1. Siguiendo una tradición de cuando mamá y papá se comprometieran, al promediar la década de 1940, mis tías Almandoz Ramos cumplimentaban a su cuñada Antonieta cada trece de junio, día de San Antonio. También lo hacían algunas parientes y vecinas que conservaban la usanza onomástica. De niño recuerdo los preparativos mañaneros de mamá y Margarita, su hija de crianza, para el piscolabis vespertino. Este abriría con pancitos pirulí o algún otro pasapalo frío, seguidos por bolitas de carne o tequeños. Mientras en el picó rompían valses de Juan Vicente Lecuna y Antonio Lauro, favoritos de mis tías, la tizana y el Ponche Crema daban paso a la cerveza y el whisky. En el apogeo del ágape, aparecía el pernil relleno o el sanduchón de atún, servido con ensalada de gallina o diplomática. El postre podía ser marquesa de chocolate o brazo gitano, acompañados de gelatina o quesillo. Porque mamá nunca fue aficionada a las tortas, ni siquiera en sus cumpleaños, los veintiséis de marzo.
Momento expectante de aquellas onomásticas era la entrega de regalos, y más que estos, los giros que daban a las tertulias. De allí vino mi gusto, quizás, por la small talk que encauza las novelas de Jane Austen o las piezas de Elisa Lerner. Caleidoscopios del país abastecido que entonces éramos sin notarlo, los presentes iban de cortes de tela o lencería, comprados en El tesoro escondido o alguna tienda de aquel centro caraqueño, tan visitable como pintoresco; hasta enseres o bibelots para la casa, elegidos por mis tías en La porcelana inglesa de La Florida, o en la Galería Hatch de Campo Alegre. Con frecuencia obsequiaban también jabones Heno de Pravia o talcos Avon, polvos compactos de Max Factor o lociones de Elizabeth Arden. Todo un gabinete de lo que mamá y mis tías llamaban “regalos de tocador”, entregados y agradecidos cortésmente, so pretexto de ser “siempre útiles”.
Si bien algunas veces recibía pañuelos o yesqueros, de los que ostentaba una colección tan grande como su vicio de fumador, papá también era obsequiado con artículos de tocador en su cumpleaños, el seis de septiembre. A veces mis tías le llevaban un estuche de jabones 4711, otras una colonia Atkinsons o Bond Street; pero a menudo aparecían con el frasco grande de brillantina Yardley. Bien sabían ellas que su hermano la usaba desde joven para el cabello, al igual que legiones de mozos crecidos entreguerras, mirando los iconos de Rodolfo Valentino y Carlos Gardel. Coronando la pulcra estampa a lo duque de Windsor, ese cabello engominado hizo que mamá se prendara de aquel galán criollo, quien la había cortejado por las calles de La Candelaria, antes de que sus futuras cuñadas comenzaran a visitarla por San Antonio.
2. En una de esas visitas onomásticas que las hermanas políticas cultivaran de por vida, recuerdo haber preguntado, aprovechando los comentarios que seguían a la entrega de presentes, por qué gustaban tanto de regalar artículos de tocador. Me parecía que era práctica común entre señoras algo puretas, como mis tías y algunas primas y parientes de mamá. Porque mi hermana Corina y sus amigas, en cambio, se obsequiaban presentes más juveniles, como discos y bisutería de moda. Si del tocador se trataba, optaban estas por el maquillaje Mary Quant o los productos Jean Naté, usados por Corina desde su primer viaje a Miami en 1969. Y los cuales continuó comprando desde entonces en las tiendas de aquella Caracas tan pletórica como psicodélica.
Desde antes de formularla, temía que mi pregunta fuese percibida como baladí, y hasta indiscreta, indicativa por demás de la feminidad que respiraba mi domesticidad faldera. Pero con el arrojo de aquella Mafalda que por entonces leía, no me contuve de vocear la curiosidad genuina, no exenta de reserva que sí callé, ante aquellos regalos de tocador que consideraba yo sosos e inanes, por conseguirse en cualquier farmacia o almacén caraqueños.
Tras la sorpresa inicial que causara entre mis tías, mientras mamá trataba de escamotearla como “cosas de muchacho”, esa pregunta imberbe, más que ser respondida, dio bríos a la tertulia. Nos condujo por derroteros de la cosmetología ignotos para mí. Apegada a su practicidad gringa, la primera en ripostar fue tía Maruja, quien señaló que se había aficionado a comprar y regalar toiletries desde que viviera en Texas, a mediados de la década de 1950. Entonces las distribuidoras de Avon visitaban las residencias estudiantiles con sus catálogos para escoger, al igual que lo hacían en los suburbios. Para su sorpresa, la famosa campaña publicitaria de “Avon llama a tu puerta”, que copaba las pantallas televisivas del norte, estaba ya tocando en Venezuela a su regreso a finales de la década. Porque nuestro país destacó como uno de los primeros mercados para la expansión de la marca californiana.
Apegada a la compra tradicional en tiendas del centro caraqueño, tía Virginia señaló que ella prefería las “marcas de siempre”, como Elizabeth Arden. También las lociones y los productos importados por los Behrens y otros laboratorios, distribuidos en boticas y almacenes desde la bonanza petrolera de López Contreras y Medina Angarita. Advirtió eso sí que no le gustaba regalar, ni que le regalasen, polvos compactos, porque eran “muy personales”. Aunque ella no era “ninguna belleza”, como solía recalcar, creía en la “armonía de color” introducida por Max Factor para la tonalidad y la forma de cada tez, según viera en un documental sobre el cine mudo. Sin ser tan americanizada como Maruja, ni haber visitado Estados Unidos siquiera, se confesó tía Virginia, para mi sorpresa, admiradora de las divas del Hollywood blanquinegro. “De Jean Harlow a Greta Garbo, todas fueron maquilladas por Max Factor”, subrayó la tía historiadora, precisando además el origen polaco del cosmetólogo.
3. Relajada al ver que sus cuñadas se explayaban sobre mi pregunta, mamá aprovechó para añadir que, ya en el cine sonoro, el de Ava Gardner fue uno de los rostros resultantes del “calibrador de belleza” creado por Max Factor. Lo había leído en un reportaje de Páginas, revista predilecta de las mujeres de nuestra casa, junto a Vanidades y ¡Hola! Coincidió con tía Virginia en lo personalísimo de los polvos, pero puntualizó que le encantaban los talcos… Quizá lo dijo, sospeché, para enfatizar su complacencia con el estuche de Revlon acabado de recibir, despejando a la vez suspicacias que mi pregunta pudiese haber despertado.
Esa predilección, añadió mamá, le venía de los talcos ingleses de Florencia usados por mi abuela Carmen, desde que estos comenzaron a llegar a Maracaibo y Puerto Cabello, “en época de Castro”. Años más tarde, la niña Antonieta veía las grandes polveras nacaradas, reposando sobre el chifonier o la peinadora de mi abuela en la casona de Cumarebo, arribadas de su travesía transatlántica y su cabotaje caribeño. Tras mudarse a Caracas, en las postrimerías gomecistas, compraba mi abuela los talcos y las cremas de Elizabeth Arden, así como la primera fragancia de Jeanne Lanvin, en una perfumería del pasaje Linares, cuyo nombre mamá no recordaba.
4. María Teresa, una pizpireta prima de mamá presente en aquel San Antonio, aprovechó para señalar, “a propósito de tiendas antañonas”, que acababa de releer sobre el pasaje Ramella en El Cabito (1909). Sin conocer yo entonces la trama de madamas y francachelas, abrió la prima mi curiosidad por adentrarme algún día en la novela epónima de Pío Gil. Con humor no exento de ironía por lo vetusto de las referencias, añadió que ella recordaba “el tocador de tía Carmucha en la casona de Cumarebo” como una suerte de boudoir, semejante a los que vería en las páginas de Billiken, y leyera más tarde recreado en Ifigenia.
Con sutileza, dejó ver Terecha, como la llamaban, el refinamiento y cosmopolitismo de su propia rama familiar, por haber sido su padre diplomático desde finales del gomecismo. Contó entonces que su mamá y ella se habían aficionado a las cremas para manos y uñas desde que vieran en persona a Josephine Mentzer, antes de adoptar el nombre comercial de Estée Lauder al casarse. Promocionaba a la sazón sus productos en salones de belleza americanos, mientras las clientas mataban el tiempo bajo aparatosos secadores de cabello. Y eso había sido, añadió la prima, “durante el cargo de papá en Chicago hasta el 45”, cuando derrocaron a Medina y todos volvieron a Caracas. “Pero tal como le ocurriera a Maruja con Avon, ya para entonces los productos Estée Lauder se conseguían en Venezuela”, dijo Terecha guiñándome un ojo. Se abanicó entonces con sus manos tersas y enjoyadas. Las uñas de lúnulas marfil sobre esmalte carmesí resaltaban sobre la copa de tizana que bebía.
5. Las memorias sobre los regalos de tocador prodigados por mamá, sus cuñadas y primas en aquellas onomásticas y cumpleaños han vuelto a mí en años recientes, cuando el catálogo de productos de aseo personal se ha reducido en Venezuela. Sonrío al recordar mi reserva adolescente ante a aquellos obsequios que consideraba yo innecesarios, por ser ubicuos a la sazón, pero que se han tornado erráticos, cuando no impagables. “Ni sueñan en compararse con aquellos toiletries de otrora”, habría dicho María Teresa, contrastándolos con los presentes recibidos por mamá en San Antonio.
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