1. En uno de los primeros números de La Alborada –revista marcada por las «convicciones positivistas» y el «dolor de patria» de Enrique Soublette, Julio Planchart y Rómulo Gallegos, entre otros de sus colaboradores– este último dejó ver sus propias inquietudes sobre la relación entre medio y raza, inmigración, progreso y civilización. Eran cuestiones discutidas entonces por la intelectualidad latinoamericana, preocupada por la venidera celebración del centenario republicano, cuando al sur del Río Grande no había resultados comparables al Coloso del Norte, aparte de la Argentina crecida con la inmigración.
En un artículo de 1909, titulado «La alianza hispanoamericana. A la Sociedad Patriótica», Gallegos resentía que la intelectualidad venezolana se nutriera todavía «de la savia europea, como nuestro comercio de sus productos». Llegaba incluso esa inteligencia criolla, según el escritor novel, a interesarse “más por los problemas políticos o sociales que allá se resuelven, que por las propias necesidades que aquí piden urgente solución.» Y mirando en una dirección diferente de los programas colonizadores herederos del liberalismo decimonónico, señaló el autor que era necesario entender
“que nuestro porvenir es el de la América Latina, que en nuestra sangre está quizás la fuerza que ha de realizar futuros prodigios, que no pende la suerte de la humanidad de las viejas razas que caminan a su decadencia en el extranjero continente, sino del ímpetu y el vigor juvenil de las que se levantan en el nuestro, dando traspiés, porque aún comienzan a andar, y tanteando rumbos, pero seguras de su propia fuerza…”
Sin embargo, ese americanismo entusiasta, receloso del Viejo Mundo, pareció virar en el pensamiento galleguiano durante los primeros años gomecistas. Entonces el colaborador de El Cojo Ilustrado valoró la importancia de la «divulgación de las ideas modernas» en un medio social lastrado por «la deficiencia de cultura». Fue en ese sentido que Gallegos encomió, en un artículo de 1912, las virtudes del inmigrante que era «portador de alguna cultura»; así como de los ferrocarriles que eran «una eficaz lección de las cosas que nos da la civilización», cuya velocidad «no se pierde sin suscitar otras velocidades espirituales». Y en ese proceso de selección transatlántico, el intelectual, «producto de una cultura siempre superior a la general cultura de su medio, y a veces de su tiempo», estaba llamado a ser, «en cierto modo, factor local de evolución». Síntesis de lo mejor de ese proceso de transculturación, el intelectual criollo aparecía como protagonista de ese «trabajo de canalización» llamado a encauzar las desbordadas «fuerzas del instinto».
Ya como director del Colegio Nacional de Varones – más tarde Liceo Caracas, a la postre Andrés Bello – esa segunda posición adoptada en “Necesidad de valores culturales” se entreveró con preocupaciones a ser voceadas por Gallegos el novelista. Como recordara Maritza Montero en Ideología, alienación e identidad nacional (1984), el maestro consideraba que la educación de la época era responsable de la pasividad y falta de motivación de los venezolanos, por resaltar rasgos negativos de la mezcla racial. Y para cambiarla era necesaria una educación integral del pueblo, dirigida a la transformación del medio; solo así se superaría cierto determinismo geográfico heredado del positivismo decimonónico, el cual asomaba todavía, según Carlos Pacheco, en el Gallegos de La Alborada.
2. En su ensueño positivista del progreso, reminiscente de los ideólogos del gomecismo, sanear y poblar eran dos fines que Santos Luzardo –vocero de la civilización galleguiana– visualizó desde el comienzo en su lucha contra el feudalismo imperante en Doña Bárbara (1929). Al regresar a la tierra de sus progenitores, el «plan civilizador de la llanura» barruntado por Santos contemplaba la implantación del ferrocarril, gran fetiche del industrialismo liberal en Latinoamérica. «El progreso penetrará en la llanura y la barbarie retrocederá vencida», pensaba el personaje que se hace eco del positivismo decimonónico; era a la vez alentado –como hizo notar Pacheco en La patria y el parricidio (2001)– por el “propósito edificante”, cónsono con la “inclinación pedagógica” del propio Gallegos. El plan de Santos estaba también norteado por la sentencia de «aquel primo que estudiaba en Caracas para doctor», quien había dicho una vez en casa de los Luzardo: «Es necesario matar al centauro que todos los llaneros llevamos dentro», apuntando con ello a la barbarie tribal campante en la Venezuela de los caudillos. Coincidía el personaje galleguiano con Laureano Vallenilla Lanz, quien con los anteojos de Durkheim, viera en ese país montonero una rémora para la constitución de la solidaridad orgánica entre el pueblo llanero.
Sin embargo, como Lorenzo Barquero, quien se había hundido en aquel «tremedal de la barbarie», de la tierra «que no perdona», de la llanura «devoradora de hombres» encarnada en doña Bárbara; aquella hermosa ensoñación de Santos de «un Llano futuro, civilizado y próspero», así como la reivindicación planteada al inicio de la novela, de una Altamira deslindada según los principios de la «Ley del Llano», terminaron pisoteados por la «Ley de Doña Bárbara». Junto a otras calamidades que asolaban las comarcas galleguianas, eran todas parábolas de los azotes políticos y sociales de la provincia venezolana en las postrimerías del régimen del señor de Maracay.
3. Al igual que otros intelectuales venezolanos, de Picón Salas a Uslar Pietri, Gallegos asimiló la americanización secular de Venezuela y Latinoamérica a través de sus vivencias en la promisoria tierra gringa, jalonada por rascacielos e industrias. Al dictar una conferencia en el Roerich Museum de Nueva York, el primero de septiembre de 1931, respondiendo a una invitación de la Federación Latino-Americana de estudiantes, el novelista, ya afamado por la premiación de Doña Bárbara (1929), saludó la grandeza del Empire State en construcción. Sin embargo, asomando el arielismo de su generación, advirtió que era admirable no por su magnitud material, sino por el esfuerzo cristalizado en la obra. Estas construcciones descomunales no debían ser vistas como pruebas de verdadero progreso: “porque no deja de haber entre nosotros quienes piensen que no seremos grandes y felices mientras no tengamos rascacielos”, puntualizó con sarcasmo el intelectual latino. No solo de Rodó, esa aseveración era reminiscente del idealista Gallegos de La Alborada, así como del novelista que retratara con recelo al gringo Míster Danger en Doña Bárbara.
Aunque sin mencionar la civilización norteamericana, algo de esas reticencias ante las manifestaciones del progreso material en las metrópolis gringas se dejarían también sentir en alusiones galleguianas a nuevos materiales y artefactos de la era industrial. Tal como expresara don Rómulo en conferencia pronunciada en la Universidad de Oklahoma, el 9 de abril de 1954:
“¡Duro tiempo de hierro, de acero!… Bueno, no tan duro, en realidad, porque ahora la mayor parte de las cosas se fabrican de plástico, que no es lo que parece ser ¿No querrá decir esto que dentro del extraordinario, estupendo, maravilloso progreso de la civilización humana, todo es – o tiende a ser – de pura apariencia y de naturaleza industrial? La edad de oro de la destreza, que no de la cultura propiamente. Pero de la destreza cada día más y más confiada a la eficacia de la máquina. ¡Mecanismos, artefactos!”.
En una visión sobre los objetos y el hombre que recuerda la analítica existenciaria desplegada por Martin Heidegger en El ser y el tiempo (1927), don Rómulo asomó algo de la crítica ante la mecanización de los artefactos, invasiva de la racionalidad misma en la civilización industrial. Haciendo también recordar al Heidegger que denunciara, desde Carta sobre el humanismo (1947), la desvinculación entre el hombre y las manifestaciones del ser, el intelectual venezolano repitió en Monterrey su preocupación por “la deshumanización total de la cultura, el absoluto menosprecio por todo lo que sea adorno de la inteligencia y afinamiento del espíritu, el anti-humanismo campando por los fueros de la mano”. Todo lo cual era imitación de la máquina que los “hombres prácticos” se ufanaban de haber copiado en su modo de vida, caracterizado por un desprecio por todo lo que fuera “ejercicio de idealismo”, Gallegos dixit.
4. Aunque fuese menospreciada por los businessmen de la civilización industrial, una notable muestra de aquel idealismo en extinción era para don Rómulo la lectura de los clásicos – Cervantes, Goethe, Dante – en sus propias lenguas, “auténtico, genuino el sabor de espíritu y tiempo”. Por ello le merecían gran respeto al educador venezolano los hombres que se esforzaban por aprender lenguas extranjeras, como los maestros de Español de la Universidad de Oklahoma, quienes le invitaron en aquel abril del 54, durante su exilio. Ante ellos concluyó Gallegos su discurso con una postura que abogaba por un panamericanismo superador de las antinomias nacidas con el siglo, no obstante las profundas diferencias que la civilización industrial determinaba entre los dos hemisferios de las Américas.
Consciente estaba el autor de Doña Bárbara de que su Míster Danger era retrato oscuro desde una pretérita posición del intelectual latinoamericano de su generación, opuesto al imperialismo yanqui. Contrastando ahora en perspectiva a su personaje con ese auditorio de humanistas americanos que lo hospedaba con admiración, no pudo menos que reconocer don Rómulo el esfuerzo cultural hecho por estos intelectuales congregados en Oklahoma, para superar aquella contraposición novecentista que había fracturado las Américas. Al igual que innúmeros lectores gringos de la novela, ese auditorio de profesores de castellano parecía haber entendido, con gran sentido humanístico, la necesidad de no dar más motivo a que se les siguiera llamando “Míster Peligro”. Por todo ello, con “fe americana integral”, Gallegos reconoció ante esa audiencia académica, que la intelectualidad norteamericana estaba “trabajando por la unidad espiritual del continente que poblamos con nuestras varias maneras de ser”.
5. A la enaltecida visión alcanzada por Gallegos del “gran pueblo de los Estados Unidos”, contribuyó, por supuesto, su gesta redentora en la Segunda Guerra Mundial, reconocida por el político venezolano en ocasiones varias. Así por ejemplo, en discurso pronunciado en Valencia, mientras hacía campaña electoral en abril de 1941, don Rómulo se refirió al “admirable ejemplo” de unidad nacional que, para la Venezuela que arrostraba su primera contienda democrática tras el gomecismo, significaban los Estados Unidos. Estos habían sabido superar sus divisiones electorales internas, para alcanzar la “compactación perfecta” requerida por el destino “reservado a la gran república”.
Años después de finalizada la conflagración, en presencia del general Eisenhower, el entonces presidente venezolano pronunció un significativo discurso en la Low Memorial Library de la Universidad de Columbia, el cual llevaba por título “De las letras a las armas”. Dejó entonces ver Gallegos su admiración por el adalid de la Segunda Guerra, quien habiendo demostrado su fortaleza bélica en pro de la libertad, se aprestaba a asumir la égida intelectual del mundo en la segunda mitad de siglo XX.
“Porque ocurre el caso singular – ¡gallarda ocurrencia! – de que armas gloriosas estén aquí presidiendo una armonía de letras. Las que comandaron la reconquista de Francia para la democracia europea y contribuyeron a decidir la suerte del mundo a favor de la libertad y la dignidad de los pueblos y que hoy comandan sin estruendo de hierros mortíferos en marcha, sin clarines ni tambores marciales, la tropa jovial de la mocedad norteamericana que en esta Universidad adquiere cultura y afina su espíritu”.
Hablaba así el gobernante que, al calor de la Buena Vecindad establecida por Franklin Roosevelt, visitara a Harry Truman en julio de 1948, para concretar proyectos de colaboración. Era el letrado cuya elección –la primera por voto universal, siguiendo la nueva constitución de 1947– fue saludada por el New York Times, diciendo que “en Venezuela, por fin, la espada ya no es más poderosa que la pluma”. Fue su presidencia efímera, alcanzando empero a firmar una Ley de reforma agraria, así como ejecutar la denominada Ley del fifty-fifty, reduciendo las ganancias leoninas de las transnacionales petroleras. Y curiosamente, ambos hitos legales concernían a dos de las creaturas de Doña Bárbara: Santos Luzardo y Míster Danger.
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