A Carmen Asprino de Marte,
in memoriam
1. Falconiano y coronel, mi abuelo Alejandro fue funcionario de cierto rango durante la era gomecista. Tras haberse desempeñado como secretario de gobierno en los estados Bolívar y Anzoátegui, fue designado vicepresidente del congreso en la segunda década del siglo, cuando la familia Marte Asprino hubo de mudarse a Caracas. Aquí debían de estar establecidos en 1917, porque en diciembre bailó Anna Pávlova en el teatro Municipal, adonde mis abuelos concurrieron desde la casona cercana a Santa Teresa, según efemérides de mamá. Ella no había nacido entonces, pero sus hermanas mayores le contaron que la pareja lucía señorial esa soirée. Del brazo de mi abuelo, quien llevaba frac y pumpá, mi abuela Carmen se decantó por un vestido rosa palo, de talle a la cadera con plisados a lo Fortuny, muy en boga por entonces. Lo aderezó con una estola de visón, buscando protegerse del pacheco caraqueño de diciembre, añadía mamá al rubricar la postal familiar.
De estampa más bien matronal, como muchas de las damas de la Bella Época, mi abuela no destacaba por su elegancia, aunque sí era aficionada a la moda. Alguna vez me contó que desde muchacha se embelesaba con los modelos de las parisinas tiendas por departamento anunciadas en El Cojo Ilustrado, así como con los trajes encorsetados de las señoronas retratadas en El Universal, desde que este fuera publicado en 1909. Más tarde se asombró con el desenfado de las flappers aparecidas en la sección “alta sociedad” de Élite, una vez que mi abuelo comenzara a comprarla en 1925.
Con su entrecejo aguileño, algo intimidante para sus venideros nietos, también observó misia Carmen, como era conocida, el cambio de piel de la élite gomecista, en recepciones adonde fuera invitada con el coronel Marte. Ora en señoriales mansiones de El Paraíso, en el crepúsculo de la Bella Época; ora en quintas ajardinadas de La Florida, el Country Club y Campo Alegre; o también en casonas de haciendas aledañas a La Vega y Los Chorros, hacia los roaring twenties. Desde vaporosos trajes de Paul Poiret y Jeanne Lanvin, liberados de corsés y enaguas; pasando por las prendas vanguardistas de Chanel y Schiaparelli, en tejidos como jersey y tricot, tradicionalmente reservados a caballeros; hasta la ligereza deportiva de Jean Patou, tan a tono con los clubes emergentes, en aquellos saraos y cocteles catalogó Carmucha, como la llamaba mi abuelo, el ajuar de la oligarquía popof que se tornaba burguesía petrolera.
2. A la muerte del general Gómez en 1935, la situación económica de mi abuelo desmejoró. La familia hubo incluso de mudarse a una vivienda más pequeña en un modesto sector de Candelaria. Como en la casa cercana de Ana Isabel, una niña decente (1949), mamá y el menor de mis tíos eran entonces los únicos hijos solteros que acompañaban a los padres menesterosos. Fue en esos años efervescentes de López Contreras cuando mi abuela comenzó a coser por encargo, más allá de los arreglos que tradicionalmente despachaba para la familia. Ahora lo hacía en una aparatosa máquina Singer que le comprara mi abuelo, fabricada en hierro forjado y caoba tallada, pariente cercana de la patentada en Boston por Isaac Singer en 1851. Todos los días la contemplo en el recibo de mi apartamento de Las Palmas, tras heredarla de mamá como reliquia familiar.
Sin ser ya invitada a fiestas, seguía observando mi abuela los cambios en la moda a través de los periódicos, así como en las páginas de Myriam, Nos-Otras y Variedades, revistas que algunas clientas le llevaban para mostrarle los modelos a confeccionar. Dado que algunas de ellas trabajaban como profesoras o secretarias, gustaban de camiseros entallados, según sencillos cortes lucidos por Katherine Hepburn junto a Spencer Tracy. O también de las faldas plisadas con chaquetas de punto, siguiendo el estilo popularizado por Joan Fontaine en la Rebeca (1940) de Hitchcock.
Pero esa sencillez de ribetes hollywoodenses cambió al concluir la Segunda Guerra Mundial, tanto como la próspera clase media a la que nuevas clientas pertenecían. Las faldas entonces subieron y bajaron, se acampanaron y entubaron en los diseños de Rochas y Balenciaga, mientras los tules y tafetanes de tocados y trajes se desplegaron en las primorosas creaciones de Nina Ricci.
El diseñador más admirado por mi abuela era Christian Dior, con su New Look lanzado en 1947, pletórico de talles A en corola, alternados más tarde con las líneas H e Y. Supuso una vuelta al corsé para lograr los corpiños de bailarina, pero eso no molestaba a mi abuela, crecida entre miriñaques y polisones. Con su abundancia de telas en las faldas acampanadas, buscaba Monsieur Dior, al igual que Pierre Balmain, que la mujer europea olvidara las austeridades de la guerra. Pero sin preverlo, terminaron ambos fomentando el consumismo de las señoras gringas en los almacenes de Nueva York y Chicago, los cuales ya contaban con franquicias de haute couture y prêt-à-porter.
3. Del Saks en Quinta Avenida o del Macy’s en la Michigan parecían venidas algunas clientas de mi abuela, con sus revistas Burda en mano, conducidas por choferes en Buicks o Cadillacs, hasta la quinta Carmucha en San Bernardino. Esta fue adquirida a comienzos de la década de 1950 por mi abuelo, recuperado en su peculio gracias a un puesto civil conseguido en la administración de Medina Angarita. Ayudaron asimismo los ahorros de mi abuela como costurera. Mientras la clientela de esta aumentaba, los ingresos le permitieron suscribirse a Burda y Vanidades, para así mostrar figurines a las señoras que no eran tan viajadas o decididas en sus gustos.
Saliendo cada vez menos debido a la vejez de la pareja, fue en la quinta de San Bernardino donde mi abuela, como La prima Bette de Balzac, completó su entrevero de telas y sociedad. A ello ayudó una máquina eléctrica Singer, ensamblada en madera de pino, regalada por mis tías mayores, casadas con prósperos hombres de negocios. Si bien reacia al comienzo a abandonar el pedal y la rueda de la vieja máquina en caoba, hubo mi abuela de avezarse pronto con la eléctrica, para poder competir con diestras modistas de la Europa mediterránea, inmigradas a la próspera Venezuela de Pérez Jiménez. Ya para entonces eran más asequibles los patrones de Burda y McCall’s, con catálogos disponibles en las tiendas del centro, como El tesoro escondido y La casa Toledo. Allí compraban los cortes de tela las clientas provenientes del mismo San Bernardino y La Florida, así como las de Los Caobos y Las Palmas. Pero las señoras más chic de La Castellana y Altamira, como mis propias tías, preferían adquirir sus telas en las boutiques aparecidas en Sabana Grande, tanto en la avenida Lincoln como en la Casanova, cuando no las traían del exterior.
Conservó mi abuela en esos años trajinados parte de su clientela tradicional, apegada a sencillos camiseros de popelina y algodón, sobre todo ahora que las mujeres se adentraban en ministerios y corporaciones. Para las más ejecutivas se atrevió misia Carmen, como siempre la llamaron sus clientas, con talleres de lino o tweed, en la línea lanzada por Chanel tras reabrir el atelier en la rue Cambon, al regresar de su ostracismo en Suiza. Y también se aventuró Carmucha con trajes de noche escotados en palabra de honor, con cortes a lo Givenchy, para damas caraqueñas que emulaban a Audrey Hepburn en cocteles de clubes y embajadas.
4. Ochentona como ya casi era para comienzos de la década de 1970, mi abuela se aventuró a reproducir, para las clientas más desenfadadas, así como las mayores de sus nietas, modelos vanguardistas surgidos de la contracultura y el Mayo francés. Desde las minifaldas de Paco Rabanne y Mary Quant, hasta los cortes rectilíneos de Saint Laurent, con estampados geométricos de Mondrian. Incluso algún esmoquin o falda pantalón del delfín de Dior se atrevió a recrear, contraviniendo sus propios gustos recatados; ello para complacer a jóvenes parientas que presumían de modernas en discotecas como El hipocampo o The Flower, durante la psicodelia caraqueña. Pero los encargos más satisfactorios de mi abuela fueron, todavía en los años setenta, los eclécticos trajes de novias de sus nietas, como lo fueran los de sus hijas décadas atrás, aunque aquellas pudieran ya aspirar, a diferencia de estas, a vestidos importados.
Hasta comienzos de la década de 1970 fue tan frecuente como aceptable —al menos de lo que recuerdo por encopetadas clientas llegadas a la quinta Carmucha— los trajes de modistas anónimas, como mi abuela, para bodas y recepciones de caché. Después esta costumbre caería en desuso en el frenesí consumista de la Venezuela saudita, cuando se hizo de rigor que las novias sifrinas habían de llevar modelos de Pierre Cardin o Valentino, cuyos nombres prestigiaban asimismo los luengos cortejos de damas de honor. Ya para entonces con la vista disminuida y la diabetes rampante, mi abuela cosía poco y no recibía revistas de moda, aparte de la Estampas encartada los domingos en El Universal. Pero para no dejar de ser balzaciana, seguía viendo los cambios estilísticos en las crónicas de “La ciudad se divierte”, firmadas por Pedro J. Díaz.
Ya fallecido mi abuelo, la visitaba yo a menudo con mamá, cercanos como vivíamos en la avenida Cristóbal Rojas, también en San Bernardino. Si bien mamá era muy habilidosa en la vieja Singer heredada de mi abuela, más de una vez le llevó trabajos que excedían sus capacidades. Por eso ni siquiera se consideraba a sí misma “costurera”, a diferencia de mi abuela, a quien veía como “toda una modista”. Pero esta, por su parte, reservaba el término para “verdaderos diseñadores”, como Chanel y Dior, que dominaban “el oficio desde sus rudimentos hasta la creación”. De hecho, una vez comentó que la admiración por el segundo la había hecho fantasear con visitar la boutique inaugurada en la avenida Francisco de Miranda, durante la visita a Caracas del padre del New Look, a mediados de la década de 1950. Y tras el reclamo de mamá por no haberlo hecho, mi abuela ripostó que, “entre tanta dama popof buscando figurar ante Dior”, qué iba a hacer allí “una modista de San Bernardino”.
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