“¡Una niña de dieciocho años, sola, de su cuenta, en una capital como ésa! ¡Qué
disparate! ¡Qué peligro! ¡Cuando lo pienso!… Y no lo figures que aquí en Caracas
puedes hacer lo mismo…»
La abuela de María Eugenia, en Teresa de la Parra, Ifigenia (1924)
1. Tras la mudanza de Juan Vicente Gómez a Maracay en la segunda década del siglo XX, el supuesto castigo del dictador a la capital venezolana azotó especialmente a caraqueños cosmopolitas, con anhelos allende los confines impuestos por el régimen. De José Rafael Pocaterra a Antonio Arráiz, este conflicto fue recreado en el realismo literario de la era gomecista. Tal como el desengaño ante la feble modernidad de entre siglos atravesara el modernismo, de Miguel Eduardo Pardo a Rufino Blanco Fombona, pasando por Manuel Díaz Rodríguez. El espejismo del pequeño París de los trópicos se esfumó ante María Eugenia Alonso –protagonista de Ifigenia (1924) de Teresa de la Parra– quien retornó a la capital venezolana tras años de educación europea. Si el Alberto Soria de Díaz Rodríguez dramatizó la frustración cultural de los intelectuales en la ciudad heredera del guzmanato, María Eugenia encarnó, con vestigios de la Ifigenia griega, el sacrificio de la joven librepensadora en la Caracas gomecista.
Poco después de su llegada, al volver a visitar el centro de la capital de techos rojos con su abuela, María Eugenia no pudo percibir animación alguna en el supuesto París de Suramérica. Por el contrario, la Caracas de sus reminiscencias infantiles ahora “resultaba ser aquella ciudad chata”, tristemente andaluza, “que se había adormecido bajo el bochorno de los trópicos…”. No solo el paisaje urbano de la ciudad sino también el panorama social de la capital gomecista resultaba chato y sombrío para el cosmopolitismo de María Eugenia. Tan pronto como la joven se vino a vivir con su abuela, esta se escandalizó de que la nieta hubiera estado por su cuenta en París, previniéndole de hacer lo mismo en Caracas. En una ciudad donde la gazmoñería arropaba buena parte de la generación crecida en dictadura, las señoritas eran a menudo calumniadas si no se comportaban debidamente. Sobre todo ante los ojos de la gente mayor, siempre suspicaz de la influencia perniciosa de revistas y novelas francesas.
2. Además de restringir su libertad personal, María Eugenia hubo de moderar su estilo avant-garde, en una capital donde las mujeres distaban de alcanzar el chic parisién. De El Cojo Ilustrado a Élite, el dernier cri en moda ciertamente aparecía en las revistas venezolanas: desde la polémica «falda pantalón» usada por las parisinas, hasta los trajes «sastre» ingleses, pasando por los vestidos al estilo Liberty. Pero la flapper venezolana pertenecía a una generación más desenfadada, modelada en los bocetos de Paul Poiret y Coco Chanel: jóvenes que usaban kimonos en casa y tenían el cabello cortado à la garçonne. Que no leían ya Flaubert o Lamartine, sino Bourget y Colette, mientras escuchaban Satie y Stravinski. Sin embargo, tal como ocurría en muchas otras casas modestas y «decentes» de Caracas, les années folles no habían llegado todavía al adusto hogar de la abuela de María Eugenia. En parte por ello decidió iniciar el «Diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba», subtítulo dicente del esplín que envuelve la novela intimista.
María Eugenia subvertía así las convenciones sociales desde la casa de la abuela, que como ha mostrado María Fernanda Palacios en Ifigenia. Mitología de la doncella criolla (2001), trasuntaba la ciudad del gomecismo. Y de esa subversión doméstica emana parte de la «tensión cubista», que según José Balza, caracteriza la obra de Teresa de la Parra, donde «memorias, diarios, cartas se entretejen para convertir la intimidad en un inquietante fresco de la vida venezolana».
Pero fuera del boudoir de María Eugenia, los años locos seguían sin llegar al hogar de su abuela y de su tía, como tampoco habían arribado a muchas otras casas decentes de la Caracas gomecista. Ese desfase inicial de la europeizada señorita que escribía porque se aburría en la sociedad pacata y pueblerina marca la esencia de la Caracas de María Eugenia. Por ello, aun cuando en la capital de Ifigenia asomara la segregación de la ciudad mercantil, en vísperas de la revolución petrolera, «imaginamos” –al decir de Salvador Garmendia en «Caracas es una novela sin escribir» (1992)– que la ciudad de entonces “era una repetición fidedigna de la muy pueblerina mansión de los Alonso, con sus corredores sombreados y su jardín de helechos».
3. La señorita que escribía por fastidio voceaba en parte impresiones de una autora regresada a Caracas a finales de la primera década del siglo, tras luengos años en Europa. Era inevitable que, al comenzar su manuscrito en Macuto en 1922, este deviniera palimpsesto de una capital donde la Colonia asomaba en la Bella Época de mediados del gomecismo. Paisaje de casonas de techos rojos, bien recreado por Ramón Díaz Sánchez en su glosa biográfica de la escritora, donde Ana Teresa Parra Sanojo hallara todavía motivos entre mantuanos y pueblerinos:
“¿Cómo era la Caracas de Teresa de la Parra? Muy distinta a la actual, muy llena aún del perfume de la Colonia, lánguida y risueña como las estampas del siglo XVIII que tanto seducían a la escritora. Teresa saboreó esta pequeñez deliciosa y plasmó su visión en las páginas de ‘Ifigenia’. Jardines interiores de estilo andaluz, lento gotear de campanas en las iglesias, canción del agua llovida en los canalones de latón que corrían al hilo de los aleros; calles estrechas y silenciosas, aletargadas bajo el sol tropical y lamidas por el pregón de los vendedores de granjerías; olor de incienso y rumores del viento entre las ramas de los frutales, tal era el espectáculo cotidiano que ella tuvo ante su mirada…”
Quizás sea una postal idealizada por Díaz Sánchez, devoto él mismo de la “lútea” Caracas colonial, no profanada todavía por la renovación guzmancista. Pero es cierto que mucho de aquella achatada silueta pueblerina enmarcó no solo el paisaje público conocido por la escritora, sino también la prosapia republicana de sus antepasados. Allí moraban egregias casas caraqueñas vinculadas a Ana Teresa: de los Parra a los Sanojo, de los Aristiguieta a los Soublette. Y por ello su obra literaria fue en parte, como ha hecho notar Palacios, la respuesta femenina y secular ante aquel pasado heroico.
A propósito de esos vestigios coloniales, valga considerar también cierta retractación de la escritora misma sobre el supuesto letargo que adormece la Caracas de María Eugenia. Ya tuberculosa, Teresa de la Parra confesaría en 1933, en carta a Luis Zea desde el sanatorio de Leysin, que las impresiones novelescas sobre la falta de modernidad urbana correspondían a una concepción y exigencia erróneas ante nuestra condición y ambiente criollos.
“…Estamos inyectados de falsa cultura europea y americana del norte, mal asimilada, lo que nos da a todos una especie de barbarismo peligroso. Ifigenia, mi novela, está impregnada de ese espíritu. Quisiera poder hacer el reverso de Ifigenia. Pero me falta fe, la fe temporal que impulsa a la acción, y me falta sobre todo el ardor y el entusiasmo que me sobraban entonces, cuando la escribí”.
En lo que sí confirmó De la Parra la imagen de las “casas chatas” fue con relación a las críticas hechas a su obra desde la capital venezolana, particularmente con respecto a ese pasaje que, al decir de algún lector conocido, reflejaba “la más espantosa falta de patriotismo”. A lo cual replicó la autora, en carta de 1926 a Rafael Carías: “…creo que la hostilidad de Caracas contra Ifigenia es debido (sic) a la envidia-pandemia, a un exagerado patrioterismo y a la incomprensión de moralistas de criterio estrecho. Hay muchísimo también de rivalidad de campanario…”.
4. Sin desdecir de su europeísmo, la mitología de María Eugenia Alonso puede verse como el declive de la Bella Época y el despuntar de los Años Locos, en tanto período cultural dominado por el progresismo yanqui. En términos socioeconómicos, ese tránsito afectó, como hizo notar Maurice Belrose en La sociedad venezolana en su novela (1890-1935) (1979), a una «aristocracia» de origen colonial, cuyos medios de fortuna y patrones culturales fueron desplazados por el «modernismo burgués» asociado a la era petrolera. Algo de ese relevo de clases asoma en el retrato que del prometido de María Eugenia bosquejara Elisa Lerner en «La desazón política en Teresa de la Parra» (1999):
«En la pechera cuajada de rubíes del antipático doctor Leal, en su Packard imponente, en el solitario que lleva entre los dedos como un tercer ojo, en sus discursos altisonantes y de mal gusto, Teresa de la Parra anticipa magistralmente el país petrolero de los años por venir en su insolente vertiente de nuevo riquismo».
Confirmando esa contextualización de la novela, en Letras y hombres de Venezuela (1948), Arturo Uslar Pietri señaló que Ifigenia «está lejos de ser un ente abstracto»: es un libro cuya protagonista está «fuertemente determinada en el tiempo y en el espacio», determinación que le viene en mucho de ser «la entraña dramática de la crisis de un orden social». Y ese orden estaba cementado por una dictadura inveterada, sobrellevada de manera varia, entre el exilio y el acomodamiento, por los dramatis personae de la literatura venezolana.
En el prolongado ennui de la satrapía tropical, Mercedes Galindo y otros amigos de María Eugenia la apuraban a regresar a Europa, como algunos de ellos harían de hecho. El aire andaluz de la Caracas gomecista no era glamoroso para personajes cosmopolitas de Ifigenia y otras novelas coetáneas, como La casa de los Ábila (1921-22) de Pocaterra y La Trepadora (1925) de Gallegos. Los que se quedaron no solo sufrieron el desaire a Caracas por parte del señor de Maracay, sino también capitularon ante su provincianismo. Este terminó siendo el caso de la Ifigenia caraqueña, quien sacrificaría sus sueños parisinos a la quimera de la Caracas gomecista. En la madrugada acordada con su amante para el furtivo escape a Europa, el decoro y los escrúpulos de María Eugenia la hicieron deambular por la casa de su abuela, hasta que la claridad del amanecer imposibilitó toda partida. Por esos años, Casa de muñecas era escenificada en algún teatro de la capital venezolana, pero la Ifigenia caraqueña no podía redimirse todavía, como sí lo hiciera la Nora de Ibsen.
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