“Es pues, el presente un libro anticuado. La ciudad de los techos rojos, rasgo peculiar con que
la distinguió el poeta, es el tercero de sus nombres. Primero, el de Santiago de León de
Caracas. Luego, el de Ciudad Mariana de Caracas. Por último, el de Ciudad de los Techos Rojos”.
Enrique Bernardo Núñez, “Nota preliminar” (1962) a la segunda edición de La ciudad de los
techos rojos (1947-49)
1. Cierta influencia de Oswald Spengler acusa la interpretación que, sobre la brecha entre provincia y capital, ofreciera Enrique Bernardo Núñez (1895-1964) en Una ojeada al mapa de Venezuela (1939). Ya vimos en la entrega anterior que el historiador valenciano se apoyó en el pensador alemán al explicar el imperio de la civilización estadounidense en el mundo de posguerra. Según el autor de La decadencia de Occidente (1918), siguiendo una suerte de expansión a través del orbe civilizador, el epicentro de la degeneración cultural tiene lugar en ciudades trocadas en metrópolis; estas son rodeadas por periferias que se tornan dependientes, debido a la apropiación, por parte de aquellas urbes, de un “alma” dominante.
Algo de ese sojuzgamiento de la provincia por parte de la capital resuena en las páginas que abren, desde una sección llamada “La curva de la historia”, el libro de Núñez, suerte de tratado de geografía histórica y crónica de viajes al mismo tiempo. Refiriendo a las antinomias territoriales de Domingo Faustino Sarmiento –nucleadas en torno a la contraposición decimonónica entre barbarie y civilización – Núñez esboza las desigualdades regionales en Venezuela con un lenguaje cargado de vitalismo spengleriano. Su interés historiográfico justifica la cita del siguiente pasaje, relativamente extenso.
“El hombre del interior que hace de la ciudad su meta desdeña su solar. El interior es a los ojos de la ciudad algo vago, irreal, donde faltan las comodidades materiales, indigno de ser habitado. Del interior vienen los productos naturales: café, cacao, azúcar. Hacia el interior refluyen las modas, y el auto suprimió hace tiempo la especulación del comerciante que enviaba a los pueblos lejanos los desechos de su tienda. Después de esto la ciudad envía hacia el interior su desdén. El interior, el desierto que diría Sarmiento, la percibe gigantesca, con desconfianza. La desea y la teme. Pero en realidad, la ciudad es pequeña y débil frente a sus soledades. La ciudad vegeta aislada en aquel linde y trata de ocultar su flaqueza. En medio de esa naturaleza en la cual se aprende ante todo a ser sincero consigo mismo, existen diseminadas otras poblaciones, las cuales describen círculos semejantes. En ninguna parte se ostenta mejor esa influencia fatal de la ciudad. A veces al cruzar una aldea, se ven casas abandonadas. El hombre se ha marchado de allí sin amor a sus recuerdos. Ha cambiado sin dificultad el hogar por una reducida habitación en la ciudad fría de afectos o para construirse una vivienda, expresión de un ambiente sórdido”.
Los efectos más dramáticos del síndrome spengleriano sobre la urbanización desequilibrada coinciden en mucho con el reporte de Núñez a través de la Venezuela recorrida. Desde el desdoblamiento e incomunicación de las formas culturales y civilizadoras al interior de una misma nación; pasando por la vulnerabilidad económica de la gran ciudad, disimulada por la artificiosa arrogancia de las modas que irradia; hasta el inexorable desarraigo del provinciano migrante a la metrópoli. Pero la admonición más punzante de Núñez apunta a las desdeñosas ciudades venezolanas que habían sido “incapaces de cumplir su destino”, además de haber provocado el “abandono de la tierra”, rodeadas de un falso “culto al progreso”. En vista de esos desequilibrios territoriales del país petrolero, prefiguró así Núñez el tono recriminador que continuarían Mario Briceño Iragorry, Mariano Picón Salas y Arturo Uslar Pietri en sus ensayos geográficos de mediados del siglo XX.
2. Coetáneo y pariente de Transición (1937) –aunque el libro de Ramón Díaz Sánchez se orientara más hacia la política– Una ojeada al mapa de Venezuela cabalga entre la crónica de viajes, la geografía económica y la historia. Ya en los inicios de la revolución petrolera, mientras viajaba por tierra venezolana como periodista, Núñez ofreció reportajes que anticipaban, en registro noticioso, lo que Miguel Otero Silva recrearía como novela en Casas muertas (1954). En vez del Ortiz llanero, el autor valenciano captó la visión del Montalbán carabobeño, cuyas ruinosas casas, si no se regalaban, se vendían por trescientos bolívares, para que los compradores se llevaran puertas y ventanas con más valor que el inmueble; casas donde ya no se encendían las lámparas, a los costados de «calles cubiertas de monte».
En “Montalbán” (1943), don Enrique creyó ver en el renacer del «regionalismo» una tendencia que podría contraponerse al «despego por la región nativa», lo único que, según él, se había cultivado en el país en años precedentes. Sin embargo, el pueblo que se perdía en la tarde de los viajeros, «con sus luces y sus calles desiertas», ofrecía una sombría postal de irreversible abandono y destrucción, característicos ya de la provincia venezolana. El antiguo propietario de una finca agrícola de la región respondió a ese artículo de Núñez, para referirle lo que creía era la causa de sus propios males y los de pueblos como Montalbán. Tal como ocurriera a otros paisanos, el espejismo de la carretera les había hecho vender sus casas para comprar automóviles y camiones que les permitieran venirse a la gran ciudad; y aquí – ¿Valencia? ¿Maracay? ¿Barquisimeto? – de un día para otro se habían encontrado sin nada. Apuntando al desarraigo y la pérdida de valores regionales, la respuesta de don Enrique dramatiza el retrato del campesinado venezolano burlado por los espejismos de la vida urbana:
«Desean salir de todo aquello, del cultivo de la tierra que es un trabajo duro e irse a la ciudad a vivir fácilmente. Han creído hacer un brillante negocio. Han comprado su ruina. La culpa realmente es de la falta de educación. No les enseñaron lo indispensable o sea, el amor a su país ni el valor real de éste. No han sentido vínculo alguno con la tierra que han trabajado por largos años y la cual también labraron sus antepasados. (…) De este modo, la tierra antes rica y próspera se ha quedado sola y pelada. Quedan villorrios en ruinas. Pasan unos camiones…»
El camión cargado de campesinos migrantes deviene, al igual que al final de Casas muertas, símbolo del desarraigo y abandono de la Venezuela agrícola. Si bien aliviado ya de algunas endemias y plagas que asolaban al Ortiz novelesco de Otero Silva, ese país de campesinos capitulaba ante los espejismos, no ya de los campamentos petroleros –como también ocurre en las novelas de Díaz Sánchez – sino de las ciudades dilapidadoras del oro negro. Apelando a imágenes ensombrecidas por la visión demoníaca del aceite, Núñez concluyó su respuesta al agricultor de Montalbán reforzando su mencionada admonición sobre la engañosa taumaturgia de la urbanización venezolana, la cual socavara los cimientos del regionalismo. Por ello afirmó el autor en otro artículo, «La mayoría campesina» (1943), que incluso en las ciudades, los venezolanos éramos una suerte de «campesinos desarraigados» que habíamos tenido que dejar las semillas y los campos «por falta de lo uno y de lo otro».
Al igual que la letanía de Uslar, la prédica de Núñez contra el desarraigo y la errancia del campesinado no solo hacían resonar la interpretación de Spengler, sino a la vez anticipaba la tesis de Bryan Roberts en Cities of Peasants (1978). Este ejemplificó la interpretación venidera sobre la urbanización en América Latina en tanto proceso gatillado por el abandono de las estructuras agrarias y los valores de la tierra, llevando a la expulsión de aquella población rural hacia las ciudades, sin convertirla a los patrones propios de estas.
3. Pero la crítica de don Enrique hacia el desarraigo y la migración del campesinado no debe hacernos pensar que recelara las ciudades. Antes bien, a través de su geografía ensayística –como también en algunas de sus novelas– se consagró a encontrar las raíces de la tradición urbana. Como primer Cronista de Caracas que fue entre 1945 y 1950, y desde 1953 hasta su muerte en el 64 –relevado por Briceño Iragorry en el período intermedio– la preocupación patrimonial de Núñez cristalizó en clásicos como Arístides Rojas. Anticuario del Nuevo Mundo (1944), La ciudad de los techos rojos (1947-49) y Figuras y estampas de la antigua Caracas (1962-63).
Resulta significativo que mucha de la miscelánea reunida en esos textos fuera publicada en las décadas de 1940 y 1950, cuando la “capital del petróleo” estaba “urgida de modernidad”, al decir del mismo autor en la “nota preliminar” de 1962 a la segunda edición de La ciudad de los techos rojos. Cual impostergables reportes de la Caracas antañona que estaba siendo derruida por la vorágine metropolitana, esos textos sirvieron al historiador para preservar, en clave de crónica, los anecdotarios y retablos capitalinos que las nuevas generaciones no alcanzaríamos a conocer. Al mismo tiempo, con frecuencia insertó el periodista, al recorrer esquinas y calles céntricas, referencias a un presente mutante, cuyos atropellados cambios políticos y económicos alteraban el paisaje tradicional. Así por ejemplo, al pasear por Candelaria, barajó el cronista, con guiños de humor, los nombres y colores cruzados en el caleidoscopio de la americanizada democracia:
“La calle de Candelaria, la más castiza calle de Caracas, se cubre de nombres ingleses. Edificio ‘Manhattan’. Edificio ‘Maryland’. Edificio ‘Centric’. Cine ‘Hollywood’. Hotel ‘Waldorf’. Se ven también en las paredes avisos electorales. Partido Socialista Venezolano. Partido Comunista. Acción Democrática. Copei. Unión Republicana Democrática. Colores rojo, blanco, verde o ‘marrón tierra’. Los tanques de la Shell coronan el abra de Catia, el antiguo cerro de la mar”.
Compuesta por libros que parecen raros y anacrónicos en medio del frenesí constructivo y modernista de aquellos años, la obra de Núñez resultó fundacional para la crónica urbana del siglo XX. Sus capítulos construyen, como resumiera William Niño en 1999, a propósito de La ciudad de los techos rojos, «la memoria de una república arquitectural, escriben el paradigma de todos los libros sobre la ciudad, exponen la pasión única de un cronista angustiado al borde los tiempos modernos». Y esa angustia frente a «la consecuencia mortal de las grandes transformaciones», hizo que Núñez, al igual que Briceño Iragorry, se refugiara en la historia de aquel “tiempo lento”, fijando «en el recuerdo del espacio urbano, la alternativa de la única herencia».
4. Junto a sus títulos como historiador –entre los que destacó El hombre de la levita gris (1943), biografía de Cipriano Castro– la labor cronística de Núñez le valió su reconocimiento como Individuo de Número de la Academia Nacional de la Historia en 1948. Entonces Aquiles Nazoa –otro cronista caraqueño, acaso menos erudito pero más popular– le dedicó unas estrofas entrañables, donde resuenan motivos de Bajo el samán (1963), así como de la geografía ensayística de Núñez:
“Este Enrique Bernardo, caminante y poeta, que todos los domingos se va al campo a buscar los arroyos más claros para mojar la pluma, y a recoger apuntes de luz dominical.»
“Se sienta ante un librote venerable y añejo y como empuña el rudo timón el capitán, reconoce paisajes a la orilla del tiempo y luego vuelve y cuenta y se vuelve a la mar. “Este Enrique Bernardo con el Ávila al fondo, se ha echado encima un título grave como un responso: individuo de número y académico y tal…»
“Más pese a los esdrújulos y al sillón y a todo eso, este triunfo de Enrique me alegra, porque pienso, que en la Academia han plantado un samán”.
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