, adoptando posiciones extremas de derecha o izquierda. Estas son muy probables, añadieron, en una sociedad clasista como la chilena, donde las heridas de la dictadura están aún sin sanar; y donde al mismo tiempo florecen las narrativas idealizadoras de los años de la Unidad Popular, sobre todo entre jóvenes que no los vivieron. Por lo demás, esa oscilación tiene lugar en una convulsionada Latinoamérica donde, como ocurre desde los años posteriores al Consenso de Washington, las reformas liberales son opuestas por el estatismo y el neopopulismo. Y esta suerte de Caracazo de Santiago, me permití añadir a los colegas, es un recordatorio de que el jaguar chileno, no obstante mirarse en el espejo de la OCDE, deambula por tierras latinoamericanas.
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Fotografía de portada: Vasco Szinetar
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