Reverón en El Castillete

Fecha de publicación: enero 18, 2015

A este hombre le quedan tres o cuatro años de vida. Y muy poca razón. En un par de años se sumirá en el desvarío y acabará en un sanatorio. Se llama Armando Julio Reverón Travieso. Y para ese momento, ya hacía más de una década que el escritor Mariano Picón Salas había dicho: “Aunque no lo parezca, Reverón es uno de los venezolanos más importantes que en este momento viven”.

¿Y por qué no iba a parecerlo? Cuando Picón Salas hace esta afirmación, en 1939, Reverón no andaba medio desnudo ni se había dejado esa “barba de Padre Eterno”, como escribió Arturo Uslar Pietri. Lo dijo porque sabía que Reverón era un gran artista, el mejor de su tiempo, y porque estaba consciente de que esta singularidad era ignorada de manera casi unánime.

En la cronología que Juan Calzadilla agrega a su libro “Reverón, voces y demonios” (Caracas, 1990), anota, para el año 1940, no una acción sino una característica del personaje; precisamente, ese pertinaz anonimato. “A lo largo de su vida”, apunta Calzadilla “Reverón ha permanecido aparte de toda expresión de vanidad pública o de ambición personal; es un solitario y vive en gran pobreza, a su manera, con el orgullo marginal de una generación que vivió de espaldas a prebendas y halagos del poder. Ha renunciado a premios y recompensas”.

“Ciertamente,  —sigue el crítico— Reverón mismo ha contribuido en no poca medida a la subestimación de su obra. Si exceptuamos las tres exposiciones individuales realizadas en su juventud, hasta 1921, el resto de las que se efectuaron para presentar su obra al público, no contó en absoluto con su intervención. Fueron organizadas por amigos o críticos que sabían de su genio, dispuestos a ayudarlo ante la manifiesta incapacidad de Reverón para promoverse”.

Esas tres exposiciones y los cuadros que han adquirido ciertos coleccionistas lo han hecho conocido para un pequeño grupo que lo sigue con admiración, respeto y no poca curiosidad. Entre ellos se cuentan periodistas, al menos dos cineastas y unos cuantos fotógrafos. Saben de él también sus maestros y compañeros de la Academia de Bellas Artes de Caracas, a la que Reverón ha ingresado en 1908, cuando tenía 19 años.

Armando Reverón nació en Caracas, el 10 de mayo de 1889. Fue el único de Julio Reverón Garmendia y Dolores Travieso Montilla, una pareja muy mal avenida. Además de la Academia de Bellas Artes, hizo estudios en España y en Francia.

En 1917 acepta la invitación de su amigo el educador R.A. Rondón Márquez para pasarse unos días en la Guaira, hospedado en el Colegio Santos Michelena, del que aquél Rondón Márquez era director y propietario. Esa estadía va a cambiar su vida, porque La Guaira va a convertirse en el lugar donde va a sentirse más cómodo y donde va a tener esos festines de luz que marcaron su obra y su devenir síquico.

En los carnavales de La Guaira de 1919 conoció a Juanita Ríos, una muchacha de por allí, humilde y carente de ambiciones, de la que nunca va a separarse. La conexión es tan súbita y fuerte que a Reverón no se le ocurre nada mejor que llevársela con él a Caracas, donde reside en casa de su madre, una señora elegante y dueña de una pequeña fortuna (resto de una mayor, que el marido estuvo a punto de despalillar en sus correrías de adicto a la morfina y otras drogas que entonces eran de consumo legal, así como de fácil, aunque costosa, adquisición). El caso es que nada más comenzar la Cuaresma de 1919 el joven y guapo Armando Reverón se presenta en la residencia materna, sita de Pilita a Mamey, con una muchacha de poco lustre que desde el primer día es su mujer y modelo. Ninguno de los dos hizo mayor caso a la oposición de la señora Travieso.

Amancebado con mujer guaireña e intrigado por la luz de esa costa, Reverón se instala definitivamente en el litoral central en 1921. Dice Calzadilla:

“El punto de partida es el rancho donde Reverón vivió durante algunos meses en 1920, cerca del lugar llamado Las Quince letras. Un poco más arriba, en la vertiente, se encontraba un terreno que su madre había comprado para destinarlo a la vivienda de su hijo, una parcela abrupta y empinada, llena de grandes piedras que Reverón utilizaría como elementos de un mobiliario natural. En ese terreno no mayor de 700 metros cuadrados, comenzó a levantar lo que con el tiempo se conocería como El Castillete, residencia del artista durante el resto de sus días”.

Allí va a hacer gran parte de su obra. Y allí fue tomada esta fotografía donde lo vemos en pantaloncitos cortos, sin camisa, con el cabello y la barba encanecidos, y esa expresión como de estar cansado de tanta vaina.

La fotografía fue tomada por Victoriano de Los Ríos en 1950 o quizá más tarde. Dejemos que sea el crítico e historiador del arte en Venezuela, Juan Carlos Palenzuela, quien nos narre la relación entre el fotógrafo y su objeto de estudio:

“Desde 1949, el fotógrafo Victoriano de Los Ríos se hace asiduo visitante del Castillete de Reverón”, —escribe Palenzuela en su libro de 400 páginas Reverón La mirada lúcida (Caracas, 2007)—.

“Victoriano de Los Ríos era un español republicano que a causa de la guerra civil en su país debió emigrar. Llegó a Venezuela en 1947 y meses más tarde se desempeñaba como fotógrafo en la revista Élite. Su contacto con Reverón se produce a mediados de 1949 y se mantuvo hasta el fallecimiento del artista, por lo que al final de su jornada había tomado casi doscientas fotografías, según la cuenta de la Galería de Arte Nacional, donde reposan sus negativos y copias originales”.

Como se deduce de lo expuesto, esta fotografía forma parte de un conjunto. Sin embargo, las imágenes de Reverón captadas por De Los Ríos que solemos ver son anteriores a esta, que guarda la colección Fotografía Urbana. Esta que acompaña al texto es de las últimas, lo que se echa de ver por la extensión de la barba, lo blanco del cabello y la actitud vencida del artista.

“Quizás fueron cuatro sesiones las que compartieron fotógrafo y pintor, en dos tiempos diferentes” —dice Palenzuela—. En primer lugar se precisa por el vestir, con pantalón y camisa o con el pecho descubierto y, con naturalidad, en interiores y camisetas blancos o solamente cubierto con sus grandes calzoncillos. El tiempo se mide por la barba: primero corta, después muy larga (y desordenada o descuidada).

En otras imágenes de Victoriano de Los Ríos puede verse a Reverón acompañado de Juanita —incluso a esta sola—; en algunas aparece con el célebre pumpá, fumando, posando con las muñecas que él hacía y que Palenzuela alude como “esculturas blandas”; con mirada intensa hacia el horizonte o viendo de frente a la cámara; llevando una escalera… asomado a una ventana. En la mayoría tiene aún partes del cabello oscuro y comunica un carácter fuerte. Es sélo en ésta donde parece habérsele venido el destino encima.

Entre los 12 y 13 años, Reverón sufre de tifus, lo que podría haberlo afectado por el resto de su vida. En cualquier caso, siempre fue un excéntrico que optó por desvincularse de la ciudad y adoptar hábitos primitivos hasta el punto de pintar con excremento cuando no tenía pinturas.

En algún momento deja atrás su pinta de caraqueño sofisticado y la da por ir desmañado y harapiento. “Más tarde”, dice Arturo Uslar Pietri, “se va a dejar una barba de Padre Eterno, y de ese periodo hay también una serie de autorretratos, en los que asoma su cabeza, con la terrible barba, con el pelo revuelto, con esa mirada ladeada con que está mirándose a sí mismo y mirándonos a nosotros, y en el fondo de las dos figuras obsesionantes de las muñecas, que por sobre él parecen mirar inexpresivamente a la gente que ha de venir más tarde a querer penetrar en el misterio de esa vida y de esa obra de tan excepcional calidad.

Armando Reverón sacrificó su vida a su arte —establece Uslar—. Como los artistas verdaderos, como los hombres que sienten con intensidad, casi mortal, la necesidad de expresión, este hombre sacrificó todo a su arte, su vida y también su razón, porque, como decía el poeta Rimbaud, que termino también en forma parecida a la de Reverón, autodestruyéndose por la intensidad de su sensibilidad, los horribles… Este hombre […] por llegar a una mayor sinceridad y pureza de su arte llega a la destrucción de su razón.

[…] En los últimos tiempos va a sufrir de una decadencia mental que acabará de cortarlo del contacto con todo lo humano y a encerrarlo en ese mundo que él ha creado”.

Efectivamente, en 1944 había empezado a padecer trastornos mentales ya evidentes, digamos así. En 1945 lo internan en el Sanatorio San Jorge y en junio le dan de alta viéndose muy restablecido. Vuelve al Castillete. Su pintura cambia.

En 1950, cuando posa para esta fotografía, ya ha iniciado una senda de postración. En 1952, según apunta Calzadilla, “la salud de Reverón ha empeorado enormemente. Ha dejado de pintar y entre en un estado de desvarío y delirio que se complica con el abandono del aseo personal y la mala alimentación”.
En 1953 es recluido nuevamente en el Sanatorio San Jorge, ubicado entre la Quinta avenida de Catia y la plaza Pérez Bonalde, en el oeste de Caracas.

“En esos meses difíciles de 1950 y 1953,  —escribe Palenzuela— Reverón cuenta con la fiel asistencia de Juanita, que lo cuida, que comprende su locura e intenta calmar sus ansias. Antes que los amigos o los médicos tomaran cartas en el asunto, para ayudarlo en su recuperación, su único apoyo es Juanita, testigo de excepción de su deterioro. Ella le obliga a tomar los alimentos que en su alteración emocional rechaza. Ella conviene con sus mejores amigos para que sea trasladado a una clínica.”

Nueve meses estuvo en el sanatorio. Murió el 18 de septiembre de 1954. La foto que publicó El Nacional al día siguiente lo mostraba muerto en su lecho de enfermo, con las manos juntas sobre el pecho. En la cabecera, junto a él, está Juanita como un ángel dolorido y moreno.

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