Enrique Bernardo Núñez: Autor desconocido ©Archivo Fotografía Urbana

Retratos, hitos y bastidores: Geografía ensayística de Enrique Bernardo Núñez (I)

Fecha de publicación: junio 10, 2021

“El puente de Brooklyn lo conocía desde la niñez por una foto del tiempo de su inauguración
que guardaba mi padre, junto con otras de aquel Nueva York de su juventud. Mujeres de
faldas largas y hombres de sombreros de copa. Vivían entonces en Nueva York muchos
suramericanos, entre otros unos cuantos ilustres desterrados. Una época ya tan remota, que
parece hubieran corrido mil años desde entonces”.

Enrique Bernardo Núñez, preámbulo a Viaje por el país de las máquinas (1954)

1. En un obituario posterior al deceso del pensador alemán en 1936, Enrique Bernardo Núñez (1895-1964) dejó ver su conocimiento de la trágica lógica histórica, que sobre la decadencia de las culturas fáusticas, urdiera Oswald Spengler, “hombre de pensamiento crepuscular”. Algo de esta oscura teleología spengleriana penetra el reporte que de Estados Unidos ofrecería el periodista, narrador y ensayista venezolano en su Viaje por el país de las máquinas (1954), libro donde se superponen varios estratos de su experiencia norteamericana. Primeramente, el reporte ofrecido en su columna “Signos en el tiempo”, publicada en El Universal por el cónsul en Baltimore entre 1937 y 1938. Entonces Estados Unidos podía parecer todavía “un mundo distante” al lector criollo, antes de que sobrevinieran «tan notables cambios en el aspecto de nuestras ciudades, y en nuestro mismo estilo de vida», señaló el diplomático y periodista en la introducción de 1954. Y ese reporte temprano fue completado por el recorrido del intelectual venezolano a través de la varia geografía económica y cultural del emporio industrial gringo, una vez que Núñez regresara a vivir allí entre 1940 y 1941.

De esa suerte de palimpsesto periodístico pueden extraerse diferentes postales de Nueva York, conocida por don Enrique a través de sucesivos viajes y anécdotas. Una de estas remitía a la publicación, en Brujas, de la novela La galera de Tiberio (1938), elaborada sobre la hazaña de la construcción del canal de Panamá. Aquí había prestado Núñez servicios diplomáticos al régimen de Gómez en 1930, tal como lo hiciera en Bogotá (1928) y La Habana (1929), colaborando en la capital colombiana con el diario El Tiempo. Esa edición belga no pareció satisfacer las exigencias del narrador iniciado con Sol interior (1918), quien decidió arrojar mucho del tiraje al río Hudson. Solo algunos ejemplares, conservados y enmendados, servirían para la segunda versión, según reseña una semblanza de Núñez publicada en 2003 en la edición aniversario de El Nacional, diario donde también colaborara el periodista y cronista.

Ese mismo río Hudson atraviesa las postales neoyorquinas, de datas diversas, que se suceden en Viaje por el país de las máquinas. Ensamblan todas aquella formidable silueta urbana que, presidida por la estatua de la Libertad, emergía como emblema de progreso americano en medio del europeísmo de la Belle Époque. Y el autor se encarga de superponer esas postales en el preámbulo del libro:

“Desde mi ventana veo el Hudson que corre bajo los puentes sobre los cuales se precipita eltorbellino de máquinas. De tiempo en tiempo suenan los silbatos de las embarcaciones. La estatua de la Libertad, también vestigio de otro tiempo, puede verse entre las brumas de la bahía. La estatua de la Libertad iluminando al mundo, tal como se leía al pie de viejos grabados, en las (sic) de viajeros y en solemnes artículos. El puente de Brooklyn lo conocía
desde la niñez por una foto del tiempo de su inauguración que guardaba mi padre, junto con otras de aquel Nueva York de su juventud. Mujeres de faldas largas y hombres de sombreros de copa. Vivían entonces en Nueva York muchos suramericanos, entre otros unos cuantos ilustres desterrados. Una época ya tan remota, que parece hubieran corrido mil años desde entonces”.

2. Allende los Nueva York, varios momentos metropolitanos se entreveran en Viaje por el país de las máquinas, donde – al igual que en La ciudad de nadie (1950), de Arturo Uslar Pietri – la crítica spengleriana ensombrece los portentos del materialismo yanqui. No solo reconoció Núñez que el “gran culto del dinero” era el “hilo”, el “factor mágico” que hacía posible todos los prodigios económicos y técnicos de Estados Unidos. También, por ejemplo, al referirse a la visión que de la “City of the big shoulders” (1914), plasmara en sus poemas Carl Sandburg, “cantor de Chicago”, Núñez resaltó las “vidas desesperadamente monótonas, cansadas, de inútiles deseos, sin sueños”, consumidas por la quimera metropolitana que había sido el Chicago de la industrialización. Era esta una gran maquinaria destripadora, incluso de “niños enviados a las fábricas, condenados a comer polvo y a morir con los corazones vacíos por una escasa paga, unos cuantos sábados por la noche”, Núñez dixit.

Seguramente sabía el cónsul y novelista venezolano que esas luces y sombras chicaguenses atraviesan no solo la poesía de Sandburg, suerte de Walt Whitman de Chicago, sino también novelas ambientadas en la metrópoli industrial. Así ocurre en Sister Carrie (1900) de Theodor Dreiser, variante americana de la Nana (1880) de Emile Zola. La inocencia provinciana de la trepadora se pierde no ya en los palacetes parisinos de una pequeña nobleza arruinada, sino en los colosales hoteles y tiendas por departamento que despuntaban en aquella “segunda Nueva York”. También hay algo de diatriba en el reporte proletario de la vasta y feroz, “inmisericorde” metrópoli de bestializados humanos, ensamblada por Upton Sinclair en The Jungle (1906). Mucho de ese organicismo social, en el sentido de Emile Durkheim, alimentó los principios urbanos registrados por Robert Park, Ernest Burgess y Roderick McKenzie en The City (1925). Y esta fue la primera aproximación socio-espacial a la metrópoli moderna, no por casualidad fraguada en el laboratorio social que era el millonario Chicago de los guetos y los gangsters legendarios, de las drogas y el alcohol clandestinos.

Viaje por el país de las máquinas (Ediciones Garrido, 1954), por Enrique Bernardo Núñez

3. Con “sus doscientos parques y sus nueve mil fábricas”, esa “ciudad de anchos hombros” era una contrastante metrópoli de prodigios tecnológicos y desolación humana. Fue evocada por Núñez a través de la poesía de Sandburg, suerte de épica fundacional en la construcción del mito secular estadounidense. Desde comienzos del siglo XX, el símbolo de ese mito pareció ser el rascacielos, en el que don Enrique entrevió un “alma” colectiva reminiscente también, a mi juicio, de la lectura de Spengler.

“Los rascacielos anchos, labrados descuellan de día entre el humo y el sol; descuellan de noche entre el humo y las estrellas. Pero el rascacielo (sic) tiene un alma. El alma de los que allí combaten, caen, luchan, intrigan matan y mueren, el alma de las estenógrafas de diez dólares a la semana, sonrisas y lágrimas, se ha metido entre las piedras del rascacielo (sic) y forman su alma. De este modo Sandburg al describir a Chicago, describe también todas esas aglomeraciones humanas que llaman ciudades, las más grandes y las más pequeñas”.

Esa concepción del “alma” de la ciudad resultante de la dominación de esta sobre su derredor –provincia, región, colonia– es una determinación negativa y sojuzgadora, claramente establecida por Spengler en el capítulo homónimo de La decadencia de Occidente (1918-1922). Es una concepción que –tal como veremos en próxima entrega– acompañó a Núñez al recorrer el interior venezolano, avasallado por las metrópolis petroleras. Así lo atestiguan otros libros de su geografía ensayística, desde Una ojeada a mapa de Venezuela (1939) a Bajo el samán (1963).

Estatua de la Libertad, Nueva York: Autor desconocido ©Archivo Fotografía Urbana

4. Como otros miembros de la generación de 1918, traumada por la Gran Guerra, Núñez denunció el olvido del humanismo alimentador del espíritu en su Viaje por el país de las máquinas. En este sentido, también resuena la letanía spengleriana sobre la decadencia del materialismo occidental en el sombrío cuestionamiento que, llevado por la toponimia metropolitana, hiciera don Enrique del industrialismo anglosajón. Al pasearse por la “Calle de Goethe” (1941) de Chicago, mientras recordaba los innumerables crímenes reportados a diario en los periódicos del país opulento, el visitante venezolano sentenció: “el desarrollo industrial como fin exclusivo no garantiza por sí solo la felicidad humana. En medio de la mayor pujanza industrial, el hombre se agita con el corazón vacío”. Ante esa insalvable nada espiritual, parecían achicarse los logros en educación superior, los volúmenes de producción de acero, o el florecimiento de la cultura que ellos permitieran al hombre moderno: “Los millares de fábricas no son suficientes. Esa terrible falla lo abandona inerme en medio de sus máquinas”, sentenció el humanista venezolano.

Una visión más esperanzada ante el industrialismo materialista asomó empero al reportar los prodigios productivos de Detroit en “El reino del automóvil” (1941), donde las fábricas de Ford, Cadillac, Pontiac, Chrysler y Buick le hicieron afirmar: “Viendo la construcción de autos se comprende la edad de la burocracia”. Acaso por contraste con las anquilosadas administraciones gomecistas, donde sirviera en secretarías de gobierno y legaciones diplomáticas, Núñez barruntó el aceitado alcance del “fordismo”. Este vería la lógica productiva y líneas de ensamblaje de la masiva industria automotriz como epítomes de los procesos de mecanización y especialización, aportes del capitalismo norteamericano a la modernidad política y social de entreguerras.

El entendimiento del “fordismo” en tanto lógica industrial norteamericana que penetrara las diferentes esferas de la vida moderna, se confirma en el significativo artículo “Ford y Toynbee” (1963). Publicado en El Nacional y recogido en Bajo el samán, la reseña fue escrita a propósito de las coincidentes visitas dispensadas por el industrial norteamericano y el historiador británico a la pujante Venezuela petrolera. A propósito de las colosales obras académicas que, a juicio del propio Arnold J. Toynbee, reproducían en el seno mismo de las universidades “las exageraciones patológicas” de la “civilización industrial”, fustigó el autor de El hombre de la levita gris (1943): “Monumentos de ‘historia sintética’, en las cuales se emplean de ordinario términos de ‘factoría’, de ‘laboratorio’ que tendrían puesto de honor junto a los túneles, puentes, diques, acorazados, rascacielos y demás obras colosales de nuestro tiempo. Algo parecido puede ocurrir a la obra del mismo Toynbee”.

Más que desmerecer los aportes del autor de A Study of History (1934-61), el comentario de Núñez era, a mi juicio, punzante advertencia sobre la penetración del industrialismo y la especialización, no solo en los campos prácticos y técnicos, sino también teóricos y académicos. Era al mismo tiempo recordatorio de que ese industrialismo había pasado a ser dominio secular del “país de las máquinas”, el cual sucediera, en un traslatio imperi, la égida progresista comandada por el Imperio británico durante la era victoriana. No es una lección histórica menor, entre las varias extraíbles de la geografía ensayística de Enrique Bernardo Núñez.

 

Lea también el post en Prodavinci.

Etiquetas:

COMPARTE:

Facebook
Twitter
LinkedIn
Email